La obra de Van Gogh es un girasol de sangre en el trigal azul de las vanguardias. Una derrota pictórica, en fin.
Y en su derrota, tan trabajada, muestra la tozuda visión de un hipermétrope cuando se rodea de miopes: de fracaso en fracaso hasta la victoria final.
Vincent Van Gogh fue el eterno enamorado, pasajero de féminas, que muere vacío de besos porque los labios pintados lo confunden: no por labios, por tener pintura. Iba para religioso como su padre (ay, los padres), pero se queda en el catecismo de las cosas: un terreno ensangrentado al atardecer, la bota mortal y vacía, los irisados iris, las sillas mal sentadas. Cuando pinta su cuarto, ya pintor maduro, está homenajeando el alto valor de un camastro y una mesita puestos a secar juntos bajo el sol fijador de la historia, él que lo amó tanto en la impronta cegada de sus amarillos espeluznantes.
Estuvo entre impresionistas, leyó a los teóricos del puntillismo y el simbolismo, admiró hasta a los japonistas, sin ser ninguno de ellos. De éstos últimos toma el uso del negro, que da dentera a los impresionistas, prohijados por la luz, y la composición en diagonal: pocas cosas hay en la vida que se le presenten de frente. Van Gogh, zanahorio y huesudo, con su nariz de griego clásico, se va a convertir en uno a costa del nuevo academicismo de las vanguardias, nada académicas. En ocasiones, el que anda más perdido es el que da con la salida del laberinto antes que nadie.
Los reporteros de guerra curtidos les regalan a los novatos una sentencia para ir abriendo boca entre los muertos. Es respecto a las balas: «Si la oyes, es que no es la tuya». Los artistas del último XIX oyeron silbar la que iba para Van Gogh, todos salvo él, y eso que se la había disparado a sí mismo, apuntando al corazón, del que tanto habla en sus cartas. Las más numerosas, las que intercambia con Theo, su hermano y valedor. Entonces no había teléfonos, pero no me imagino tan fructíferos los emails y whatsaps de un Van Gogh contemporáneo, cuando los estudiosos del futuro vengan a buscar entre sus vergüenzas el retrato de una vida. La tecnología planta su huella de luz en todo, y sin sombras no hay dios que se construya una leyenda, sobre todo la del esquivo artista que de todos reniega, si Facebook al completo lo está mirando. Hay que ser muy pudoroso para desvestirse bien, o sea despacio, y Van Gogh no deja ver hasta muy tarde el explosivo que lleva dentro, porque es un pintor tardío. Se rodea de prostitutas, que tienen la habilidad de quitarse la ropa en un plis. Es lo que él tarda en parir la obra más particular de su fin de siglo. Juega un strip poker del óleo, sabedor de que en gayumbos, con una mala mano, sólo se puede acabar en la cama o en el índice onomástico de la historia del arte.
Van Gogh, cosmopolita y solitario, ha estado en Londres, en Amberes, siendo holandés. Sabe que la Europa, el mundo del arte, se concentra en París, pero acude allí y no deja de hacerse el sordo, un sordo selectivo, que no deja el ajenjo pero se queja de no poder costearse modelos para estadías. Su pintura se aclara, por influjo de los impresionistas, pero es muy dado a salirse en las curvas y no tarda en bajarse de todo y de todos para acabar en Arlés. Vacila del norte natal al sur geográfico, pero da la sensación de que se mueve más dentro de sí mismo, como un coche lleno de mandriles parado en mitad de un atasco.
El grueso de su obra lo elabora en cinco años y, en concreto en los del estertor, se le sale la vida en los pinceles y se deja retratado para que sepamos el aspecto tan vital que pueden tener los muertos. En Van Gogh las naturalezas muertas, sin embargo, son probaturas de genio florales, entrenamientos del color y de la línea, y los abandona quebradizos, flotantes, sin las enterezas materiales de un Delacroix o un Rembrandt, a los que tanto admira. O admiró. Porque Van Gogh va lanzado sobre sí mismo, es el coche sin frenos de la pintura europea. No quiere llegar tarde a su suicidio, presentarse vacío de progresos, y eso suele implicar destrozos a lo largo del camino, con crisis de enfermo mental y bronco ruido de personas rotas.
Por eso alberga el sueño de reunir en su casa del sur a un puñado de artistas, con Gaugin en el centro, que a él se le antoja ideólogo y pilar. Pero el único pilar que Gaugin lleva dentro se llama yo, y es de ese ego del que ha ido surtiendo a Van Gogh de sueños que parecían comunes. Van Gogh sólo puede contar con su hermano, pero su hermano no es Gaugin. En las tertulias semanales en casa de su amigo Toulouse-Lautrec, permanece aislado y apenas interviene. Lo consideraban un bicho raro, un extraviado, una especie de bonsái de plástico. «¡Realmente pinta usted como lo haría un loco!», le reprocha Cézanne, que gasta usura con los halagos porque antes de pintor ha sido bancario. Van Gogh ya había roto la amistad con Van Reppard porque le criticó un lienzo. Como en todo jolgorio, siempre hay una voz certera y bajita, que nadie escucha, y es la de Camille Pissarro: «Vincent se volverá loco o nos sobrepasará a todos”.
Gaugin, en su suficiencia, no ve a Van Gogh en su retrovisor, él cree que porque ya lo ha rebasado largamente. Por eso no acude a su funeral, y sólo envía una nota. Poco después le escribe a un amigo: «Examinemos fríamente la situación; tal vez se pueda sacar partido, si somos capaces, de la desgracia de Van Gogh». La relación había pasado al olvido desde el incidente de la oreja amputada, después de una discusión entre ambos en su estudio del sur, donde Gaugin había acudido, como reconoce en una carta, a vivir del dinero que Theo le envía a Vincent y a mejorar su salud. Si uno de los dos acaba sin una oreja es porque al menos el tema de la salud no lo han bordado. Tras el suceso, Van Gogh decide hacer lo que habría hecho cualquiera y se la entrega a una prostituta. En esa mujer pienso yo de vez en cuando, recibiendo el regalo de una oreja. La historia de los presentes peculiares, empezando por el equino de Troya, está plagada de mujeres. Esa mujer somos nosotros y la oreja el fruto sanguinolento, en alegoría violenta, de una obra que se va a quedar goteando ahí para siempre, despojo inmaculado en su gloria. Van Gogh seguirá vivo en la memoria de los hijos porque la estuvo en la de los mayores, que traspasan el amor por su obra como el registro genético de sus enfermedades.