Vía Toledo es una de las calles más importantes de Nápoles, junto con Spaccanapoli y Tribunali, dos de los tres decumanos del urbanismo en la época griega.
Es una de sus columnas vertebrales, si tal término fuera aplicable a una ciudad imposible de imaginar estructurada o cohesionada ni en el más prodigioso ejercicio de imaginación.
En poco más de un kilómetro -una buena parte peatonal-, atraviesa de norte a sur una ciudad que en su día fue nueva (Nea- polis) y ahora es decadente, caótica y única.
De ella dice la protagonista de la saga de Elena Ferrante, “L´amica geniale”:
“No hay ninguna otra ciudad que ofrezca tanto ruido y tanto clamoroso silencio como Nápoles.”
Y tomando como referencia Vía Toledo, que debe su nombre al virrey Pedro Álvarez, sin apenas perder de vista sus palacios suntuosos de pórticos monumentales, sus iglesias y sus tiendas, se puede ir saltando a la pata coja en una rayuela de casillas ruidosas y -casi- silenciosas, alternando entre bullicio y calma, entre orden y alboroto.

Piazza Dante marca el comienzo de la calle, pero antes de comenzar a recorrerla es posible acercarse al Funicular de Montesanto y subir a la Certosa de San Martino – Castel St Elmo. Dando la espalda al castillo se contempla la ciudad deslizándose colina abajo con sus miles de tejados, sus decenas de cúpulas, sus calles desordenadas y abigarradas; el tono pardo claro de los edificios, uniformemente extendido hasta el golfo… La vista sobre el puerto, las islas – llamadas “de los dioses”- y el mar es magnífica y plácida. Nápoles parece tan dormida como el imponente volcán que la enriquece, vigila y amenaza desde la distancia y en silencio.
La Pedamentina de San Martino, una escalera de más de 400 peldaños, enlaza con la Scala Montesanto, y lleva hasta el genuino mercado de Pignaseca. Los puestos de pescado vivo, los de dulces y los de jabones, los de ropa y los de cafeteras napolitanas. Revuelo de vendedores, compradores y curiosos. Caos dentro del caos. Ruido dentro del ruido.
De nuevo en Toledo, cruzando la calle y a unos pocos cientos de metros, dos recintos religiosos vuelven a ofrecer sosiego. El Claustro de la Chiesa de Santa Chiara y el Museo Capella San Severo. El primero, con sus azulejos brillantes y alegres, sus pérgolas y jardines; el segundo, una capilla concebida por un noble del siglo XVIII como panteón familiar y que guarda dos piezas que destacan entre su barroca decoración. Una, la más conocida, el famoso Cristo Velado. Una obra maestra de la escultura, tallada en una sola pieza con una maestría tal que convierte el mármol en un velo transparente sobre la figura del yacente. En un ejemplo perfecto de injusticia, el autor no ha pasado a la historia; Giuseppe Sanmartino es su nombre. La segunda atracción son las llamadas Máquinas Anatómicas; son dos figuras, una masculina y otra femenina que contienen todo el sistema circulatorio humano; no se sabe cómo están hechas: disecación, inyección de algún líquido alquímico que inventó el noble masónico en cuestión, cera de abeja… el hecho es que son realmente curiosas y únicas en el mundo. No aptas para espíritus sensibles.
Otra vez entre gente que mira escaparates, motos que cruzan y coches que tocan el claxon, en el número 111 de Vía Toledo, la heladería Mennella es una oportunidad que hay que aprovechar para comprar una porción de perfección hecha helado.
Pocos sospechan que bajo las calles ruidosas y anárquicas se esconde otro Nápoles. En la línea 1 de metro todo está nuevo, limpio, reluciente… un sorprendente contraste con el exterior. La estación Toledo ha sido catalogada como la más bella del mundo y no es una exageración. Traspasar el torno es sumergirse en un océano profundo. Flotar sin necesidad de contener la respiración en el agua, hecha de millones de azulejos, que fluye por paredes y techos hasta verterse en lo que parece una sima marina desafiando las leyes de la física; el sonido también se ve amortiguado y la calma es dueña y señora de este espacio, medio submarino, medio subterráneo.
Inexplicablemente, los napolitanos parecen preferir la superficie; no se encuentran vagones ni pasillos atestados de viajeros, y desplazarse por estas escaleras y andenes es un lujo que solo cuesta el euro de un billete. Seguir viajando a través de las estaciones Dante, Universitá, Garibaldi , Materdei… es realmente visitar un museo de arte moderno.

Fuera, enfrente de la boca de metro, esperan los Quartieri Spagnoli , herencia borbónica y hoy el barrio más popular de Nápoles. Otro mundo. Y no el más ordenado de los mundos. Es aquí donde se encuentra, multiplicado por mil, el arquetipo de una calle napolitana como dios manda. A saber: basura por todas partes, pintadas en paredes y puertas, altares por doquier (con velas, sin velas, con fotos, sin fotos, con virgen, con santo…), ropa colgada en las fachadas, sillas en medio de la calzada y/ o de la acera, pasos de peatones invisibles para motos y coches, adoquines levantados…

Un enrejado de paralelas y perpendiculares disfrazado de zoco negruzco e intimidante. Las nonnas y las nietas se asoman a los balcones, de los que penden cuerdas con cubos atados en un extremo para ahorrar esfuerzos a la hora de subir la compra a casa. Un chico atiza con un secador de pelo el fuego de una barbacoa para asar mazorcas de maíz; un coche está aparcado como si nada, pese a tener un palé empotrado en la luna delantera; un niño con chupete en el regazo de su padre pilota una moto a toda pastilla ,detrás tranquilamente sentados la madre y el hijo mayor; otros cientos de motos se esquivan unas a otras y perdonando la vida de los osados peatones; tendederos desplegados en la acera a la espera de un improbable rayo de sol; señoras charlan a voz en grito y familias enteras hacen corrillos ocupando el ancho de la calle aprovechando que ésta tiene escaleras y no pueden pasar coches… o sí. Un mural enorme ocupa la fachada de un edificio de cuatro plantas con la imagen del dios Maradona; hay quien busca el altar donde se le venera y se guarda como reliquia una de sus lágrimas derramada como jugador del Nápoles.

Salir a Vía Toledo es tomar aire y darse un respiro, pasar de los oscuros callejones a la magnífica Galleria Umberto I, una estructura de hierro y vidrio que configura un concurrido y animado pasaje comercial y de ocio de arquitectura espectacular.
La calle termina y con ella el juego.

En la casilla final, el histórico Caffè Gambrinus invita al reposo.
Tan elegante y refinado. Tan bonito. Tan tranquilo. Tan parisino. En el precio también. Pero merece la pena sentarse en una de sus mesas cerca de la ventana para disfrutar de un espresso y de la vista de la Piazza Plebiscito, armónica, grandiosa y serena; la tenue iluminación se mezcla con el atardecer y se refleja en su empedrado.
Y así, desde Toledo y sus aledaños, Nápoles sorprende y atrapa.
De los que llegan hasta aquí, un número elevado de visitantes se quedan en Pompeya, suben al Vesubio o desembarcan en Capri; no llegan a pisar esta ciudad, mucho menos turística, y por ello mucho más real que otras en Italia. A Nápoles no le importa. Así puede seguir siendo ella misma. Viva y misteriosa, vibrante y oscura, inquietante y alegre, callada y escandalosa. Exagerada.
Napoli è così.
