
Editorial Periférica. Precio: 17 €.
Retrato del artista adolescente es una novela de iniciación.
Escozores y escarceos, testosterona desatada, onanismos, amoríos, chupones en el cuello…
Durante los últimos años, la colección «Largo Recorrido» de la editorial Periférica ha traído a nuestro idioma a narradores extranjeros desconocidos por estos lares, auténticos descubrimientos —citaré entre los últimos a las jóvenes escritoras Katharina Winkler y Michèle Desbordes—, así como a promesas, ya realidades, de la novela hispanoamericana —citaré a Rita Indiana y Juan Cárdenas— y española —citaré a Carlos Pardo y a la última revelación, Munir Hachemi, de origen argelino. Entre estos últimos destaca Valentín Roma, de quien acaban de publicar, tras Rostros y El enfermero de Lenin, un nuevo artefacto —a falta de mejor denominación por mi parte— narrativo, Retrato del futbolista adolescente, que, partiendo igualmente de la auto-ficción en boga, la desborda por completo con quiebros argumentales y disquisiciones inesperadas y certeras, mediante una introspección, que es más bien vivisección de sí mismo a página abierta, sin anestesia ni edulcorantes, de sus años de descarríos púberes.
El mismo título, pastiche paródico de la celebérrima novela de formación de James Joyce —el propio autor lo atribuye a un reportaje de El País Semanal sobre Butragueño—, que se completa con una cita inicial en la que el protagonista joyciano por excelencia se declara incompetente y medroso frente a la turba de brutos que patean un balón, es indicativo de la ambición literaria de Roma, que igual recurre como referencia a un verso del fino poeta peruano José Watanabe que a los personajes encanallados del novelista uruguayo Mario Levrero o de Juan García Hortelano.
Retrato del futbolista adolescente bien puede considerarse, pues, una novela de aprendizaje o bildungsroman, ritos de paso varios incluidos, con su vertiente sexual: escozores y escarceos, testosterona desatada, onanismos, amoríos, chupones en el cuello… y su faceta social: la atmósfera estudiantil en el instituto en la que ejerce, entre la impostura y cierto histrionismo, de graciosillo como mecanismo de defensa para hacer soportable su carácter excéntrico, antes de convertirse en aplicado escolar; la de las barriadas de currantes del extrarradio de Barcelona, entre charnegos sin identidad, con añoranzas manchegas; la de las vacaciones pueblerinas con una especie de peña de «agit-prop rural»; la de los pinitos políticos en tertulias de desplazados.
Roma se hizo persona, en «pugna freudiana» y real, como es preceptivo, con su padre, ideologizado al punto de acoger en su casa, se supone que sin saberlo, a un miembro gallego de ETA, en estos ambientes, de ahí que escriba desde la conciencia, la mala conciencia, del desclasado. Y por añadidura del que ha renunciado a lo bélico en general y al éxito deportivo. Experto además en arte contemporáneo, es capaz, al tiempo, de ejecutar inverosímiles y sofisticados regates posmodernos, a menudo acompañados de una ironía esquinada, en ocasiones cáustica, siempre atinada. Escribe con una delicada precisión lírica y a la vez con rotundo desparpajo épico, para mostrar sin paliativos nuestro diario «teatro del estupor y la rabia».
En particular aplica en estas páginas su doble bisturí, descarnadamente y con una propiedad singular, al mundillo futbolero con sus entrenadores, ojeadores, utilleros, masajistas y demás, a lo que se queda en el vestuario, lo que no debe salir de allí —terrible lo que cuenta, no sé si real o ficticio, de aquel presidente “ostentóreo” del Atlético de Madrid, supongo que se refiere a su resopladora y sudorosa persona—, al «pathos de la identidad» de los aspirantes a futbolistas de categoría, a la viril psicología, caprichosa y petulante, de los llamados a llegar a figuras del balompié. Su carrera futbolística hasta llegar casi a la élite, con aquel currorromero salvadoreño con fama de golfante gaditano, Mágico González como ídolo, junto a su etapa universitaria, que asoma en el desenlace, lo preparó «para el simulacro y las argucias» de la lucha social adulta.
Estamos ante una narración, por otra parte, sumamente atractiva para los nostálgicos que disfrutaron de su mocedad en la década de los ochenta, porque el autor, desde su experiencia individual levanta acta de la época, con su banda sonora, de los Cure o los Smiths a Silvio Rodríguez y cinematográfica, de Mad Max a Nueve semanas y media. Qué tiempos aquellos, por cierto, en los que, según registra Roma, los usuarios del metro leían en masa la novela, visto lo visto anticipatoria, La conjura de los necios, la trepidante El invierno en Lisboa, la sagaz Memorias de Adriano o la líquida La insoportable levedad del ser, acaso la que mejor retratara el espíritu ochentero. Repara uno en estos títulos y se reafirma en la certeza del desastre cultural patrio, menudo bajón en la competencia lectora si los cotejamos con los bestsellers actuales, salvo alguna excepción coyuntural. Y no digamos lo que sucede en el terreno poético. Nos daríamos con un canto en los dientes si cualquiera de ellos figurase hoy en las listas de libros más vendidos.