
Editorial Gatopardo. Precio: 21,90 €.
Gorokhova retrata lo mucho y feo de la sórdida realidad de la URSS durante la década de los sesenta y los setenta del siglo pasado.
El libro es una remembranza de su vida hasta que consiguió emigrar a Estados Unidos.
Por suerte, para entender el horror inoculado por una ideología aniquiladora del ser humano, se han traducido últimamente al español libros que dejan constancia del terror imperante durante el período estalinista, pero pocos, que yo sepa, de la época posterior de asentamiento y esclerotización del comunismo. De ahí el valor e importancia de Un montón de migajas de Elena Gorokhova ―narradora nata, no es de extrañar que con posterioridad haya publicado, al parecer, un segundo libro de memorias, Russian tattoo―, un testimonio de los años grises, bien cementados, de la dictadura burocrática soviética; de todo lo cotidiano de aquel tiempo, que ya dejara dicho con su pluma de lince Quevedo que es «mucho y feo», en cualquier circunstancia, no digamos en la sórdida realidad de la URSS durante las décadas de los sesenta y los setenta del siglo pasado, que Gorokhova caracteriza en lo social con la preponderancia de la hipocresía y del cinismo, del arte del fingimiento continuo, de hacer la vista gorda, de sobrevivir secando setas en ristras o haciendo mermelada de cualquier tipo de baya, de buscarse la vida siempre a través de influencias, recomendaciones y demás ―por desgracia, esto valdría, y vale, aunque allí aumentado hasta extremos absolutos, a cualquiera de los dos lados del Telón de Acero―. Todo ello aderezado con detalles escabrosos, como cuando durante la enfermedad de su padre, su madre llevaba la sopa casera al hospital porque «las enfermeras y los camilleros roban la comida de los pacientes».
El libro es una remembranza lineal de su vida hasta que consiguió emigrar a Estados Unidos gracias a un matrimonio medio de conveniencia, resuelto después en divorcio, con un epílogo donde puntea sus avatares posteriores y los de su familia en Norteamérica. Hermosa es ya la evocación en crudo de sus orígenes, enfocados en la figura crucial de su madre, todo un personaje, que desearía haber nacido en San Petersburgo, «en el mundo de Pushkin y de los zares» con ese glamour y refinamiento de las «cúpulas de nácar» y «los puentes majestuosos» y sin embargo lo hizo, tres años antes de la proclamación de la Unión Soviética, en Ivanovo, «un lugar donde la gente lame los platos», en la Rusia Central, donde las gallinas vivían en la cocina y se guardaba un cerdo para la matanza bajo las escaleras. La retrata, dándole vueltas con el cucharón a una olla de borscht, como «un reflejo de mi patria: autoritaria, protectora y difícil de abandonar». Más adelante, se presenta como prototipo de las mujeres soviéticas, que al igual que en España las esclavas domésticas de posguerra, sostuvieron y levantaron el país. Un viajero que abjura de las detestables, enojosas y tristes colas, lo que evidencia que las hará, al ser inevitables para subsistir, su esposa, reconoce sin ambages: «Ustedes las mujeres son más fuertes que nosotros».
Un montón de migajas, además de sus virtudes narrativas, constituye, pues, un documento muy valioso, un fresco sobre la vida corriente durante el comunismo post estalinista, y no de alguien represaliado o perseguido, sino de la hija, imbuida en los rígidos principios y falsedades del régimen, de una madre coraje, de una pieza ―su dicho favorito da título a esta reseña―, digamos que bien situada, afecta desde siempre, y fiel, al Partido. De hecho Gorokhova se permite, por caso, el lujo de viajar hasta Crimea, aunque ya no sea como la de La dama del perrito de Chéjov, en una especie de trip turístico que termina en una playa, viviendo un tanto a lo hippie, salvando las distancias.
Aunque se acuse a sí misma de diletante, otro mérito indudable de la narración es que la autora nunca presume de su formación (y sin duda es una persona muy culta, bastarían para demostrarlo las referencias que jalonan la historia, el cineasta Andréi Tarkovski o la narradora y filósofa Iris Murdoch, por citar alguna) ni se pone a la violeta, muy al contrario, igual que rasea la prosa, demuestra su modestia y en general se ciñe al clásico aurea mediocritas, que tan bien les vendría, nos vendría, a muchos en estos tiempos de desaforado narcisismo y autobombo generalizado.