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Una canción de arena

Fermín Herrero

Fermín Herrero

Otoño. Ali Smith.
Nórdica. Precio: 19,50 €.

Otoño, de la narradora escocesa, Ali Smith, causa cierto desasosiego, hasta dejar mal cuerpo, debido a ese ejercicio de introspección cruda.

El estilo desenfadado, de una naturalidad rayana con el desparpajo, que despliega Ali Smith, narradora escocesa, de Inverness, que no conocía, aunque ya hace unos años la editorial Nórdica le publicó en nuestro idioma los relatos La historia universal, Gatopardo los de Amor libre y Alfaguara la novela Accidental, me ha recordado, en otro orden, mucho más autoficcional, de cosas, a la irlandesa Edna O´Brien, que se cita hacia la mitad de Otoño, reciente premio Llibreter. Su arranque brutal, sin paliativos: «Era el peor de los tiempos, era el peor de los tiempos» anuncia una escena alucinatoria, no sabemos si real u onírica, en estilo indirecto libre, si bien en el resto de la novela adopta el tradicional narrador omnisciente en tercera persona, con la trama ensamblada mediante saltos temporales, que me ha llevado a la apertura de Muro fantasma de su compañera de generación Sarah Moss. En esas coordenadas se mueve esta novelista que vive en Cambridge, con la cineasta Sarah Wood, y escribe en The Guardian.

Su prosa dúctil, pues se adapta a las diversas escenas que componen la novela, tiene un fondo irónico, casi cáustico, que en ocasiones bordea el humor negro: «Y resulta que, después de todo, la muerte no está tan mal. Muy infravalorada en el mundo occidental contemporáneo». A veces se deja llevar por los devaneos, circunloquios y sueños de la mente de los protagonistas, como si hurgara, escarbase más bien, hozara, vaya, en el «vertedero del yo», por eso causa cierto desasosiego, hasta dejar mal cuerpo, debido a ese ejercicio de introspección cruda, por lo que nos concierne. Y eso que cierra los tres capítulos de la novela con estampas suavemente líricas de los meses de la otoñada. La aparente facilidad de escritura no es óbice para que aquí y allá, una alusión a la narrativa de Thomas Hardy, una digresión sobre la poesía de John Keats, asome la amplia formación de la novelista. Los personajes hablan sobre Sylvia Plath o Dylan Thomas, leen a Dickens, Kafka, Joyce o Huxley.

Ahora bien, si tuviese que destacar algo de Otoño, me quedaría con la configuración de los personajes, sobre todo de la pareja protagonista, aunque en la sociedad de la incomunicación que nos muestra nadie sepa nada de nadie. Elisabeth Demand, «treinta y dos años, profesora asociada con contrato eventual sin horas fijas en una universidad londinense», que une a su precariedad laboral una sensibilidad exacerbada, «diez años viviendo en el mismo piso de alquiler de cuando era estudiante», mordaz y a la vez tierna, aguanta, gracias a su retranca british, hasta el farragoso engorro del elefantismo burocrático en el que estamos inmersos. Forma dúo con Daniel Gluck, prácticamente en ausencia, pues está siempre dormido, «en fase de sueño prolongado», en su lecho, no sabemos si despertará alguna vez, lo mantienen así mediante rehidratación en una selecta residencia de ancianos. Fue su maestro iniciático en la niñez y la adolescencia cuando era vecino suyo, en cierto modo su Pigmalión, le enseñó a la manera peripatética, a cultivar el gusto y la elegancia. Así lo describe, con un cariño entre notarial y poético, en su cama: «parece un senador romano, su noble cabeza dormida, sus ojos cerrados, imperturbable como una estatua, las cejas un simple instante de escarcha».

A cuenta de los estudios de Historia del Arte de la narradora, hace un repaso, en realidad se mete en su piel para rescatarla y reivindicarla, de la figura de Pauline Boty, pintora pop de los sesenta, muerta muy joven a causa de un timoma maligno, injustamente relegada, rebelde y feminista, conocida como «la Bardot de Wimbledon» por su belleza, que iba a la par de su lucidez, aunque no se la reconociesen. Así la retrata Smith: «espíritu libre llega a la tierra dotado de talento y visión para hacer volar por los aires las cosas trágicas que nos suceden, y que se disuelven en el espacio siempre que prestamos atención a la fuerza vital de sus pinturas». Todo un talento, sin duda, también actriz de teatro y televisión, anfitriona y valedora de Bob Dylan en sus incursiones británicas cuando aún era un desconocido. De entre sus cuadros y collages «tan alegres e ingeniosos y tan llenos de colores y yuxtaposiciones inesperadas» se fija en uno dedicado a Christine Keeler, lo que le sirve a su vez para desempolvar a la modelo y cabaretera que se vio envuelta en el caso Profumo.

En un momento dado, Gluck, el coprotagonista en la sombra, le pregunta a la narradora qué clase de mundo piensa inventarse y Elisabeth le contesta taxativa que «es inútil inventarse un mundo cuando ya existe el mundo real. Sólo hay un mundo y la verdad de ese mundo». En consecuencia, con Otoño Smith trata de desvelarnos, y lo consigue, algunas verdades escondidas de la sociedad inglesa actual, que es más o menos como la nuestra en su mendacidad como engrudo para su funcionamiento e igualmente en cuanto a la resistencia a la hora de levantar las alfombras. Entona a través de un argumento harto curioso la canción de esa vida, cuya triste melodía es de arena que se escurre, declinante y caduca, netamente otoñal. Así, como las hojas, las generaciones de los hombres, según dejó establecido en símil inmortal Homero en La Ilíada y ahora nos recuerda con crudeza Smith en la primera novela, publicada originalmente en 2016, de una tetralogía estacional que promete mucho según se vaya traduciendo al español, esperemos.

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