Durante la segunda mitad del siglo XX empezaron a proliferar los estudios sobre la violencia y los regímenes dictatoriales.
La parte oscura del individuo vende más; la otra, la bondadosa, parece estar marginada por la ciencia.
La psicología, desde diferentes perspectivas, elabora teorías sobre los seres humanos e intenta dar respuestas a las preguntas que nos hemos hecho la humanidad durante siglos. Una de sus disciplinas, la psicología social, trata de comprender los procesos psicológicos y las conductas humanas en relación al ambiente en que se desarrollan, es decir, estudia al individuo no como sujeto aislado sino como un ser en su contexto. La psicología social o colectiva observa a la sociedad intentando averiguar cómo ésta afecta a los individuos. Así, busca y se inspira en situaciones históricas y actuales para llevar a cabo sus investigaciones.
Durante la segunda mitad del siglo XX empezaron a proliferar los estudios sobre la violencia y los regímenes dictatoriales. Después de los horrores cometidos en la segunda Guerra Mundial la necesidad de saber acerca de la naturaleza de la maldad humana cobraba mayor interés. En esta época se elaboraron dos importantes experimentos: el experimento de la cárcel de la universidad de Stanford y otro, llevado a cabo en un instituto de Palo Alto California, conocido como “La tercera ola”.
En el primer experimento, el profesor Philip Zimbardo y su equipo reunieron a una serie de jóvenes y les ofrecieron realizar un “juego” sobre la vida en las cárceles, que pretendían que tuviera una duración de dos semanas. A los voluntarios se les separó en dos grupos: unos tendrían el papel de carceleros y los restantes tendrían el rol de prisioneros. Cada individuo fue asignado a cada uno de los grupos aleatoriamente. Pronto, lo que parecía imitar al juego simbólico que realizan los niños, comenzó a volverse más serio y los participantes llevaron hasta el límite los papeles que les habían asignado los investigadores. Al segundo día del experimento, hubo un motín entre los jóvenes prisioneros que fue aplacado duramente por los individuos nombrados carceleros. El clima de violencia comenzó a elevarse de tal manera que el experimento tuvo que suspenderse antes de tiempo.
En la segunda investigación conocida como “La tercera ola”, un profesor de secundaria llamado Ron Jones realizó un experimento social con los estudiantes de su clase. Pretendía demostrar a sus alumnos el poder que tiene el fascismo y evidenciar como éste es capaz de eliminar la libertad individual y hacer aflorar el sentimiento de superioridad en un grupo. Con el lema de «Fuerza mediante la disciplina, fuerza mediante la comunidad, fuerza a través de la acción, fuerza a través del orgullo» manipuló a sus estudiantes, que terminaron completamente absorbidos por la nueva ideología que se había inventado el profesor. Lo que empezó por pequeñas premisas que indicaban cómo debían sentarse, llegó hasta imponer con quiénes debían relacionarse los alumnos.
Esta clase de experimentos nos hace cuestionarnos acerca de dónde deben estar los límites de lo que puede o debe hacerse para demostrar una teoría. En las dos pruebas anteriores, los participantes tuvieron que sufrir en sus propias carnes la crudeza de lo que pretendían demostrar los investigadores. A pesar de que existen comités de ética que protegen a los participantes de los estudios, tanto si son seres humanos como no humanos, que imponen limitaciones a la hora de plantear trabajos donde el sufrimiento es el protagonista, estas restricciones son laxas, y los experimentos sensacionalistas y crueles parecen gustar demasiado a los estudiosos. No hay más que visitar los laboratorios de psicología de alguna universidad para encontrar en ellos ratas o palomas encerradas en jaulas, algunas con catéteres injertados en sus cabezas para inyectarles drogas, para evidenciar como la ciencia sin crueldad parece no ser posible.
Existe una perversión en esta clase de estudios, (incluso podría intuirse en los mismos investigadores que los llevan a cabo) que se interesan tanto por ese lado oscuro del ser humano, que olvidan que hay algo más. Los investigadores plantean hipótesis que no les permiten encontrar nada diferente a lo que en realidad pretenden encontrar: el horror, la maldad y la crueldad. Poco importa la verdad o una realidad más amplia que plantee cuestiones acerca de la dualidad humana, de lo bueno y de lo malo que hay en todos nosotros. La parte oscura de los individuos siempre vende más, y la otra mitad, la parte más bondadosa, parece estar marginada en la ciencia y en la misma sociedad. Los programas de televisión, el cine, las películas, los libros y las noticias diarias nos bombardean continuamente con este lado diabólico del ser humano. Esta información sesgada, a la vez que nos muestra una realidad incompleta, nos conduce a pensar que no hay nada más y la misma sociedad se retroalimenta con esta parcialidad contaminada. La ciencia no está exenta de la influencia del momento histórico en el que se desarrolla. Así, mientras los científicos e investigadores no dejen de plantearse preguntas en consonancia con esta visión reduccionista del ser humano, no llegaremos a tener respuestas diferentes acerca de nuestro propio comportamiento y de nosotros mismos.