“Desde lo alto del volcán se les apareció el valle verde de México, toda la laguna, y las torres y pueblos blancos que están en ella, y la gran Tenochtitlan.”
“No creo que haya en el mundo vista más hermosa”
En 1953 Edmund Hillary escaló con el sherpa Tenzing Norgay el Everest “porque estaba allí”, según dijo después a los periodistas. Hace casi cinco siglos, en octubre de 1519, un capitán de Hernán Cortés subió hasta la boca del nevado Popocatépetl por lo mismo, por la “codicia de ver qué cosa era” aquel monte de 5.426 metros de altura que había estallado con furia desconocida.
Cortés y sus cuatrocientos hombres descansaban en Tlaxcala del trabajoso viaje desde Veracruz y las refriegas contra el ejército de Xicoténcatl el Mozo, a la espera de que Moctezuma autorizase su ida a la gran Tenochtitlan. Veían con asombro el “grande bulto de humo que subía tan derecho como una vela, y con tanta fuerza que ni el viento lo podía torcer”. La mole del volcán echaba fuego “más de lo que solía echar”, según los tlaxcaltecas. El capitán Diego de Ordás (1480-1532), natural del reino de Leó —de Castroverde, hoy provincia de Zamora—, demandó licencia para subir a la cima y ver qué era aquello.
—Os la doy de buen grado —respondió Cortés—. Más aún, os lo ordeno. Llevaos a los indios que preciséis.
Que un teul —un extranjero barbudo, medio dios medio demonio—, alcanzase la cima era para Cortés muy oportuno. Reforzaba su prestigio guerrero, engrandecía su figura ante Moctezuma y demostraba una vez más a tlaxcaltecas y aztecas la superioridad de los conquistadores, no solo en armas —espadas y lanzas de hierro, escopetas, atronadores falconetes y temibles caballos—, sino en valentía… y protección divina. El volcán infundía miedo y sagrado respeto a los indios. Llegar hasta su cima era una prueba de que el dios de los españoles era el verdadero y no aquellos ídolos monstruosos que adoraban.

Ordás emprendió la ascensión al “monte que siempre humea” (“Popocatépetl”, en lengua náhuatl) con dos compañeros y una decena de indios de Huaxocingo. “Os guiamos hasta los “cúes”, pero no pasaremos más arriba”, le advirtieron. El camino era áspero y a media subida el volcán comenzó a echar grandes llamaradas de fuego, y piedrezuelas medio quemadas, y mucha ceniza, y a temblar la montaña y aún estremecerse toda la sierra. Los montañeros tuvieron que cobijarse bajo una roca, hasta que una hora después pasó la llamarada, pero llegados a donde estaban los templos, los indios se negaron a subir.
¿Hicieron cumbre los españoles? Según Cortés no pudieron “a causa de la mucha nieve y de muchos torbellinos de ceniza… y por la gran frialdad que arriba hacía, pero llegaron muy cerca de lo alto”. Sin embargo, Bernal Díaz del Castillo, que se tiene por el único cronista “verdadero” de la conquista de México, oyó decir al propio Ordás que “subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha como un cuarto de legua…” En el fondo del cráter retumbaba el ruido, y como subía el humo y muchísimo calor, dieron pronto la vuelta y bajaron por las mismas pisadas para no perderse.
Ordás contó su peligroso viaje, “gozoso y admirado” de lo que había visto. El premio de su temeraria aventura fue ver desde la cumbre el valle de México, “toda la laguna, y los pueblos blancos que están en ella, con sus torres, y la gran ciudad de Tenochtitlan”. Unas semanas el ejército de Cortés disfrutó del mismo panorama en el paso de la sierra, entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. “No creo que haya en el mundo vista más hermosa”, escribió Bernal Díaz. Pero, pero aún les esperaba una maravilla mayor. El 8 de noviembre de 1519 Cortés entraba en México. A todos les pareció estar soñando, o que veían “cosas de encantamiento, como las que se cuentan en los libros de Amadís”.
El reto de vencer a la naturaleza hostil y contemplar desde la cumbre el paisaje parecen ser el premio del montañero: un placer breve, visual e íntimo.

. Ordás amplió la recompensa con la vanidad de un escudo de armas que obtuvo del rey. El blasón lleva cimera y en la partición izquierda del campo figura un volcán escupiendo fuego. Meses después, tras el desbarate de la Noche Triste en la que murieron —según Gómara— 450 españoles, 4.000 indios amigos, 46 caballos y todos los prisioneros, los soldados Montano, Larios y Mesa subieron con unos cuantos tamemes al Popocatepétl y bajaron al cráter para recoger mineral de azufre con el que hacer pólvora para un ejército desabastecido.
Bernal Díaz del Castillo nombra a Ordás decenas veces en su libro. Lo tiene por hombre entendido, esforzado y leal. “Era capitán de soldados de espada y rodela, pero no de a caballo”, porque “su yegua rucia, machorra y pasadera corría poco” y no valía mucho en las batallas. Su retrato es preciso: “membrudo, e de buena estatura, e tenía el rostro robusto, e la barba algo prieta… e era algo tartajoso, e franco e de buena conversación.”
El 23 de junio de 1531 Ordás inició la remontada del río Orinoco en busca del El Dorado. Esta vez no fue una aventura de montañero curioso y solitario, sino épica, codiciosa y al mando de un formidable ejército de unos 350 hombres, 23 caballos y mucho armamento.