Una mañana más, salió a la terraza de su ático. Ignoró los altos edificios de ladrillo rojo que rodeaban su propio edificio alto de ladrillo rojo.
Se concentró en la vista que le daba la altura, aunque lejanísima y al bies, sobre la sierra envuelta en nubes grises.
Avanzó hasta la barandilla y limpió alguna mala hierba de las jardineras en las que aún seguían saliendo clavelinas despistadas; empezó a acariciar los brotes incipientes de las begonias blancas que la primavera anterior habían cubierto la gran maceta en la que vivía el callistemon, aún sin sus plumeros rojos; lanzó una mirada triste a los tiestos en los que los geranios habían sucumbido definitivamente al ataque letal de la engañosamente adorable mariposa africana; agradeció a los cactus y a las suculentas su resistencia; regó la hiedra ,que había llegado tarde y no gozaba del privilegio del riego automático. Suspiró y volvió al interior del piso, se quitó las botas, dobló la mochila y la colocó junto con el termo de café en el armario, con el resto de los pertrechos que llevaba en sus salidas al campo.
Miró las estanterías llenas de libros y cuadernos y casi se puso a calcular la cantidad de árboles que -por culpa de su avidez lectora y sus ínfulas de escritor de pacotilla- habían sido talados en alguna selva lejana. Pero esa no era la tarea. Hoy había que limpiar para llenar las horas de encierro y aprovechar el tiempo ordenando y haciendo inventario. Primero los libros… Esta vez, se dijo, los organizaré por colores; ya está bien de orden alfabético de autor. Así que se puso a hacer montones de lomos rojos, azules, amarillos, unos pocos verdes, algunos naranjas, muchos blancos y otros tantos negros; después trasladó el arco iris a las baldas y acabó colocando todos los cachivaches que adornaban la biblioteca: el sombrero que compró para ir a Nápoles y que lo protegió del sol inclemente de Pompeya; la matera regalo de un argentino de Calafate; el tarro con arena del Sahara relleno por cortesía de aquella chica húngara tan simpática; los huevos pintados que en Bucovina le ofreció esa niña que hablaba español gracias a las telenovelas; el juguete de madera de Praga, uno de sus primeros viajes con su mujer…
Lo siguiente, ordenar los diarios de viajes. A medida que sacaba libretas y cuadernos de sus lugares y les pasaba el paño o el plumero, no podía evitar abrirlos y leer algunas páginas. Y sonreía recordando a la japonesa que conoció en Marrakech; y se asombraba porque aún recordaba el pub en el que comieron en Dublín cuando la niña era pequeña y solo quería ir a un parque; y se le escapó una lagrimita al recoger del suelo la flor de azahar seca que había traído de Sevilla, en el último −y casi único− viaje que había hecho con su madre. Cada diario era un trocito de los más preciados de su vida, y guardarlos, cada uno al lado de la guía y del libro de fotos correspondiente, le permitía poder revivir la experiencia cada vez que quisiera. Solo quedaban por ordenar y clasificar los folletos y la información que tenía preparada para sus próximos proyectos: eso fue demasiado para él; no sabe si por superstición, por melancolía o por miedo, no los movió de donde estaban, los apartó sin mirarlos y dejó que el polvo siguiese arropándolos, a la espera…
Bien lavadas las manos, embozada con su pañuelo de estampado de cebra y alerta para dar un paso atrás si se encontraba a un vecino en el portal, se dispuso a salir a comprar el pan, unos tomates y alguna cerveza más. En la esquina de la peluquería se cruzó con una señora que volvía del supermercado con una bolsa medio vacía; ambas mujeres se miraron de reojo y se sonrieron, aunque no se conocían de nada: estamos juntas en esto, decían los labios curvados ligeramente hacia arriba. Una fila de unas pocas personas, separadas entre sí un par de metros, esperaba a la puerta de la tienda a que el vigilante las fuera dejando entrar, de una en una, previa entrega de guantes y/o desinfectante antigérmenes. Casi nadie hablaba; el silencio llenaba el espacio y parecía hacer más densa la barrera entre los pacientes clientes. Llegó su turno y se puso unos guantes; tocando lo menos posible y tardando lo justo para elegir lo que necesitaba, pagó a una cajera que se protegía tras una lámina de un material trasparente que no supo identificar −¿metacrilato, plástico, cristal?− y que limpiaba concienzudamente cada tres usuarios. Salió de la tienda y regresó a casa con la bolsa de la compra más llena de incredulidad que de víveres. Al guardar en la despensa los productos de limpieza, desde el rincón, al lado del aspirador, la maleta fucsia, la que permiten como equipaje de mano –su fiel compañera en tantos vuelos– le hizo una mueca de cremallera a medio cerrar.
Se tumbó en el sofá después de comer, de haber recogido la cocina y de haber sacado del congelador unas hamburguesas para la cena. Ya por la mañana había limpiado la casa, resplandeciente como nunca lo había estado antes, había trabajado desde el ordenador y se había dado una ducha para no dejarse atrapar por la desidia. Encendió la televisión y pulsó rápidamente los botones para huir de los canales en los que la programación era un monográfico sobre la pandemia, los muertos, las mascarillas, los infectados, la alarma y la economía hundiéndose sin remedio. Se había obligado a estar en contacto con la realidad (la misma que se había disfrazado magistralmente de irrealidad justo después del carnaval) lo menos posible, limitándose a escuchar media hora de radio por la mañana. Así que vagó por los programas de decoración y reformas de casas, por los de cocina y los de yoga y pilates, por los de novias que compran vestidos y por los de veterinarios que parecen pasar gran parte de su jornada laboral ayudando a nacer terneros en Minesota; siempre había sido perezoso y poco fiel para las series; tampoco demasiado cinéfilo. Como todos los días, acabó subido en los trenes de países remotos que llegan una semana más tarde del horario previsto.; nadando con ballenas que visitan costas que antes no habían frecuentado; paseando ciudades modernas con barrios antiguos; entrando en templos donde los fieles se rapan el pelo como ofrenda a los dioses, vigilando leones que se acobardan ante una familia de hienas; escalando montañas asombrosas ; cuidando de corales moribundos; subiendo hasta lo alto de rascacielos imposibles . Despegando y aterrizando desde el sofá en mundos ajenos y lejanos a los que se escapaba y de los que le gustaría no tener que volver.
No veía al perro con muchas ganas de salir, pero le dio igual. Era ya de noche, aunque no todavía la hora del último paseo del día, pero desechó la idea de esperar. Llovía, pero no le importó. Le puso el impermeable a Roco y enganchó la correa al collar. Luego, ella se puso el chaquetón negro, cogió llaves y paraguas y puso en marcha el contador de pasos de su reloj inteligente. Perro y ama eran los únicos en una calle fantasmagóricamente desierta: la lluvia a ratos torrencial rebotando en las baldosas, iluminada por la luz amarillenta y temblona de las farolas. Ni un alma. Solo el agua y, de pronto, el motor casi al ralentí de un jeep del ejército que recorría la ciudad muy lentamente, asegurándose de que los ciudadanos escuchaban el mensaje que su megafonía lanzaba a la noche: no salgan de casa. Tiró de la correa del animal y esperó pegada a la fachada en una zona de sombra a que el vehículo oscuro y pesado desapareciera calle abajo. Al cerrar la puerta de casa, después de dejar el paraguas en el fregadero, ir al baño y secar a Roco, miró su reloj y doscientos pasos le hicieron burla desde la pantalla. Otro día más. Otro día menos.
Ahora que salir de casa es un lujo fuera de nuestro alcance.
Ahora que el viaje más largo es llegar a la panadería, o en el peor de los casos, hasta la farmacia.
Ahora que los museos se visitan solo virtualmente.
Ahora que ir al Retiro es tan imposible como pasear por la Amazonia.
Ahora que las maletas solo se pueden llenar de aburrimiento tediosamente rutinario.
Ahora que las reservas para el puente de mayo, para semana Santa y hasta para el verano se tambalean como una torre de naipes levantada en la inestable superficie del dar por garantizado que nuestros planes se podrán llevar a cabo.
Ahora que el acercamiento a la naturaleza se limita a cuidar las plantas del salón y a distraerse mirando al gato (ya sin cascabel, que no estamos para músicas) perseguir su pelota.
Ahora que leer y ver documentales es el único billete al exterior que podemos comprar.
Ahora que la aventura consiste en librarse del ataque del enemigo microscópico que acecha emboscado a la vuelta de la esquina porque no se quedó en otras latitudes, donde no interrumpía nuestras vidas.
Ahora no queda más remedio que contener las ansias de salir, de descubrir y de coleccionar momentos; hay que resignarse a parar el impulso que empuja a cambiar de lugar y de perspectiva; a frenar la necesidad de probar, escuchar y sentir lo diferente.
Ahora no queda otra que embridar nuestro corazón viajero.
Es ahora, también, el tiempo de soltar los miedos, de dejar que se escapen lejos.
Es el tiempo de doblar sueños, estirar esperanzas y desarrugar ilusiones, y preparar de nuevo el equipaje.