
La Isla de Siltolá. Precio: 12 €.
“El dolor es la única fuerza creada desde la nada, sin costo ni esfuerzo” (Primo Levi).
El tema del libro es el dolor del hombre solo, habitante de un paisaje de derrotas.
Desde la contraportada del nuevo poemario del mierense César Iglesias (1961), el poeta y crítico Álvaro Valverde ofrece al lector unas certeras palabras que sirven de acercamiento a la escritura del autor asturiano: «A través de un lenguaje áspero, simbólico, tan contenido e intenso como doliente y preciso. El territorio sigue siendo conocido. Un mundo rural a punto de desaparecer, donde aún cantan los pájaros, y un paisaje postindustrial y minero, pura negrura, amparan este discurso de tono trágico y apocalíptico basado, sin embargo, en el consuelo». El dolor del hombre solo, habitante de un paisaje de derrotas que ya habían sido expresadas en libros anteriores como Lengua del duelo, puesto ante el único horizonte del acabamiento mientras soporta el peso de la cruel historia de la humanidad, es la línea de fuerza o leit motiv que anima el conjunto de un libro que, con un gran componente reflexivo ―se traslucen las lecturas de muchos de los pensadores europeos últimos―, se las arregla para alzar una dicción en la que el expresionismo encuentra cabida gracias a la emoción.
Una cita de Primo Levi nos da el tono de lo que vamos a encontrar: «El dolor es la única fuerza creada desde la nada, sin costo ni esfuerzo». Los poemas de la primera sección de las cinco que componen Suena la nieve nos llevan al paisaje conocido de Lluveces: una cartografía de la que se ha exiliado la vida, un territorio de sombras y renuncia arrasado por la modernidad, abandonado por el porvenir, que camina hacia el olvido: la perfecta metáfora de la despoblación y el abandono. El lugar de la pérdida, en el que el hombre permanece acaso como melancólico testigo de un vivir en y entre las ruinas. En la segunda sección, el testimonio de ese naufragio vital se transforma en obligación de atrapar esos instantes con la intención de establecer un relato, aunque eso exija «deletrear las sílabas más negras», erigirse en notario del canto de aves en «parques con tristeza» o elevar plegarias desatendidas a un cielo sin nadie. El personaje poemático, que busca una verdad sin absolutos, conoce la dificultad de su tarea: sin fe ni esperanza, persigue un imposible y lo sabe. Como en las pinturas negras de Goya, los versos se inundan de un expresionismo en el que abundan los adjetivos de la desolación.
Este «pesimismo» desemboca en la tiniebla prometida y en la convicción de que la resistencia es íntima, cabe la posibilidad de un milagro que, de llegar, lo hará a través de la belleza que sea posible extraer al sufrimiento desde el borde mismo del abismo. Y en el summum del dolor se adentra la cuarta sección del libro, en el infierno en la tierra a través de «Tríptico de las alambradas»: tres amplios poemas donde se da voz a los horrores del nazismo a través de personajes históricos como el filósofo Emmanuel Lévinas, el fotógrafo Nicolás Muller y el compositor Olivier Messiaen. Mediante la técnica del monólogo dramático, sus testimonios incitan al lector a unas reflexiones en las que no está ausente la honda emoción.
No es casual esta disposición, pues la siguiente sección del poemario se titula «La soledad de los conmovidos» a partir de la transformación una cita de Jan Patocka, el filósofo que habló del «fenómeno del amor de aquellos que nos odian» y que llegó a afirmar que «las cosas por las que eventualmente se sufre son aquellas por las que vale la pena vivir». La «solidaridad» de la frase original, transmutada en soledad, se convierte en una misma pena en unos versos que adoptan cierto aire comunal a la par que abstracto, aproximándose al decir de alguna etapa de Antonio Gamoneda, erigiéndose en altavoz de los desairados y en denuncia del poscapitalismo ávido que no concede otra salida que «el existir con culpa». Hay quien, por ello, los ha catalogado como cercanos a la poesía social, una poesía de denuncia que no se quedaría en lo episódico sino que ahondaría en las razones últimas de esos seres que, en un tiempo sin trabajo ni posibilidad de lucha, son espíritus corroídos por el óxido de una capitulación sin posible revancha. Así parecen subrayarlo los dos últimos y consustanciales versos de Suena la nieve, al decir: «Este es el tema del drama: ignorar / que la derrota es nuestra condición».
Para vivir
Para vivir no bastan las manzanas
de septiembre, el gorrión sin estaciones,
el callar de las gatas, la ternura
de los cardos, el viento del nordés,
el sonido feliz de los recreos,
el respirar pausado de los hijos,
el cómplice temblor de los amantes,
los ojos de derrota en los ancianos.
Para vivir también es necesario
rastrear los caminos no descritos,
deletrear las sílabas más negras,
interpretar los signos del secreto,
pronunciar las plegarias agotadas,
abrazar las ausencias que preceden,
custodiar las vigilias de las madres,
salvar las madrugadas que nos quedan.
¡Qué difícil se nos hace olvidar
los pasos prorrogados
en este corredor hacia la muerte!
La vida ardua
Difícil describir los territorios
donde las nieves huyen de su fin;
difícil explorar los orígenes
de las aguas más turbias y secretas;
difícil sortear los afluentes
de los ríos sin cauce ni caudal;
difícil penetrar en arboledas
donde ya no se escucha la espesura;
difícil otear el vuelo mudo
de los pájaros negros con tormento;
difícil rastrear y cazar bestias
que hibernan sus suicidios en la fronda;
difícil perseguir a los ocultos
que asumen el secreto del naufragio.
Se oscurece lo eterno y su silencio,
porque este tiempo exacto desconoce
a quien busca verdad sin absolutos.
César Iglesias