En la costa este de la isla italiana de Sicilia, bañada por el mar Jónico, está Taormina, entre Messina y Catania, a medio centenar de kilómetros en ambos casos.
A partir del siglo XVIII y épocas posteriores la población adquiere relieve e interés especiales con la presencia de escritores –Goethe, Maupassant, O. Wilde, T. Mann, Truman Capote, Borges…-, músicos –Brahms, Wagner…-, pintores, filósofos y artistas…, hasta convertirla en “la joya de Sicilia” que aún sigue siendo, con el inconveniente de la presencia masiva de turistas, pero con la clara conciencia de que el viajero llega a visitar uno de esos diez lugares imprescindibles de la hermosa isla; seguramente el más concurrido, con una población de unos 5.000 habitantes, tan multiplicada durante el día y el verano.
Taormina, la antigua Tauromenion, la ciudad del toro, está asentada en una terraza del monte Tauro, a unos 400 m de altura. La vista que ofrece desde la costa ya fascina, con el caserío que parece pender del cielo, recostado sobre las laderas empinadas de la montaña. “Es un verdadero placer visual”, me había advertido Francesca Galleotti. Qué razón. Hermosura sobrecogedora que hermana cielo y mar en un abrazo lleno de color y de contrastes intensos. En medio, el pueblecito que guarda el silencio de su historia, recogida en no pocas manifestaciones. Puede subir el viajero en coche, bus o funicular, fascinantes las tres posibilidades. Le aconsejo, además de madrugar para evitar el gentío, que si llega en coche, lo deje abajo, en la zona de Mazzaro, la playa a los pies de la población que visitamos. Además podrá contemplar de cerca la Isola bella, un islote que en bajamar abre un camino de arena con la playa. La perspectiva del plano superior, ya en el corazón de Taormina, realzará el encanto de esta miniatura marina.

(Antes de que se me olvide, abro un paréntesis especialmente pensado para cinéfilos. A unos veinte kilómetros de Taormina, e igualmente sobre una colina de parecidas características, está el pequeño pueblo de Savoca. En él encontró Francis Ford Coppola los lugares más adecuados para algunas de las escenas míticas de El Padrino, ya que por temas de seguridad no pudo ser en Corleone, el pueblo de donde era originario Don Vito. El bar Vitelli, donde Michael pide la mano de Appolonia, sigue siendo referencia y homenaje al cineasta, que en él se aficionó a la popular granita, un granizado de limón).
Estamos de nuevo en Taormina. Si una ciudad se conoce caminándola, aquí tal circunstancia resulta imprescindible. Además de que buena parte del centro es peatonal, seguramente advertirá pronto el innegable caos del tráfico siciliano. “Un caos ordenado”, me aseguran con total naturalidad, lo que no deja de sorprenderme aún más.

Piérdase por las calles y callejuelas medievales, que rememoran diversos momentos de la historia de Taormina y de noche adquieren otro aspecto, bullanguero y festivo. Si viaja en verano, añadirá la posibilidad de varios y diversos eventos musicales, con múltiples conciertos, teatro, mercadillos… Como en todo, hace falta el tercer ojo, el ojo propio. El secreto está en el descubrimiento, paseándola. Merece, y cuánto, la pena. Podrá contemplar y admirar balcones llenos de flores y de símbolos, fuentes, palacios –el de Carvaja, del siglo XV, quizá sea el edificio más interesante desde el punto de vista arquitectónico-, castillos –el de los sarracenos se antoja inaccesible-, iglesias y la catedral, la Naumachia, que protegió el gran estanque romano de agua, o el Odeón, sus restos como tantas veces, el único teatro cubierto documentado en Sicilia, junto al de Catania. De cualquier modo, en el momento menos pensado del paseo puede aparecer la sorpresa.
Accedí a la población por la Puerta de Messina, que da al norte. La calle principal, Corso Umberto I, finaliza en la Puerta de Catania, y en ella se concentra lo más importante y atractivo, dicho, como se desprende, sin el más mínimo tono excluyente. Todo lo contrario. Pronto encontramos, eso sí, el camino que conduce al monumento por excelencia, el más importante, el que bajo ningún concepto puede perderse, el que alimentó el mito de Taormina.

Se trata del teatro griego, del siglo III a. C., reconstruido y ampliado por los romanos, actualizado hoy como referencia sobre todo de actividades teatrales, de dudoso gusto al menos para mí. Lo colocan como el tercero más importante del mundo clásico, después del griego de Epidauro y del también siciliano ubicado en Siracusa. Sustentado sobre la ladera del Monte Tauro, desde este auditorio cóncavo al que se accede por la llamada plásticamente “Calle de las Tentaciones” –innumerables bares, tiendas…-, se contempla un escenario natural majestuoso, con el Etna imponente al fondo. La última erupción menor tuvo lugar durante la representación de una tragedia clásica. Me cuenta uno de los asistentes que, en realidad, el escenario se trasladó de forma inevitable al espectáculo imprevisto de la montaña más alta de Sicilia (3.322 m), al volcán más grande de Europa y uno de los más activos del mundo, cuyo nombre deriva de la ninfa Etna y en cuyo interior situó la mitología griega las fraguas de Hefesto, que trabajaba en compañía de cíclopes y gigantes. “Si el Etna se asemeja por dentro al infierno –escribió el científico y viajero Patrick Brydone-, por fuera se asemeja al paraíso”.
Ni el teatro ni el volcán son los únicos escenarios para contemplar. Muévase por los espacios que envuelven al primero, en un giro circular de la mirada, para añadir la sustantiva belleza del paisaje circundante, con la panorámica de la bahía de Naxos y la infinita tentación de toda la costa, a ambos lados. Una tentación inevitable. Nada mejor que experimentarlo y sacar conclusiones propias. Me apunta un profesor de filosofía que Nietzche anduvo por estos parajes en momentos delicados de su vida. Quiero deducir, aunque no lo sé, que regresó fortalecido de cuerpo y espíritu.

Pienso en ello mientras me alejo lentamente de Taormina. No sé por qué no quiero volver la vista atrás. No entiendo la razón de recordar ahora a Edith, la mujer de Lot. Espero que solo sea una de tantas manías.