Cuando Sebas oía a su padre que era un niño espabilao, no sabía si eso era bueno para ir al seminario como su hermano o para cuidar ovejas, como el abuelo.
Lo raro es que su madre tampoco debía saberlo porque siempre repetía:
«¡Ay, ¡qué será de este hijo mío!» o «¿Qué voy a hacer con el pequeño?»
Y cuando decía esto, se le rompía la voz y entones el niño no sabía si lo malo era ser espabilao o ser el pequeño.
Después fue lo de su padre, que tampoco se lo explicaron bien, pero algo oyó Sebas de una vida tan joven atrapada bajo unas traviesas y dedujo que esa vida era la de su padre y que no pudo sacarla de allí, porque nunca volvió a casa. Desde entonces, eliminó de su vocabulario las palabras mina y padre para que su madre no llorase, después quitó hambre, sueño y aburrimiento y terminó por quitarlas todas porque su madre, sumida en la tristeza, ni le escuchaba. Sólo suspiraba, rezaba letanías interminables y escarbaba la lumbre dando respingos como si tuviera frio, hasta que Sebas le advertía que estaba revolviendo ceniza porque la lumbre estaba apagada.
Todo cambió el día que llegó el tío Agustín, enviado por el abuelo, desde el otro valle.
«Dice padre que aquí sola con el niño no pintas nada. Os venís a vivir con nosotros hoy mismo, que desde que falta madre, tú también nos haces buena falta».
Hablaba mientras cargaba bártulos en el carro, que coronó poniendo al chiquillo encima, y lo hacía sólo, porque su hermana ni se molestaba en responder.
Así fue como la primavera y Sebas llegaron juntos a casa del abuelo, en lo alto de un carro. A Anselmo se le cambió la cara al ver llegar a su nieto y Sebas pareció nacer de nuevo cuando aquella mano grande y tosca cogió la suya. Desde entonces, no se separaron ni un momento ni había suficientes horas en el día para explicarle al niño tantas cosas como quería enseñarle. La charla del abuelo fue curando aquel silencio que el niño traía pegado a su pequeña alma, mientras recorrían todo el pueblo, casa por casa presentando orgulloso a su nieto, cuadra por cuadra, dejándole acariciar a los jatos y corderos recién nacidos y huerta por huerta, explicándole que aquellos árboles, cuajados de promesas, estarían plagados de fruta en poco tiempo. Le enseñó dónde nacían las mejores fresas, justo detrás de la iglesia, dónde anidaban las golondrinas, ordeñaba con él sentado en las rodillas y recogían juntos los huevos del gallinero…
«Mirad qué nieto tan espabilao tengo». Decía Anselmo a todo el que quería oírle y Sebas sintió la mayor alegría de su corta vida al oír aquello, porque dicho por el abuelo, significaba que lo de espabilao era bueno. Al niño le gustaba tanto su nueva vida que, al despertar, inspiraba con fuerza desde la cama para comprobar que seguía en casa del abuelo y aquello no era un sueño. Después saltaba de la cama y seguía aquel olor, escaleras abajo, al encuentro de Anselmo que ya le esperaba en la cocina con el plato en la mesa, un cuenco de leche y un cariñoso coscorrón de bienvenida.
También le pareció que su madre estaba renaciendo, a medida que cambiaba los rezos por pucheros y los silencios y suspiros, por un ajetreo continuo. Parecía que se le fueran cayendo las tristezas en sus ires y venires entre la casa, el corral, la huerta y el gallinero y la vida de la casa, muerta con la abuela, iba renaciendo a su paso. A Sebas, sentado en la vieja portalada, le gustaba oír el crujir de la hojarasca bajo sus madreñas, el ronroneo de los conejos al recibir la maleza fresca y el cacareo y revuelo de gallinas, intentando atrapar el centeno esparcido por el suelo, a la voz de “pitas, pitas” de su madre.
Llegaron los días del esquileo, especialmente divertidos para el niño porque el pueblo se convirtió en un continuo bullicio de voces, balidos y tableteo de tijeras que, como por arte de magia, iban dejando calvas a las ovejas. Comieron en cuadrilla en la casa que llamaban de Concejo donde se reunían los vecinos en las tardes de sosiego. No era otra cosa que un local con escaños de madera y una enorme mesa hecha con toscas tablas. Anselmo sentaba al niño al fondo, cerca del fogón, donde cocía en grandes calderetas la machorra que habían matado para la comida del esquileo.
Al griterío del trabajo le siguió el de la comida, regada con abundante vino y la tarde se llenó de historias de pastores y recuerdos bañados en aguardiente. Y al caer la noche las lenguas y las piernas se enredaban y los cánticos ya sustituían a las palabras. Todas las voces del pueblo cantaban a coro, para entusiasmo del pequeño.
“La gala de un mayoral
es tener buenos cencerros,
tener gordas las ovejas
y carrancas en los perros.
Ya se van los pastores a la Extremadura…”
Esta fue la primera canción de las muchas que Anselmo enseñaría a su nieto.
Pero pasado ese día, el pequeño andaba cabizbajo y barruntaba lo peor porque llevaba noches oyendo a su madre y al abuelo discutir en la cocina, sin llegar a entender lo que tramaban. Les oía repetir su nombre, su madre protestaba y el abuelo decía eso de
«No hay más que hablar, está decidido».
Sebas conocía esa frase que Anselmo sólo decía cuando hablaba de cosas importantes.
No tardó muchos días en saber lo que su abuelo había decidido.
Fue una mañana, cuando el sol apenas acechaba entre los chopos de la huerta, cuando su madre le despertó. Sebas nunca había madrugado tanto. Aunque olía a torreznos, su abuelo no le esperaba en la cocina. Enseguida sintió una tristeza extraña que flotaba en el ambiente y presintió que su madre había hecho escala en el silencio, de nuevo. Almorzaron casi sin mediar palabra mientras en el pueblo se oía demasiado ajetreo para lo temprano que era. Al terminar, su madre le puso el pequeño tabardo hecho de piel de oveja, que llevaba noches cosiendo y le colgó un zurrón al hombro.
«¡Qué guapo estás, hijo mío! Venga, espabila que el abuelo te está esperando».
Sebas supo, por fin, a sus seis años, que lo de ser espabilao era bueno para ser pastor, como su abuelo. Y la alegría no le cabía en su pequeño cuerpo.
Cada año, ya entrada la primavera y acabado el esquileo, Anselmo marchaba a un lugar que a Sebas se le antojaba lejano y misterioso. Imaginaba a su abuelo como un personaje de cuento viviendo entre frondosos bosques, luchando con tormentas, lobos y alimañas que acechaban y atacaban al rebaño. El niño deseaba ir a luchar con él y ganar juntos aquellas batallas. Cuando Sebas le preguntaba si tenía miedo, el abuelo sacaba su inseparable navaja, fingía rasgar el aire con ella y decía medio en serio, medio en broma
«Tranquilo, la llevo bien afilada».
Sebas sabía que no era cierto porque aquella navaja era sagrada para él y solo la usaba para tallar madera, aunque fingía creer al abuelo y reía su ocurrencia, aunque con pocas ganas, porque llegado el día tan deseado, Sebas no sabía si estaba más contento o asustado. No tuvo tiempo de saberlo, porque en ese momento llegó el abuelo, cogió el zurrón en el que su hija había metido un pan, medio queso y una ristra de chorizo, colgó la escopeta al hombro y cogiendo la mano del niño, le dijo:
«Tú te vienes conmigo».
Y se alejaron sin mirar atrás, dejando a la madre de Sebas a la puerta de casa, como una pilastra más, santiguándose sin parar y repitiendo entre dientes
«Cuida de este hijo, Dios mío».
«Estas mujeres… todo lo arreglan con rezos». Murmuró Anselmo, a medida que se alejaban de ella. «Tú tranquilo, que pa cuidarte a ti, me basto y me sobro yo».
Esas palabras, la fuerza y el calor de aquella mano que apretaba la suya, fueron suficiente para que el niño se sintiera de repente tan fuerte y hombre como el abuelo.
Salieron del pueblo dejando atrás las chimeneas, por las que se salían jirones de humo perezosos, que parecían despedir a los pastores en nombre de sus dueños.
Los tíos de Sebas iban con ellos porque siempre ayudaban al abuelo a subir y bajar el rebaño a la majada. Anselmo bromeaba, intentando en todo momento animar a su nieto.
«Mira que les he dicho que con un zagal como tú ya no me hacen falta, pero son más necios que la oveja modorra, la que dejamos en la cuadra».
Y Sebas y sus tíos reían a carcajadas.
Cruzaron las eras, subieron el repecho y avanzaron por la orilla del reguero. El estruendo de balidos, cencerros y ladridos junto con los gritos de sus tíos, dirigiendo al rebaño, asustaban al niño por momentos, pero pronto el abuelo hacía algún chascarrillo.
«Mira por donde, este año Trueno tuvo un cachorro. Ese será para ti, que un buen zagal debe tener su propio perro, así que vete pensando qué nombre le ponemos».
Fue un día largo. Cruzaron monte bajo, salieron al valle, subieron la ladera y Sebas no salía de su asombro porque no sabía que el mundo era tan grande. Así llegó, con tan sólo seis años, a la majada que no era otra cosa que un valle y muchos riscos, desde donde se dominaba el mundo entero. Y así conoció el chozo, que no era la cueva que él imaginaba y supo que las ovejas pueden pastar tranquilas por la ladera, sin huir continuamente de osos y lobos con dientes muy largos y afilados, perseguidos por el abuelo, escopeta en mano.
Anselmo preparó un camastro con tanto primor como si fuera un tálamo nupcial, explicando a Sebas cada cosa, tan entusiasmado como si fuera un juego de niños.
«Este camastro es digno de un rey. Tienes más vellones de lana que en el colchón de casa. Y esta manta que te traje, pasó la guerra conmigo, que se la cambié a uno de Palencia por un par de botas». Y se reía él sólo, recordando la historia.
«Después pasé días con más miedo a que el de Palencia me encontrara que a las balas enemigas, porque eran las dos del pie derecho». Ahora Sebas reía con tantas ganas como su abuelo.
«A mí me las colocó un gitano en el mercado, y eso que acababa de echar dos pesetas en el cepillo de la iglesia. Para que veas lo que ayudan los santos…».
Anselmo dedicó aquel día a desempolvar cacharros, hacer provisión de leña y colocar los víveres que la sufrida mula había acarreado. Colgó el candil en la pared, la cuerna de sal en su sitio, el saco de patatas tras la puerta y el vino y aguardiente a mano.
Al caer la tarde, el chozo era un palacio digno de su nieto, mientras sus hijos se habían ocupado de instalar el rebaño en el corral, antes de regresar al pueblo.
Anselmo sabía que la primera noche sería la más complicada para que un crío tan pequeño no se asustara. Le enseñó a ordeñar a una de las cabras que triscaban la maleza junto a la puerta del chozo, traídas para que al niño no le faltara leche ni queso.
«Pronto te enseñaré a hacer cuajada. Ya verás cuántas cosas sabe hacer un pastor, que algunos piensan que sólo somos arrea-ovejas, y de eso nada…»
En el centro del chozo, los troncos crepitaban en la lumbre y las llamas lamían la vieja sartén en la que el abuelo preparaba unas migas y borboteaba la leche para el niño.
«Ni los reyes cenan así de bien, comiendo esto, en cuatro días te harás un hombre».
Anselmo consiguió que aquella primera noche y las siguientes fueran felices. Las migas y las risas se mezclaban en la boca con historias del abuelo, preguntas del niño y aventuras planeadas.
«Ahora vamos a dar un paseo, a ver cómo andan las ovejas y te presento el valle».
Rodearon el corral, dieron la cena a los perros y se fueron sendero arriba agarrados de la mano, hasta lo alto de la loma. Oscurecía cuando Anselmo se sentó con el niño delante, colocado entre sus piernas, de cara a la nada, que para él era el todo y cambió el tono de voz con el que durante todo el día intentó animarlo, por un tono más calmado y serio con un punto de nostalgia. Sebas sintió en el acto que su abuelo en aquel lugar era diferente y aquel fue el momento exacto en que se adentró en su alma, como un adulto no sería capaz de hacerlo.
Anselmo, cobijando la mano del pequeño dentro de la suya, señalaba senderos del otro lado del valle y aseguraba que por allí pasaron los romanos, allí están las ruinas de un castillo, en el cerro, junto al rio y más allá… El brazo del abuelo, llevando consigo el del pequeño, giraba a un lado y a otro, trazando caminos en el aire por los que cabalgaba un tal Pelayo, dirección a Asturias, las merinas llegaban por aquella cañada imaginaria, subían a los puertos de verano y pastaban al cuidado de los pastores, con sus careas y mastines… El valle renacía con su relato y el niño podía imaginarlo con todo detalle, aunque no existiera.
«Bueno, ahora vamos a dormir, que mañana te estrenas como pastor y yo ando un poco cansado, que estas piernas ya no son lo que eran antes».
Sebas ya no le oyó porque hacía rato que se había deslizado sueño abajo, al compás del ronroneo del abuelo. Anselmo había conseguido su propósito y, sonriendo satisfecho, llevó al pequeño al camastro, donde se arroparían mutuamente durante años.
Así conoció Sebas lo que es vivir a ritmo de estaciones, de soles y de lunas, que era lo único que marcaba el tiempo para ellos. También aprendió que el tiempo no se guarda para luego, que debe ser vivido en el momento sin querer adelantarlo ni quedarse rezagado y que es él quien marca el ritmo de la vida.
Fueron muchos despertares juntos y muchos andares por caminos por los que sólo cruzaban el silencio y ellos, rasgando las sombras de los árboles. Disfrutaron muchas tardes de sesteo a la sombra de los riscos o del roble grande, cuando el sol no daba tregua. Muchas noches de luna sentados en la loma, divisando los pueblos y la maraña de caminos que los unían, tan importantes para el abuelo, porque decía Anselmo que la verdadera historia queda escrita en los caminos por los que has andado. También hubo noches de tormenta metidos en el chozo, mientras el viento golpeaba la puerta o entraba por el ventanuco sin pedir permiso. Días de sacrificar una oveja para que el niño tuviera carne y noches de mazar nata en el cuero, para que no le faltara mantequilla. Días y noches de charlas y silencios. De historias, de tallas a navaja y silbidos.
Porque Anselmo, cuando disponía de tiempo, tallaba historias y cucharas al mismo tiempo o hacia alguna pieza del rabel que traía entre manos. Era un experto rabelero sin que nadie le enseñara. Explicaba a Sebas con infinita paciencia todos los secretos, cuidando hasta el más mínimo detalle. Sentaba al niño sobre sus piernas, con su cabecita encajada bajo su barbilla, cogía las manos del pequeño entre las suyas y trabajan a cuatro manos.
«Vamos a hacer juntos un rabel ¿qué te parece?»
El niño reía entusiasmado porque siempre se había sentido inútil y deseaba ser como su hermano. Pero ahora se sentía importante porque el abuelo le creía capaz de todo.
«La madera puede ser roble, pino podrido o raíz de fresno. Lo importante es que pese poco y debemos dejarla bien fina para que tenga buen sonido».
El ritual empezaba cuando Anselmo sacaba la navaja con la empuñadura de madera y filigranas en las cachas, su tesoro más preciado, que llevaba con él más de cuatro décadas. Decía que de la maldita guerra sólo trajo dos cosas valiosas: su propia vida y aquella navaja.
Anselmo cogía una vieja sartén y la usaba de molde para dibujar el rabel en la madera. Después con la azuela, desgastaba el leño que sujetaba con fuerza entre las piernas del pequeño, sobre las que él hacía fuerza con las suyas, lo remataba con la navaja hasta conseguir la forma. A continuación, vaciaba el interior con la navaja cucharera, ante el asombro de Sebas, que se entusiasmaba al sentir aquellas virutas enroscadas salir volando y hacerle cosquillas en la cara. El abuelo recolocaba la mano del pequeño dentro de la suya cada vez que éste la movía, para que acariciara la madera, sin perder contacto, y aprendiera mentalmente sus formas. Le explicaba cómo coger la navaja y rascar el leño, hasta conseguir las virutas que tanto le gustaban. Después pulía la pieza con un trozo de cristal mientras al niño le enseñaba a hacerlo con un puñado de arena.
Así pasaban horas muertas, o vivas y Sebas era el niño más feliz del mundo, aunque también conoció el miedo, la única vez que se quedó solo.
Fue el día que Trueno no regresó a la majada y el abuelo, dándolo por perdido, tuvo que salir en su busca, dejando al niño sólo. Entonces todos los lobos del mundo venían hacia el chozo a buscar su cena, el urogallo asomaba en el ventanuco, el oso arañaba la puerta, el silbido del aire entre los árboles eran todos los caballos del valle, incluido Babieca, que venían al galope y arrasaban la choza… Anselmo regresó a media noche. Abandonó la búsqueda del perro, preocupado por el pequeño y al ver el pánico clavado en sus ojos, lloró por haberlo dejado solo. Nunca más se separó de su nieto.
Al día siguiente encontraron a Trueno trabado entre las zarzas, malherido. El perro nunca volvió a correr como antes, pero siguió siendo el mejor guardián del rebaño. Presentía al oso cuando merodeaba al otro lado del monte y localizaba la esquila de la oveja perdida cuando nadie más la oía. Y tampoco le preocupó demasiado que no corriera porque su hijo, el cachorro de Sebas, lo hacía como un rayo, y así lo bautizaron.
Rayo era el único perro que no estaba permanentemente con el rebaño, no se separaba ni un momento de su dueño y parecía la sombra del niño, como si alguien le hubiera dicho que debía protegerlo. Y también decía el abuelo que Sebas tenía el mismo instinto que el perro, pero mucho mejor oído. Poseía un don especial para la música y silbaba melodías inventadas que Anselmo escuchaba mientras tallaban.
Sebas iba conociendo todos los secretos que la naturaleza esconde porque su abuelo era el mejor libro que existía. La primavera se iba deslizando por las cumbres, asomaba el verano tras los montes y, pasada la paridera, abuelo y nieto tenían menos trabajo. Anselmo dedicaba más tiempo que nunca a enseñar a tallar al pequeño que pronto hizo sus primeros pinitos con la navaja, bajo la atenta mirada de Anselmo, que sonreía satisfecho. Volaron muchas virutas de aquellas cuatro manos, primero juntas, después por separado, durante días y lunas de calor, en la majada. Siguieron haciéndolo en las tardes otoñales a la puerta de casa, cuando el cierzo desnudó los chopos de las vegas y les hizo regresar al pueblo. Y tallaban al calor de la cocina en las noches invernales, cuando la nieve se acostaba entre las casas.
Así pasaron plácidas primaveras y alegres veranos entre riscos, ovejas, balidos y silencios rotos por charlas y silbidos hasta que las melodías de Sebas sustituyeron a las charlas del abuelo y sin darse cuenta, era Anselmo quien admiraba al pequeño.
El hombre no se sorprendió cuando su nieto, con tan solo ocho años, afinó un rabel en menos tiempo que un profesional de aquel oficio. Fue en la peña alta, donde el silencio y la brisa les golpeaban la cara. Los dedos de Sebas se deslizaban por el mástil rompiendo el aire con los más bellos tonos que jamás se oyeran en aquellos montes. A lo lejos, en cualquier resquicio de las montañas, en cualquier pliegue del valle había vacas, ovejas pastando y cabras disfrutando de la melodía del niño.
«Allí tendréis que llevarme». Decía el abuelo señalando su pueblo natal, a la derecha del valle, como si fuera la primera vez que lo decía.
«Un hombre tiene que volver a la tierra que lo parió, si quiere descansar en paz».
Y entonces repetía de nuevo el punto donde se declaró a la abuela, en el pueblo que ahora señalaba y tocaba con la mano, porque él tenía para su nieto una historia al final de cada dedo, de cada camino, de cada día.
«Fue en aquellas huertas que hay detrás de la Iglesia. Allí estaba ella. Era la moza más guapa de la comarca, hasta vista de lejos. Yo iba por aquel sendero…»
Su dedo avanzaba por el aire al mismo ritmo que la historia, siguiendo el trayecto que hizo aquel día, camino de la feria. Se emociona al recordar cómo esperó a que ella saliera al camino y entonces corrió cuesta abajo para hacerse el encontradizo, pero acabó rodando y cayendo de bruces ante ella. Y Anselmo ríe recordando la vergüenza que pasó y cómo mientras tanto, las vacas, que no llegaron a la feria, se metieron en las huertas y destrozaron las berzas del que sería su suegro…
Su vida renacía en cada relato y Sebas había anidado en la calma de su abuelo, en su paz, en sus silencios y en aquellas historias que ya sabía, pero dejaba que repitiera. Anselmo rumiaba desde hacía tiempo que su nieto era un portento. Su admiración era mutua y la complicidad entre ambos era tal, que no concebían la vida el uno sin el otro.
A los doce años, el chico hacía rabeles con la misma maestría que su abuelo. A los quince, nadie le superaba. Revisaba en silencio cada pieza que Sebas terminaba, impresionado por los pequeños detalles del instrumento, mascullando entre dientes: “Pero si esto yo no se lo he enseñado al muy jodío. Este chaval lleva algo adentro”.
El tiempo y las nevadas fueron cubriendo la infancia de Sebas y las sienes de su abuelo. El zurrón de los años le pesaba y el morral de los sueños mucho más, porque en los últimos tiempos había acumulado demasiados. Daba su labor por terminada, su mejor pieza estaba rematada: aquel nieto que había tallado día a día, durante una década.
«Estoy pensando que estoy mayor para volver a la majada y tú, con el éxito que están teniendo tus rabeles… yo creo que tienes la vida asegurada».
Con esa sencillez dio por concluida Anselmo su vida de pastor, para acompañar a su nieto en su vuelo al mundo, desde lo alto de las cumbres. Mientras Sebas rumiaba las palabras del abuelo, Anselmo sin mediar palabra, cogió la mano del chico y depositó en ella su objeto más preciado, su navaja. No se dijeron nada, el abuelo sintió la fuerza con que Sebas apretó la mano, sin saber si era para sentir bien la navaja o para intentar contener, inútilmente, las lágrimas que espantaba a manotazos con la otra mano.
Para entonces, algunas de las piezas de Sebas habían llegado a pueblos lejanos, incluso a la capital y el último invierno en el pueblo ya no fue tan tranquilo como otros. Llegaron curiosos a verlo trabajar. Unos atraídos por la historia que se contaba sobre el prodigioso niño pastor. Decían que de tanto silbar mientras tallaba, las melodías quedaban pegadas en el alma del rabel y después salían a coro con la música. Otros, dedicados al oficio, venían buscando una explicación a aquel sonido tan sublime.
El abuelo se ocupaba de proveer al chico de todo el material necesario, pero sobre todo se encargaba de que cada cosa estuviera escrupulosamente colocada sobre la gran mesa-taller que él mismo había preparado al fondo de la hornera. Comprobaba cada poco que cada objeto estuviera en su lugar exacto. Aquí la madera de pino, después la de fresno, roble o castaño. Allí la raíz de brezo para los puentes, cortada en el cuarto menguante de la luna de enero, como debe ser cortada. Más allá, varas de mimbre para los arcos… Al otro extremo, las pieles curtidas de ovejas viejas para hacer las tapas, trozos de huesos, pieles de culebra, tripas y tendones de alimañas. No podían faltar las cerdas de caballo negro, siempre de macho… y así todo un arsenal de objetos, todos ellos necesarios.
Sebas, trabajaba ajeno a todo, sobre todo a los curiosos que le observaban. Porque hacía tiempo que los hombres se reunían en aquella vieja hornera, primero por curiosidad para verlo trabajar, después porque se sintieron cómodos y un día por otro se les fue olvidando la casa de Concejo, hasta que acabaron haciendo sus placenteras reuniones en la hornera de Anselmo, con Sebas trabajando al fondo.
El joven había cogido su propio estilo. Cada movimiento era como un ritual. Elegía meticulosamente un tronco, lo palpaba, lo olía, lo estudiaba y acariciaba hasta saber bien sus formas. Parecía que el tronco y el chico hablaran entre ellos hasta conocerse mutuamente. Después, lo sujetaba entre sus piernas y empezaba el armazón sin sartén ni medidas como le enseñara su abuelo, porque ya las tenía en su memoria y en sus manos. Y empezaba una fiesta de virutas que salían volando como si la madera fuera mantequilla. Acompañaba cada pasada de navaja con un roce de su mano, acariciando la pieza como si de su amante se tratara. Y se producía un baile de acero, dedos y virutas mientras el rabel, que ya era una finísima y ligera capa de madera de formas ondulantes, temblaba entre sus manos. Después lo pulía hasta que la madera brillaba.
Trabajaba de forma sosegada. A veces, el olor de la madera se mezclaba con el de las castañas que se asaban allá, al fondo de la hornera mientras el ronroneo de la lumbre y el siseo de la navaja se perdían entre los murmullos de los vecinos que charlaban alrededor del fuego.
Terminados la caja y el mástil, hacía la tapa y el clavijero, tallaba las clavijas con formas pintorescas. En ese momento la navaja era la dueña, giraba velozmente en un sentido y otro convirtiendo una pequeñísima pieza en flor, afinaba otras hasta convertirlas en hojas… la madera se rendía ante el acero y se dejaba moldear hasta convertirse en filigranas y arabescos y el rabel, en una obra de arte. Después, Sebas ponía el puente, elegía la vara más flexible para el arco y untaba la cuerda con resina de pino seco…
Cuando tenía todas las piezas terminadas y ordenadas sobre la mesa, montaba el instrumento. Lo hacía extendiendo el brazo sin necesidad de buscar nada porque el abuelo ya había colocado todo en el lugar exacto, de izquierda a derecha, como a Sebas le gustaba. Por último, con el rabel terminado, lo colocaba sobre su pecho y lo afinaba mientras todos los presentes en aquella vieja hornera guardaban un silencio casi religioso.
Y siempre había alguno que no podía evitar aquella expresión entre pregunta y asombro
«¿Pero ¿cómo lo haces?»
«Si yo no hago nada. Son la navaja y la madera las que se entienden». Respondía Sebas. Y lo decía como él hablaba y vivía, con los ojos perdidos en el vacío.
Porque Sebas era ciego.