No eran buenos tiempos para la poesía ni para el romance.
Se vivía en una distopía; imaginada quizá por algún loco o náufrago de la noche.
La atmósfera que se respiraba desprendía un aroma contradictorio; tan pronto dúctil como agresivo y violento. Pero más comprometido con el estrés que surge de la vida que con la calma y paciencia, necesarias para asimilar en plenitud todo lo que nos ofrece esa vida.
El amor se había devaluado hasta tal punto que San Valentín era una celebración del misterio del regalo sin motivo o, en el peor de los casos, con un objetivo meramente material e interesado; una tradición arraigada en el mercado, cuya esencia se había evaporado, dejando su lugar a esencias y perfumes más elaborados y, por ende, más caros y artificiales. La inercia de celebrar algo, cuya fecha en el calendario había perdido todo su significado. Sólo de vez en cuando salía la palabra “amor” a relucir y casi siempre en conversaciones privadas de lógica, amparadas en los recuerdos, esclavas de la nostalgia.
No existía el amor ni siquiera ya en ninguno de sus aspectos asociados al cuerpo y al placer, que también es del alma; pero las parejas seguían regalándose cosas por San Valentín. Las relaciones afectivas se sujetaban cada vez más a contratos temporales donde las emociones libraban una batalla perdida de antemano con fuerzas exógenas más cercanas a la mercadotecnia que regulaba la vida cotidiana que a los sentimientos.
Circunstancia que aprovechaba el santo del amor para dar rienda suelta a la costumbre que amparaba su oficio y desplegar toda suerte de argucias y artilugios de regalo con la intención de ver restablecida la importancia de su misión en el mundo de los vivos. No era tonto San Valentín, conocía las reglas del mercado y sabía que si el amor sucumbía del todo ya no le quedaría más remedio que acogerse a la jubilación y reunirse con Cupido en el jardín de las delicias impostadas. De ahí que ese año se hubiera prometido a sí mismo emplearse más a fondo que cualquier otro. Del regreso del amor a las vidas dependía su futuro. Pero no lo tenía fácil.
Tampoco era tonto Valentín Orozco. Hombre de mediana edad, divorciado sin hijos, culto y dinámico, Valentín sabía, perfectamente, que el gran enemigo de los tiempos en los que vivía era la falta de amor y que, quizá más que nunca, era necesario que las aguas de ese río que lograba remover todos los sentidos, incluso los que no eran capaces de sentir sino sólo de imaginar, volvieran a su cauce.
Con la particularidad de que Valentín, haciendo honor a su nombre, sí estaba enamorado. Él sí había sido traspasado por la flecha de Cupido, quizá en su última misión en la tierra, entre los humanos descreídos y desafectos, antes de retirarse a decorar las fuentes celestiales.
En cualquier caso, había hecho un buen trabajo Cupido, ya que, mientras a su alrededor los demás avanzaban hacia la ausencia total de ese sentimiento primigenio que de rebote había colaborado en la evolución de la Humanidad, Valentín Orozco rebosaba amor por todos los poros de su piel; en su aliento, que parecía proceder de su corazón asaeteado y hasta en su manera de respirar el aire que le permitía seguir amando de aquella forma casi incontrolable.
Se había enamorado sin paliativos y, para colmo, al bueno de Orozco le gustaba regalar, también sin paliativos, y tenía a San Valentín como una fecha propicia para dar rienda suelta a su afición sin que resultase pesada o retórica. Posiblemente fueran reminiscencias de temporadas más pródigas y sugestivas en lo referente al amor y a su inseparable vecino carnal; de los primeros noviazgos, que prometían más que ofrecían, o las relaciones maduras, que ofrecían pero no prometían nada, o los escarceos, cuyo resultado era siempre incierto.
Lo cierto es que, desde que se había divorciado, Valentín había sentido un gran vacío y no por la separación en sí, pues ya no soportaba a la mujer con la que compartía su vida con más desgana que afecto, aunque había sido ella la que había tomado la decisión y eso le dolió; sino por no tener a quien regalar el día de San Valentín. Las relaciones esporádicas y los encuentros sexuales, que los hubo y en general satisfactorios, no contaban a efectos del santo del amor.
Valentín que, como ya se ha dicho, era de natural regalador había establecido una especie de orden de importancia en lo que a regalos se refiere y el día de san Valentín ocupaba el primer puesto. Ese día tenían que coincidir necesariamente el amor y el sexo para que la destinataria de su generosa manía fuera digna de recibirla. Ese día el regalo significaba algo más; casi un compromiso. El resto, nuestro hombre regalaba, pero con más desapego.
Lo más curioso de todo es que, aunque supiera de su rareza en una época sin amor, él no se sentía distinto a los demás y, por atento que estuviera a lo que le rodeaba, cuando se producía un acontecimiento de la relevancia del día del amor, a Valentín le parecía ver a todo el mundo amándose a su alrededor, acudiendo en tropel a los centros comerciales, atravesados todos por la flecha de un Cupido redivivo, sintiendo el fuego de la saeta todavía en su cuerpo, a comprar el regalo más apropiado para sus parejas, fuera cual fuera la condición sexual de las mismas. En el amor la única diferencia que hay es quién ama con más intensidad y, a ese respecto, estaba seguro, Valentín superaba a todos los que con su actitud a la vista demostraban que querían de verdad y, entre ellos, incluía a su amada.
Al margen de esos pormenores, que los ojos de los desafectos verían sin duda como una argucia del nuevo enamorado para celebrar san Valentín a sus anchas con el consabido premio que al regalo acompaña, Valentín había decidido que no acudiría a un centro comercial, sino a un puesto de flores que había a varias calles de su casa y muy cerca de la de su amada. Era la primera vez que coincidían en día tan señalado y eso sólo podía celebrarse con rosas o quizá con una orquídea, aunque esto último puede que fuera demasiado precipitado y comprometido. Las flores no fallan; tal vez después de dárselas la invitaría a cenar.
Durante el trayecto hasta el puesto de flores se disiparon sus pensamientos. No se encontró con nadie. Intuyó que iba a la contra por primera vez en su vida y que el gentío estaría reventando en ese momento los centros comerciales. Había tenido una buena idea antes de quedarse vacío de ellas.
La sorpresa fue que el puesto de flores estaba cerrado y, por su apariencia, lo había estado durante mucho tiempo. “No es extraño –se dijo−, si falta el amor cómo se puede mantener un puesto de flores”; pero persistió su desconcierto.
Parado ante la pérgola vacía de sentimientos, la jovialidad de Valentín se fue apagando. Dudó entre seguir adelante o tomar el mismo camino que el resto hacia alguno de los centros comerciales que había cerca de su casa. Al fin, se negó a rendirse y decidió que, si no había flores, no había amor y, en ese caso, sobraba rendirle pleitesía a san Valentín, el santo del regalo ilusorio; él sabría perdonarlo.
No pensó en su amada: el reflejo de su amor desaforado. En el fondo, Valentín sabía que ella le estaría esperando en la casa que compartían y de la que él nunca debió salir para emprender raras aventuras, búsquedas sin destino. Ella no tendría en cuenta la ausencia de regalo y menos por san Valentín, que le parecía una memez, con tanta compra, tanta falsedad y tanto derroche de mentiras.
Después de todo, pensó con una comisura de tristeza en los labios, esta época no tiene remedio.