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Veinte mil horas de profe de Gimnasia CREAR UN HÁBITO SIN ESTAR PRESENTE Somos máquinas hechas para moverse

Arturo Tendero

Arturo Tendero

El entrenamiento invisible, o llevar una vida ordenada, es el fundamento de la salud y de una buena capacidad de estudio.

Pero, ¿cómo se puede crear el hábito de hacer ejercicio en dos horas semanales, si para crear un hábito hacen falta tres meses de práctica ininterrumpida?

La Educación Física es una materia práctica. No queremos tanto que el alumno memorice cosas, como que las sepa y las realice con su cuerpo. Y cuando hablamos de cosas, nos referimos a acciones que le resulten saludables; por supuesto, practicar ejercicio físico. También ese paquete de costumbres que desde hace muchos años los deportistas de élite conocen como entrenamiento invisible y las personas normales resumimos en llevar una vida ordenada: dormir ocho horas, hacer al menos tres comidas con alimentos naturales y evitar adicciones como el alcohol y el tabaco. Estudiar es importante, pero estos hábitos son aún más importantes, porque estructuran el cuerpo para que otro hábito más valorado, el de estudiar, resulte efectivo.

Muchas veces los alumnos ya vienen con la mayor parte de esos hábitos incorporados desde casa y nuestra tarea de profesores consiste en introducir matices o simplemente en hacerles conscientes de que lo están haciendo bien y animarles a que sigan así. A veces, algunas, tenemos que plantearles que corren el riesgo de excederse en la práctica. Sin embargo, hay un alto porcentaje de alumnos, cada vez mayor, que acuden al centro educativo con tendencias sedentarias y alteraciones en el orden vital, porque duermen poco y se alimentan a base de comida basura, industrial y azucarada.

Sabiendo que crear un hábito requiere un mínimo de 66 días de practicarlo de forma asidua, ¿qué podemos hacer desde nuestras clases, las de una asignatura en la que los vemos dos veces por semana, en sesiones de 55 minutos, casi siempre en la compañía de otros treinta compañeros? Para que duerman y coman como deben, podemos hacer poco, solo decírselo. En lo relativo al ejercicio, podemos hacer más.

Antes que nada, hay que detectar sus costumbres y sus carencias, para lo que basta con preguntarles cuántos días practican ejercicio a la semana, cuántas horas han dormido y si han desayunado esa mañana. A mí me gusta preguntárselo directamente, cara a cara, porque cada curso tengo un mínimo de doscientos alumnos (en la enseñanza pública, sí) y corremos el riesgo de llegar a junio sin haberles oído cómo se expresan y sin que ellos me hayan oído hablarles de persona a persona.

Vale, pero ¿y luego qué? Recitarles lo que está bien y lo que está mal es lo mismo que cantarles una milonga que por un oído les entra y por otro les sale. Mejor es que practiquen, que prueben, que experimenten con actividades que les inciten a socializar, a disfrutar, a competir con los demás y con ellos mismos, a que se planteen retos y que se desahoguen. Al menos, habremos dejado una huella de sensaciones en su memoria corporal y quién sabe si en el futuro la añorarán y volverán a buscarla sin saber ni por qué la buscan.

No podemos acompañarlos por su vida cotidiana, subidos en su oreja como Pepito Grillo, para indicarles el camino correcto. Por eso tenemos que lograr que sean ellos mismos los que se vigilen. La idea de cómo conseguirlo se me ocurrió hace un puñado de años leyendo Educar con inteligencia emocional, de Elias, Tobias y Friedlander (Círculo de lectores, Barcelona, 2000). El plan consiste en proponerles unas metas sencillas, establecer cómo las vamos a valorar, y que firmen un contrato consigo mismos. ¿Cómo? Simplemente rellenando un calendario de los días que practican ejercicio. Lo bauticé como hoja de seguimiento y así sigo llamándolo. No es otra cosa que un adelanto a mano de los recursos tecnológicos que ahora proliferan para guiarnos en la práctica del ejercicio. Yo sigo prefiriendo mi hoja de papel porque la impronta que graba en el inconsciente el rellenado a mano supone una implicación y un grado de compromiso personal mucho mayores que los que puede aportarnos una máquina.

Con abreviaturas, me detallan el tipo de actividad que han realizado cada jornada y el tiempo en minutos. Cada día de práctica semanal vale dos puntos, con lo que para aprobar necesitan ejercitarse una media de tres sesiones, el mínimo de trabajo físico que aconseja la OMS para un adulto (en fin, aquí me he quedado un poco corto; no obstante, prefiero eso que nada). Estamos hablando de trabajo de resistencia porque es la capacidad física más agradecida al entrenamiento, la que más mejora con poco que se haga, la que menos herramientas requiere, porque bastan unas zapatillas y la calle o un parque, o poner música y bailar sin salir de casa. Eso sí, tienen que garantizarse un mínimo de 20 minutos ininterrumpidos sudando, lo que implica mantener las pulsaciones por encima de 120. Pueden comprobarlo tomándose el pulso.

Por si no se les ocurre o no saben qué actividad realizar, les propongo unas prácticas previas sencillas de carrera continua, algún circuito y aerobic. Luego solo tienen que repetirlas por su cuenta. Su queja más habitual, la que no falla: me dicen que no tienen tiempo. Y a veces llevan razón, porque ahora muchísimos chavales realizan por las tardes, fuera del centro educativo, mil tareas de todo tipo, todas dirigidas por adultos, que en la práctica casi siempre prorrogan las seis horas que pasan sentados en las severas mañanas de su adolescencia.

Para contrarrestar el magma sin rendijas de sus actividades, a veces dedicamos un tiempo a que revisen lo que hacen fuera del instituto, sus horarios, si es que los tienen, para que establezcan prioridades. Necesitan al menos dos huecos para el ejercicio, que luego se anotarán en su hoja de seguimiento. Lo que hacen en el instituto también se lo pueden anotar y malo será que en una de las dos clases en las que nos vemos no suden también durante veinte minutos, completando así las tres sesiones semanales válidas en su hoja.

Ah, y, claro, pueden tener la tentación de rellenar la hoja incorporando ejercicios que no han realizado. Para disuadirles, les hago pasar un test de resistencia cada dos meses. De ese modo, los que se entrenan saben si el entrenamiento está funcionando o tienen que reajustarlo. Y los que cumplen con lo establecido, mejoran seguro. Doy fe. Como tienen que incorporar las sesiones cada semana a su rutina durante siete meses, y son ellos mismos los que mantienen el compromiso, hay más posibilidades de que las conviertan en hábitos.

Eso sí, luego en segundo de Bachillerato los perderán, porque la asignatura de Educación Física desaparece y los intransigentes requisitos académicos borran casi todas las huellas del trabajo con el cuerpo. Sin embargo, por debajo del estrés, sigue viva aquella sensación de haber sudado, la añoranza de las endorfinas liberadas, la tendencia inquebrantable hacia el placer, es decir la querencia natural hacia el ejercicio. Porque somos máquinas hechas para moverse.

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