Vivo en el cuarto piso de un edificio inteligente de diez plantas situado a las afueras de la gran ciudad; en cada planta hay cuatro mini-pisos.
Tanto para pasar al edificio como para llegar al apartamento minúsculo utilizo una tarjeta magnética. Toda la zona está controlada por cámaras de máxima seguridad. Entro en el apartamento, doy dos pasos y a la derecha está el baño, al fondo el dormitorio, me giro a la izquierda y se encuentra la cocina americana y una salita, con una mesa, un ordenador y una mesilla pegada a la pared con dos sillas. Frente al televisor, al lado de la ventana, que da a un patio interior, hay un sofá donde a veces me siento para revisar el trabajo.
El Instituto de investigación se encuentra a dos manzanas de mi casa. Un bloque rectangular de tres plantas, con una inmensa parcela a la entrada con césped donde está la caseta del guardia de seguridad. Para acceder al departamento donde ahora estoy trabajando paso mi tarjeta magnética codificada junto a mis compañeros, todos investigadores de diferentes especialidades: Genética, Biología Molecular y Biotecnología.
Agnieska y yo trabajamos con el investigador principal en el departamento de Genética. Al principio me sentía feliz y todo parecía marchar viento en popa, el trabajo, mis compañeros, pero al cabo de unos meses fuimos observando cómo iban desapareciendo algunos conocidos con los que coincidíamos por los pasillos, en los descansos, y eran sustituidos por otros. A uno de ellos, de carácter afable y tranquilo, el día que le comunicaron el despido le dio un ataque de nervios, cogió una silla y arremetió contra el mobiliario y los ordenadores. La pregunta que deberían hacerse quienes piensan que se trata de un acto voluntario es: ¿por qué querría este chico tirar a la basura tanto esfuerzo?
Empezamos a tener miedo. Nuestras investigaciones con los ratones del laboratorio habían progresado, pero el contrato, de seis meses, renovable, estábamos en el tercer mes, nos creaba un estado de ansiedad que intentábamos mitigar entre el trabajo y las charlas amistosas, y aunque todo eran sonrisas y buenas palabras sabíamos que podíamos encontrarnos con la soga al cuello, al borde del abismo, tal y como les había sucedido a otros.
Nos había costado gran esfuerzo conseguir el contrato, confiábamos en nosotras, estábamos preparadas, así que, aunque lo comentábamos a veces, prescindimos de pensar en los contratos para que no nos afectase en nuestro rendimiento diario. Teníamos escaso acceso a toda la documentación, sólo lo suficiente, lo justo para hacer algún extracto, resumen, y pasárselo después al investigador principal. Así que lo que comenzó siendo ilusionante para ambas empezaba a convertirse en una cadena de obstáculos donde hacíamos las veces de secretarias, auxiliares y recaderas.
Dado el escaso trabajo que teníamos y que las veces que acudíamos al laboratorio con los ratones estábamos poco tiempo manejando los microscopios, mi compañera de madre polaca y yo decimos investigar por nuestra cuenta, haciendo nuestro trabajo, tal y como se esperaba de nosotras, y guardando el resto de lo que nos fuéramos encontrando. Pero esto lógicamente lo sabíamos sólo nosotras, que como dos cómplices acudíamos diariamente al Instituto de Investigación y estudiábamos en casa quitándole horas al sueño.
Sabíamos que estaban trabajando en el gen causante de la enfermedad de Alzheimer, de sus progresos, aunque tardarían algún tiempo en dar las claves, sabíamos que al Instituto le interesaba alargar la situación por la cuantiosa subvención que habían obtenido después de años, conocíamos los últimos avances científicos de los genetistas expertos que habían ayudado a otras disciplinas además de la Medicina, Criminología o la Ingeniería Genética, que la gran revolución había empezado hacía unos años, que seguiría a la velocidad del vértigo, y que, con suerte, quizás pudiéramos vislumbrar las primeras luces de un cambio de era definitivo.
El primer día del cuarto mes me levanté, como de costumbre, temprano. Al llegar al trabajo no estaba Agnieska. El investigador principal nos comunicó que los de arriba habían decidido prescindir de sus servicios. No entendía nada.
-Como os llevabais bien, -me dijo mi superior-, al salir del trabajo, puedes pasar por su apartamento y dejarlo en orden, por si se le ha olvidado algo y tenemos que enviárselo. Y me entregó las llaves.
No podía creer lo que estaba pasando.
Planta primera, letra D.
Con la tarjeta magnética me marché con la cara desencajada. Empecé a caminar sin rumbo de un lado a otro de la ciudad, sin saber qué hacer, a quién contárselo, si llamar a mi familia o no. Mi cabeza giraba como una noria. Me senté en el primer banco que encontré, pálida como un muerto, respirando a fondo e intentando sobreponerme.
Al cabo de dos horas estaba en mi mini-apartamento, agotada. Me acosté en la cama y al despertar eran las nueve de la noche; había perdido por completo la noción del tiempo. Me levanté torpe, me lavé la cara, entré en la cocina a beber un vaso enorme de agua y vi de nuevo la tarjeta de Agnieska sobre la mesilla.
No me sorprendió que nuestro superior tuviese las llaves, pues el bloque de viviendas dependía del Instituto de Investigación, pero sí la celeridad del despido, su tono al hablarme, y el final rotundo de sus palabras, la expresión de su cara.
Planta primera, letra D.
Cogí la tarjeta y bajé por las escaleras despacio, confusa, hasta llegar a la primera planta. Abrí la puerta de su mini-apartamento. Todo estaba vacío, en orden, limpio, sentía como si un fantasma me estuviese vigilando desde algún rincón, su presencia. Lo revisé todo varias veces, el armario, vacío, los cajones vacíos, todo vacío. Encendí su ordenador, tenía su clave, también vacío. Ni una señal, ni una nota, ni un mensaje. Nada.
Volví a mirar de nuevo todos los cajones de la mesa del ordenador y en el último encontré un sobre abierto dirigido a mí. ¿Por qué estaba abierto…? ¿Quién o quiénes lo habían leído antes…? ¿Qué había dentro…?
Saqué con cuidado los folios y empecé a leer…
Amiga mía, aquí te dejo el resultado de nuestro trabajo. No te preocupes por el sobre. Abierto o cerrado lo leerían igual. Todo está bajo control. He añadido las observaciones que hicimos al hablar con otros especialistas. Un fuerte abrazo, Agnieska.
Las mutaciones genéticas pueden tardar quinientos años en manifestarse biológicamente, pero: ¿quién nos dice que no se estén produciendo ahora mismo auténticas transformaciones en nuestro cerebro, que lleven años produciéndose y que no seamos conscientes de ello…? La felicidad, espìritualidad, sexualidad, rasgos físicos, el carácter del individuo vienen determinados por los genes, y esto lo sabe la comunidad científica y se ha ido divulgando desde hace años hasta hacerse conocimiento mayoritario. Ahora bien, en cada generación hay una mutación de uno o dos genes.
Lo que en principio parecía una minucia, dado el cúmulo inmenso que existe en la cadena del genoma humano, tal y como fuimos sospechando en nuestras investigaciones, terminó siendo la idea central de nuestro descubrimiento.
El implante de los electrodos en el cerebro de aquellas ratas y el estudio de su comportamiento confirmó nuestras sospechas. Al acercarse a los barrotes de la jaula y recibir una descarga las ratas escapaban hacia el centro, pero siempre había una o dos que no sólo no se movían del sitio sino que atacaban a las otras ratas hasta matarlas. Fue monstruoso ver el espectáculo la primera vez.
Descubrimos que el electrodo de esas dos ratas afectaba a una parte del cerebro cuyo núcleo liberaba una sustancia similar a la del gen de la agresividad, pero infinitamente más dañina, llamada Noemphaty, que al ser liberada producía en la rata un estado placentero tal que sólo conseguía aniquilando al resto de su especie. El Gen XZ, que así lo llamamos, causante de las psicopatías y su proliferación de generación en generación, psicópatas amables, educados, psicópatas que no han sido analizados todavía para corregir la monstruosidad.
En cada generación humana se pierden uno o dos genes y la mutación ha producido este Gen XZ que hemos descubierto nosotras, y que, aplicando la sustancia D4 al mismo, para corregir la aberración, cambiaría muchas vidas.
Levanté la cabeza de los folios y respiré a fondo.
Sabía que me estaban vigilando a través de la cámara de la lámpara que había visto en la cocina.
¿Qué está haciendo la cretina? Le preguntaba el investigador a Agnieska.
–¡Quite, ande, quite…! ¡Déjeme a mí!
Desde el primer momento había calado a mis compañeros con rayos láser y sabía que iban a jugármela. La investigación, el descubrimiento, de las dos, decía, qué gracia, era mío. Sabía que querían hacerse con mi trabajo y echarme a la calle como habían hecho con otros compañeros, así que me adelanté, en esta ocasión con suerte. Le mandé el trabajo a Diana Hamer, Universidad de Columbia, se lo expliqué todo, registramos mi descubrimiento y en septiembre estaré lejos, trabajando en su equipo.
Guardé el sobre en el bolsillo y me dirigí a mi apartamento. A la mañana siguiente le comuniqué al investigador jefe que no había encontrado nada, y que estando encantada trabajando con ellos me iría ese mismo día por razones familiares. Y así fue.