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Ser fuga

Antonio Manilla

Antonio Manilla

Primavera, año cero. José Mateos.
Editorial Milenio. Precio: 12 €.

La editorial leridana Milenio lanzó su nueva Colección Poesía, bajo la dirección de Àngels Marzo y Josep Maria Rodríguez, con libros de Vicente Gallego y Yolanda Castaño, recibiendo el de esta, la antología Un cobertizo lleno de significados sospechosos, el premio de la plataforma Estandarte al mejor libro de poesía 2020.

El tercer volumen de esta prometedora colección con formato de altura es el poemario del gaditano José Mateos Primavera, año cero, en apariencia uno más de esos frutos de la literatura de la pandemia, un volumen escrito con el telón de fondo del coronavirus, pero que a diferencia de algunos otros no se solaza en el desaliento ni se echa en brazos de ilusos espejismos. Un senequismo que celebra el triunfo de lo vivo, sin alharacas ni excesos, pese a los vacíos, simbolizado en la primavera que renace, las cosas que regresan y se repiten pese al imperio de las sombras y la enfermedad global. No en vano, Eloy Sánchez Rosillo afirma en la contracubierta: «En tiempos de oscuridad y desánimo, José Mateos ha escrito su libro quizá más luminoso y sereno, lleno de confianza y de fe en la vida».

Al comentar el inmediatamente anterior, Un sí menor, escrito bajo la advocación del San Juan de la Cruz que recomendaba «no a lo más, sino a lo menos», decíamos que «su “no mayor” es al miedo, al ruido, a todo aquello que nos aparta de lo espiritual, de la parte sensitiva del alma». Y que de sus versos se traslucía el peligro de transformarnos en «almas que vagan como si no existieran». El transcurso de los acontecimientos, la violenta incursión de la enfermedad en nuestra vida corriente, se refleja ahora en los primeros versos, donde el poeta se recomienda olvidar las palabras que ya sabe: «A la tierra hoy desciende / otro lenguaje». Es un idioma que, pobre y suave, se asemeja a la nieve nocturna, que llega al mundo sin ser vista.

Los poemas de la primera de las tres secciones en que está dispuesto el libro acumulan los signos amenazantes y los augurios opresivos de ese mal que llega sin que podamos verlo, quitándonos el sueño o llenándolo de serpientes, trasformando al mundo en enemigo. La acechante inexistencia que se temía para el alma se ha trasmutado en confinamiento para el cuerpo, vida que amenaza con pasar sin nosotros. Dionysios y bacantes comparecen como imágenes de la locura autodestructiva, del destino trágico del hombre. En las últimas composiciones aparece el canto de un mirlo atrevido y se propugna que el canto no se puede confinar, que «lo cerrado es solo el miedo».

En la segunda parte aparece la confianza en que las aguas que bajan turbias terminarán aclarándose, pese a que vivamos, como los peces de un acuario, tras un cristal para nuestra protección. Las cosas siguen su curso ahí afuera: «¿Pero cómo no veis, / en ese patio, al viento / libando eternidad / en la flor del naranjo?». Cuando pasa la Historia, la tierra permanece, hay una luz o un jilguero que rescatan al hombre. Aunque tengamos presentes cruces blancas, fosos y cadáveres, la primavera y su intensidad «de lo que no sabemos» irrumpen en la escena como signos de cierta esperanza estoica.

La tercera sección surca la muerte por dentro desde la elegía. Canta la orfandad y la larga noche de los que se han ido, se pide a la hermana sombra que permita al sujeto del poema un instante «siendo feliz casi sin darme cuenta». Aparecen invocados José Jiménez Lozano y los padres, en poemas magistrales como «Madre» o «Genética», en el que se dice: «Por la sangre me corren muchedumbres / que desconozco y forman lo que soy». Se llega al final reconociendo que «yo solo soy lo que dejó la muerte» y, a forma de epílogo, «Canción final», sostiene la conveniencia de ser como agua que corre: «Un leve despedirse / y un no quedarse en nada». Ser fuga. «El agua que resbala entre las manos»

Canción sin confinar

Están cerradas las puertas

y las ventanas cerradas.

Lo cerrado siempre es falso.

Nada se cierra y se acaba.

¿Se cierra un año en un día?

¿Se cierra el verde o el agua?

¿Se cierra acaso un poema

tras su última palabra?

Lo cerrado es solo el miedo.

Aunque parezcan cerradas,

abiertas están, abiertas,

las puertas y las ventanas.

 

Madre

Tú no me dejes sólo, no me mandes
a la calle de noche a coger frío.
Déjame que me esconda en tu regazo
todavía.
No hay nada en un colegio
oscuro, en una iglesia, en un mercado
que valga un gramo de tu risa ingenua,
la que me acuna y alza, la que baila
como baila el papel un día de viento:
porque es así, porque no hay muros altos.

¿Quién va a lavar la sangre si nos dejas,
quién va a tentar la fiebre con la mano

de zurcir nuestros mitos?
Sólo un día,
sólo una noche más déjame al lado
de tu tañido limpio, del aroma
como a flor de geranio, y no te vayas.

¿Qué vas a hacer, cuando amanezcas otra,
con tu hijo más torpe, allí en la muerte,
donde ya sé que no se muere nunca?

               

De los álamos vengo

        Ya solo sé decir palabras sin sentido.

Ya solo sé decir:

panal, brote, vilano,

agua de abril, muero porque no muero.

Ya sólo sé decir lo que me pierde,

lo que me hiere

al borde del camino, entre la brisa

de esas hojas de un álamo.

Ya solo sé decir

lo que no sé decir:

cómo las mueve el aire.

 

Canción final

No la zarza o el muro;
el agua que resbala entre las manos.

No el junco o el guijarro
que se empeña en ser fondo;
el agua que resbala entre las manos.

Un leve despedirse
y un no quedarse en nada.

Ser sólo fuga.
No la zarza,
no el muro,
no el junco,
no el guijarro;

el agua,
la textura del agua,
el agua que resbala entre las manos.

José Mateos

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