
Páramo editorial. Precio: 12 €
El poeta palentino, Jacob Iglesias, tiene obra escasa pero enjundiosa.
Ovejas negras es el fruto de una de una demorada acumulación de aforismos.
En Diligencias, último tomo de su “novela en marcha”, que hace el número veintidós de gozosa entrega diarística para sus impenitentes y afortunados lectores, Andrés Trapiello desliza, desde la frase hecha que devalúa el oficio perdido de cestero, la siguiente apreciación sobre los aforismos: «Desgraciadamente, quien hace un aforismo, hace ciento”.
No parece sin embargo el caso del poeta palentino, de obra escasa pero enjundiosa, Jacob Iglesias. Sus apotegmas de Ovejas negras no dan nunca la impresión de haberle salido como churros, más bien, al contrario, son fruto, como se dice en la contraportada, de una demorada acumulación. Claro que el escritor leonés anota antes que los aforismos que hablan de aforismos –suerte que también practica Iglesias, sin ir más lejos en la primera entrada, de la que deriva el título: “El aforismo tiene algo de oveja descarriada. Y reunidos los aforismos en libro, algo de rebaño de ovejas negras”– son “como esas pescadillas llamadas de rosca o rabiosas, que se muerden la cola”.
También dice Trapiello que “los aforismos gustan sobre todo a los coleccionistas de aforismos, como los sellos les gustan sobre todo a los coleccionistas de sellos. En general el aforismo, como los sellos, compromete a poco, va pasando uno las hojas del álbum y dice, ah, sí, muy bonito”. No ha sido mi caso con Ovejas negras, y eso que, pese a la afición juvenil a los moralistas dieciochescos, últimamente, por su proliferación, me resultan cansinos los libros aforísticos, sin llegar al hartazgo de los de jaikus. A pesar de todas estas prevenciones, me he encontrado con poco más de cien páginas muy bien cernidas, sin desperdicio, que mantienen el nivel del principio al final.
Simplemente los cuatro sintagmas que clava como oxímoron –en Diligencias, por cierto, se aporta un pariente directo: “vida literaria”–: “sabiduría popular”, “masa crítica”, “rigor periodístico” y “vida social”, bastarían para acreditar la solvencia del libro. Como botón de muestra espigo algunos otros aforismos: sobre los tiempos de miseria hölderliniana que vivimos (“primero nos engañaron con el éxito, ahora con la felicidad”, “no está lejano el día en que las obviedades serán oídas casi como revelaciones”), cuasi greguerías (“cuando los árboles se desnudan se les pone cara de estatua”, “las golondrinas son murciélagos con alzacuello”), metaliterarios (“leer es a menudo nuestra única ocasión de mantener una conversación inteligente”, “desconfía de la literatura en la que sólo hay palabras”), juegos de palabras (“te aburre para así no tener que aburrirse”), un epitafio, triste (“nunca hizo mal a nadie”), paralelismos que engendran antítesis, con frecuencia metafísicas (“todos nacemos puntuales, todos morimos a destiempo”), directamente poéticos (“aletean las hojas en las ramas sin saber que su único vuelo será el de su caída”, “qué libro inagotable serían las memorias de un banco de parque”) o mis favoritos, aquellos en los que percibo una mirada distante, esquinada, esclarecedora, sobre los míseros asuntillos de los hombres, de todos nosotros (“compadecemos a quienes sufren, pero desde lejos, por si acaso”, “pocas cosas más temibles que la numerosa legión de los entusiastas”).
Como puede deducirse de lo anterior, la variedad es la nota característica del volumen. El propio autor declara que se asemeja a un cosero de nuestras abuelas: “esos envases de hojalata donde antaño se guardaban, junto a los utensilios de costura, una confusión de botones, retales, carretes de hilo y otros objetos de utilidad desconocida”. El editor lo tilda de “mezcolanza de ocurrencias, cavilaciones y retales poéticos” agavillados “sin más propósito que el de asombrar, desconcertar, tal vez molestar”. Sin duda un rasgo de humildad, en cuanto a las intenciones, que se agradece; pero a mi juicio las sentencias van más allá: ante su pertinencia y precisión generalizadas, no cabe por mi parte sino quitarse el cráneo, como diría el lazarillo del estrellado, porque, aunque Iglesias arguya también que el encanto de los libros de aforismos reside en la presencia aleatoria de hallazgos y ocurrencias, de grano y paja, creo que él ha debido de aventar antes y sólo nos ha dejado, para nuestro disfrute y provecho, lo que tiene peso neto.