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Verdes praderas, tejados rojos

Antonio Manilla

Antonio Manilla

El viaje. Ida Fink.
Báltica Editorial. Precio: 19 €

En el 75 aniversario de la liberación de Auschwitz.

Desde el primer renglón: la palabra “huir”.

La novela El viaje, de la polaca Ida Fink, nacida en una localidad que hoy pertenece a Ucrania, se ambienta en la convulsa Europa de 1942, cuando Polonia estaba ocupada por los nazis. Nos narra las peripecias de dos hermanas judías para eludir caer en las garras del Tercer Reich y cómo, para ello, tendrán que peregrinar a través de media Europa en una ficción que lo único que tiene de ficción es que se nos narra desde un tiempo posterior. Felizmente posterior. Aunque guarda las distancias de la narrativa, como novela autobiográfica, en muchos aspectos se escora hacia una especie de diario de una huida, informándonos así de una buena cantidad de hechos íntimos que no suelen abundar en la literatura del Holocausto o Shoá, que precisamente este 2020 ha tenido un enorme repunte editorial al conmemorarse el 75 aniversario de la liberación de Auschwitz. Y para ese memorial se han editado varios libros en femenino en nuestro país, una decisión muy acertada puesto que la mayor parte de los recuerdos que hemos tenido la oportunidad de conocer eran casi siempre de hombres, desde Imre Kertész a Elie Wiesel o Jorge Semprún. Entre otros, podemos anotar títulos como Ninguno de nosotros volverá, de Charlotte Delbo, o Regreso a Birkenau de Ginette Kolinka.

La obra de Ida Fink, que falleció con noventa años en 2011, no es demasiado extensa, cuatro libros, pero la concisión de su prosa y su capacidad para narrar sin cargar las tintas de adjetivos innecesarios y sí de sugerencias hizo que se la calificase como «la Chéjov del Holocausto». Comenzó a publicar de forma tardía, en la cincuentena, pero es una autora bien traducida y que periódicamente conoce reediciones, como esta de Báltica cuya versión corre a cargo de Elzbieta Bortkiewicz, traductora, entre otros, de Andrzej Stasiuk a nuestra lengua. El original se publicó en 1990.

El viaje nos refiere la historia de supervivencia de dos hermanas judías que emprenden una huida hacia delante, hacia la misma boca del lobo, pues las dos muchachas se proponen, para escapar del gueto polaco de Zbaraz, irse a trabajar a Alemania con un permiso de trabajo falsificado, unos papeles que certifican su origen ario. Tranvías, estaciones y trenes, el medio de locomoción más popular de la época, serán gran parte de los escenarios de esta obligada peregrinación huyendo de la muerte. Los avatares que hallarán en el trayecto, cambiando constantemente de identidad para eludir ser capturadas, incluirán a agentes de la Gestapo, chantajistas y soplones, además de una terrible estancia en un campo de trabajo donde tendrán que fingirse agricultoras. En la convivencia cotidiana aflorarán la solidaridad e insolidaridad de las mujeres que comparten con ellas destino en el «Lander», las diversas estrategias para sobrevivir, las miserias morales a que se ve abocado el ser humano puesto en los extremos.

En una locomotora traqueteante que parte la quietud de la noche ―son abundantes los detalles perceptivos en un texto donde se llega a afirmar «lo sé, pero no lo recuerdo»―, con media herradura y una estrella fugaz, comienza la escapada de las hermanas. Con falsificaciones sobre las que tienen que construir una verdad que les permita salvarse. Nada es muy firme. Tampoco al evocarlo: así es la fragmentariedad de la memoria del horror, que enfoca los acontecimientos centrales y olvida las minucias. Sin embargo, la narración se empeña con insistencia en la afirmación de la veracidad de lo narrado, pese a esa comprensible ausencia de pormenores, hasta que el lector comprende que es así: la memoria solo guarda trazos gruesos de su trato con lo atroz. Acompañamos a los personajes caminando en la noche, durmiendo en bosques durante el día. Sentimos su hambre y padecemos sus pesadillas. Nos pesan sus piernas fatigadas. Resuena en nuestra mente su único objetivo: «Desde el primer día, la palabra huir».

La travesía termina en un pueblo, cercano a la frontera con Francia, de verdes praderas y tejados rojos, al pie de unas suaves colinas. Un buen lugar para dejarse atrapar, agotadas de huir. Al evocarlo desde el futuro, treinta años después, la autora visita la comisaría a la que fueron conducidas, convertida en una escuela. Frente a ese atisbo de luz para la esperanza, habiendo olvidado también la capacidad de llorar, acaso consciente de haber perdido su juventud, todo el cansancio acumulado durante su larga fuga se abate súbitamente sobre ella.

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