Rompió su puzle de cristal. Tropezó intencionadamente con una de sus incertidumbres y salió volando a manera de reacción. Se quedó paralizado, no esperaba esa respuesta. Las piezas se lanzaron al vacío y quedaron suspendidas en el aire. Durante unos breves instantes pudo seleccionar mentalmente las que deseaba que se rompieran al caer y las que no. Acertó con casi todas. Unas desaparecieron, no sabe si por la magia que contenían o porque se convirtieron en las migajas que se llevó el posterior barrido, y otras permanecieron agazapadas en lugares recónditos a la espera de una nueva oportunidad.
Se sentía raro por dentro, como si no fuera dueño de sí mismo. Durante un tiempo la sensación grimosa del pisar de las esquirlas de cristal le hacía recordar todas sus incertidumbres. No era capaz de hacer desaparecer los restos, aunque lo intentaba todos los días. Una y otra vez aparecían como si el tiempo no pasara. Lo que en un principio creyó que podría ser una solución, se convirtió en una lacra angustiosa e inexplicable que no tenía atisbos de desaparecer. Aprendió a vivir así y pensó que se había acostumbrado, aunque nunca dejó de desear un cambio radical. La destrucción no había funcionado, y su energía seguía pululando por los rincones aún con mayor fuerza si cabe.
Necesitaba fortaleza para todo. El camino era muy difícil, y desde la incomprensión de lo que no se puede razonar, se rodeó de una soledad que le iba carcomiendo. Nadie entendería jamás lo que le ocurría, y se veía incapaz de explicarlo; no encontraba las palabras para describir la situación sin que le tacharan de loco. A veces, pensando a oscuras, aparecía la imagen de su puzle impoluto, venía a visitarle echándole en cara todas sus incertidumbres y le retaba a una nueva oportunidad. Desaparecieron las esquirlas por arte de magia cuando por fin accedió a un intento de reconstrucción, pero en esta ocasión los materiales y las formas serían de su elección descartando de inmediato todo lo débil, frágil y vulnerable.
Con una gran calma reservó un espacio de tiempo diario para solucionar con ilusión todo lo que le incomodaba. Le puso un nombre firme y seguro a cada una de sus incertidumbres comenzando a darles forma y a tratarlas con la importancia que merecían. Algunas se asustaron con su actitud y se escaparon, otras se atrevieron a hablarle en un lenguaje que, aunque desconocía, pronto aprendió, eran tan simples que llegó a dominarlas. Grabó las imágenes en su retina y comenzó la búsqueda de las piezas que formarían el esqueleto de la estabilidad. Después de indagar sin descanso aparecieron en un lugar profundo de su memoria, y con tristeza recordó con nitidez que, aunque nacieron perfectas, nunca encajaron.
Llegado el esperado momento, con la compañía de Shostakovich y el «Largo» de su sinfonía nº5, comenzó el laborioso montaje. Se fue despidiendo con mucha calma de todas sus incertidumbres, las apartó de su lado con cuidado y sin mezclarlas. Tenía miedo de que al rozarse reaccionaran formando una nueva masa que se llevara al garete todo lo que acaba de empezar a construir. Al son de la música colocó cada uno de sus logros, los que estaban húmedos por la emoción se adherían con la alegría del ajuste perfecto. Tenía en sus manos una certeza compacta en la que incluso habían desaparecido las incómodas ranuras. Dejó solo un hueco aplazando su cobertura hasta la llegada del «Allegro non troppo». Y en ese mismo instante insertó la última pieza, quedando todo bajo sus auspicios para siempre. Paralizado y emocionado escuchó hasta la maravillosa cadencia final, y luego se incorporó agradecido.
(Están lejos de él en un montón sin mezclarse, pero a veces laten)