Cuando me pasaba las páginas de la partitura en pleno concierto no podíamos ni respirar, ella por su vestido encorsetado, y yo porque se sentaba muy cerca. Al pegarse tanto se mezclaban nuestras melenas, y cuando tenía que alcanzar la tesitura de graves me apetecía tanto darle un codazo, que perdía la concentración. Creo que la miopía que tenía desde siempre hacía su función. No se ponía las gafas porque era muy presumida, pensaba que con ellas su belleza mermaba considerablemente, y con las lentillas sus ojos se enrojecían tanto que perdían el blanco del que se sentía tan orgullosa. Nos decía muy a menudo con tono arrogante que nosotros teníamos los ojos turbios, y ella no.
Se ponía muy nerviosa porque intuía que todo el mundo estaba disfrutando de su físico obviando por completo la música que salía del piano. Durante los pasajes en los que debía estar sentada a la espera, deseaba que llegara rápido el momento de levantarse con elegancia, para acto seguido estirar sus preciosos dedos a la vez que volteaba con lentitud la hoja. Para mí lo peor era que se unieran sus nervios a los míos, era muy complicado mantener un ritmo estable con semejante metrónomo siamés en la cabeza lleno de palpitaciones que no iban a la par.
Empezamos a estudiar música a la vez. Siempre estábamos juntas y nuestras calificaciones eran similares. A punto estuve de abandonar y no volver nunca más cuando nuestro profesor de lenguaje musical nos dijo que una blanca valía el doble que una negra. Menospreciar de esa manera a un ser humano, y encima mujer me dejó estupefacta. Me sentí tan ofendida que después de lanzar en plena clase cuatro desenfrenados gritos, salí corriendo y llorando. No entendí cómo ella no me siguió, sabía que opinaba lo mismo que yo de los racistas. Necesité muchas dosis de tranquilidad para comprender el malentendido, y a partir de ese momento nuestro profesor tuvo mucho más cuidado con la información que nos daba. Sabía de mi carácter y lo aprovechó para convertirme en la intérprete que hoy soy. Nunca llegó a reírse de la equivocación, aunque tengo que confesar que yo sí, muchas veces.
Fue pasando el tiempo y la lista de prioridades que teníamos cada una nos fue alejando poco a poco, aunque nunca perdimos la amistad. Mientras yo me organizaba para terminar pronto con mis tareas obligatorias y poder ponerme con las enseñanzas musicales en el conservatorio, ella hablaba sin parar con el espejo de cuerpo entero que le habían comprado sus padres para corregir su posición frente al piano de cola que ocupaba casi todo el espacio. Se sentía tan guapa sentada en el taburete con ese gesto estudiado de gran intérprete, que nunca necesitó que sonara el piano para ser feliz.
Dejó las clases de música para comenzar a lucir unas uñas largas y preciosas. Se había convertido en un ser tan superficial que nadie se acercaba a ella, su conversación no tenía ningún interés, y aunque no se daba cuenta, la energía que desprendía era tan irreal que nadie se fijaba en su belleza. Siguió viviendo en una nube durante mucho tiempo. A la vez que iba cumpliendo años comenzaba a sentir un enorme vacío sin saber el porqué. Sentía que su reflejo en el espejo era algo diferente. Observando la tristeza en sus ojos, ahora turbios, empezó a ver la realidad que se le había ido de las manos. Tenía que hacer algo, y no dejó de pensar hasta que paulatinamente se fue llenando de ilusión. Como sabía que tenía toda la vida por delante, se propuso estudiar a las personas que admiraba desde siempre analizando con minuciosidad los pasos a seguir para asemejarse a ellas.
Y lo consiguió. Llevamos varios años de gira por los mejores auditorios del mundo interpretando el maravilloso repertorio para piano a cuatro manos de Brahms y Schubert. Ahora también se confunden nuestras melenas, pero las pulsaciones van a la par, y gozamos de un gran equilibrio disfrutando de nuestra unión.
Eso sí, ella siempre saluda mejor.