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SALIR DE CASA

Aurelio Loureiro

Aurelio Loureiro

Al fin, Silvio Ariza se decidió a acercarse al ventanal de la gran sala de estar multiusos, pues, además de las más comunes,  también cumplía las funciones de despacho y biblioteca. Hacía varias semanas que vivía confinado en su habitación; al principio por precaución, luego como una verdadera obsesión por aislarse de aquella enfermedad inmunda, que amenazaba con contagiar cuerpos y almas, para luego contaminarlo todo.

Su alma ya no tenía remedio, pero su cuerpo le había costado un duro y costoso mantenimiento desde la adolescencia, cuando un persistente acné y no pocos kilos de más lo convertían en un raro y retraído espécimen de solitario que apenas se atrevía a levantar la mirada ante una mujer, cualquiera que fuera su edad.

Esa circunstancia, cruel en todo caso, cuanto si más en esa edad de indecisión en la que todo son compromisos con uno mismo y con el espejo, lo condujo a tomar decisiones drásticas tanto para su cuerpo como para su espíritu. Empezó a gustarle estar solo, en su habitación o luego en el gimnasio, donde se pasaba las mañanas o las tardes dependiendo del calendario académico; leía demasiado y de forma compulsiva, en exceso cuando se trataba de libros de autoayuda o filosofía de andar por casa; apenas se relacionaba con nadie, a excepción de sus padres y una hermana a la que no soportaba porque era guapa y extrovertida; él no era la alegría de la huerta precisamente. Su comportamiento era producto de su disconformidad consigo mismo y su mal humor y desapego infligían dolor a todos los que le rodeaban, aunque no podría decirse que fuera una deriva de algún tipo de maldad congénita, sino de la desilusión vital en la que había caído sin remedio. Tampoco después, cuando su físico se congració con la imagen que él pensaba que debía proyectar al exterior, hubo maldad en su comportamiento; sino el resultado de una perenne contradicción entre lo que deseaba hacer y lo que ponía en práctica sin pensar en las consecuencias de sus actos.

Las pócimas de laboratorio, las máquinas de tonificación y las mancuernas fueron haciendo poco a poco el milagro de convertir a Silvio Ariza en un joven atractivo y bien formado que llamaba la atención allá donde iba. Las mujeres, jóvenes y menos jóvenes, a las que antes ni siquiera se atrevía a mirar y que, por lo tanto, nunca le devolvían la mirada, se fijaban en él; no sólo en su cuerpo escultural y moldeado músculo a músculo, sino también en el brillo de unos ojos de color indefinido que parecían querer atraparlo todo, hasta lo más recóndito. Darse cuenta de su progresiva capacidad de atracción, otrora impensable, le ayudó a elevar su autoestima, pero al mismo tiempo a aumentar la gran contradicción que asolaba su alma y que seguía arrojándolo a un abismo imposible de descifrar. Sólo sus ojos conocían el secreto; pero estos no ayudaban a develar el misterio que escondía.

Los libros le mostraron las claves de la seducción, que muy pronto se convertiría en una práctica habitual. Le gustaban las mujeres y Silvio sabía cómo despertar su interés; tenía buena conversación, la justa zalamería y una intuición especial para saber hasta dónde debía llegar con la que en cada momento ocupara su vida. Poco tiempo en cualquier caso y no por culpa de ellas, que habrían querido seguir secuestradas por sus ojos. El éxito con el sexo femenino no consiguió, sin embargo, reconfortar su alma, que seguía varada en una costa sin horizonte. Silvio tenía la seguridad de estar abocado a la soledad y disfrutaba de la sensación de libertad que le proporcionaba saberse ajeno a toda suerte de obligación que él mismo no se impusiese. Se podría decir que el joven Ariza dejó de ser retraído y tímido para retraerse cada vez más, si bien no ya por necesidad, sino por propia voluntad.

Decidió ser escritor, como podía haber decidido ser notario o médico −capacidad y tesón no le faltaban−, pensando únicamente en que lo que tuviese que hacer para subsistir pudiera hacerlo desde casa y salir lo menos posible. Encontró una revista online donde publicar relatos y artículos que le proporcionaban lo suficiente para vivir con cierto desahogo; ventajas de la sociedad digital. Era inteligente, aprendía rápido y de continuo; esforzado, nunca dejó el gimnasio ni el cuidado de su cuerpo, no quería parecerse al personaje que le había sumido durante tanto tiempo en la congoja. No tenía vicios; sí tuvo muchas relaciones, pasajeras todas, como si al conocerlas ya les pusiera una fecha de caducidad. Para colmo era hipocondriaco. Nunca había estado enfermo; pero no bien percibía el menor atisbo de enfermedad daba un paso atrás y buscaba refugio contra el contagio, aunque, a la postre, sufriera como si ya hubiera sido infectado.

Adela llegó a su vida unas horas antes de que se declarara el estado de alarma previo al confinamiento. El día que se hizo oficial la pandemia, Silvio y Adela se habían demorado en la cama, después de una noche frenética de sexo real y amor imaginario. No era lo usual; ya que Silvio no era partidario de yacer con una mujer salvo para el trato carnal −sin importancia del tiempo que durase, a veces toda la noche, a veces un chispazo; ni el punto al que hubieran llegado en un juego que no tenía normas ni límites−; finalizado el acto, prefería quedarse solo, el mero contacto con otro cuerpo le provocaba una extraña desazón, por lo que, respetando un tiempo de cortesía para recuperar el resuello y la compostura, sin decir nada era capaz de hacerle entender a la “afortunada” que debía desaparecer hasta un próximo encuentro o por siempre jamás. Por cortesía, Silvio les permitía ducharse y las acompañaba a la salida, para después, con una taza de café en la mano, escribir durante algunas horas. Silvio Ariza no era de mucho dormir, a excepción de la siesta que nunca perdonaba, en ninguna circunstancia. Acabada su tarea literaria, puramente alimenticia, dedicaba el tiempo a leer y a ver en la televisión informativos y películas antiguas. Por la intendencia no se preocupaba, ya que era frugal y desapasionado con la comida. Salía lo justo para avituallarse de lo imprescindible y acudir al gimnasio, donde apenas se relacionaba con nadie; con la salvedad de que viera el campo abierto para una relación erótica sin compromiso.

Silvio Ariza no había previsto que las noticias que circulaban sobre el virus fueran algo más que rumores o nuevas mentiras; tampoco que la energía sexual de Adela, sus inagotables perseverancia y destreza para encontrar nuevas formas de placer, con copulación o sin ella, su capacidad para correrse una y otra vez, su risa, lo condujeran a tal estado de agotamiento que la única manera de salir airoso de aquella experiencia en el extremo era dormir; ni, mucho menos, que al levantarse, pasado el mediodía, las noticias le reportasen un nuevo imprevisto; éste quizá más difícil de asimilar.

Las autoridades habían decretado el estado de alarma y, por lo tanto, el confinamiento de la población en sus casas; esa era la frase más repetida: ¡Quédate en casa! Lo que, en primera instancia, no debería haber supuesto para alguien acostumbrado al encierro, lo sumió en un estado de inopinado desconcierto. En primer lugar, porque cerrarían el gimnasio y él no se había precavido de reunir en su casa el utillaje indispensable para su mantenimiento físico. También porque bastaba que le impusieran la soledad para que algo se rebelase dentro de él, como si fuera un atentado contra su libertad de elegir él mismo cuándo quería salir o permanecer aislado. Pero, principalmente, porque, al escuchar la voz tenue −tan distinta a los gritos desaforados de horas antes en la cama− de Adela, que se aproximaba a su espalda con una pregunta inocente, se dio cuenta de que, si el confinamiento era para toda la población, también lo era para Adela, que no tendría más remedio que permanecer en la casa hasta quién sabía cuándo.

Silvio comprendió que aquella contingencia desbarataba los cimientos de su vida, su libertad para decidir lo que más le convenía en cada momento, su pretendida soledad; no estaba preparado para convivir con otra persona. Empezó a hacerse cábalas sobre cómo salir de aquel brete en el que no era baladí la amenaza de la enfermedad; el miedo al contagio que, por sí solo, le habría inducido a aislarse hasta que todo pasara. Pero, cómo aislarse con una mujer a la que apenas conocía de sus sucesivos encuentros nocturnos en un espacio de horas. No era contra ella, por otra parte, contra la que dirigía el rencor que acompañaba a la incertidumbre; lo habría sentido así, por más que se hubiera tratado de su propia madre. Al menos, Adela podría proporcionarle muchos momentos placenteros, sin menospreciar alguna conversación interesante y una ayuda insospechada en la intendencia de la casa. Mucho lo pensó Silvio Ariza en ese breve lapso que separaba la voz de la mujer y su consternación, pero no halló otra solución que resignarse y bajar la cabeza cuando Adela le acarició la espalda y lo besó en la nuca. Él se estremeció, aun sin saber que la mujer estaba desnuda cuando reformuló la pregunta: ¿Qué ha ocurrido?

A Adela le divertía la situación; una nueva experiencia. No se conocían. Silvio no sabía si su inquilina accidental tenía familia, pareja, marido o hijos; pero sólo se le ocurrió preguntarle por su apellido. Sorprendentemente, ni se inmutó cuando ella le dijo que se llamaba Adela Coronado y, como respondiendo a sus inquietudes, añadió que ya no importaba lo que quedara fuera. Aquella casa sería como una isla mientras durase el confinamiento, una isla con dos náufragos; sin normas, sin imposiciones, sin compromisos, sin más ataduras que las que ambos deseasen como condición inexcusable del respeto mutuo; él pondría las normas si es que fueran necesarias, no en vano aquella era su casa y la mujer un huésped coyuntural. Tras la conmoción inicial, a Silvio no le pareció del todo mal un acuerdo que lo situaba en una clara posición de ventaja y aceptó, si bien tuvo que luchar contra la tentación de recluirse en su habitación y no salir nunca más. Entonces pudieron más los instintos −máxime cuando al darse la vuelta pudo observar el cuerpo de Adela con una nueva perspectiva− que su proclividad al ensimismamiento.

Ante el ventanal, aun sin decidirse a mirar a la calle, Silvio repasa lo que han sido los últimos tres meses de su existencia cautiva. Al principio resultó ser, como había predicho Adela, una experiencia distinta, electrificante en ocasiones. Silvio se adaptó bien, a pesar de sus dudas iniciales. Acababan de conocerse y todo era nuevo para ambos. Adela le gustaba y el sexo disfrazaba las incógnitas que se formulaban en su cerebro con una fina tela estampada con dibujos de placer y felicidad. Silvio llegó a pensar, en algunos momentos de éxtasis orgásmico, que su idea de la libertad estaba cambiando y que no le disgustaba; al contrario, a veces deseaba que no acabase nunca un confinamiento tan placentero. Adela no era como las demás; se compenetraba bien con ella, no había más roces que los de la piel; era imaginativa y carecía de pudor, lo que animaba mucho sus encuentros en cualquier lugar de la casa. Además, era una fuente de inspiración para sus relatos, que Silvio seguía enviando a la revista por correo electrónico −ventajas de las nuevas tecnologías−; hasta tal punto cambió su perspectiva literaria que empezaba a plantearse retos más ambiciosos.

Todo iba bien −se dice Silvio con los ojos cerrados, como si quisiera apresar ese recuerdo para siempre−, pero… Es sabido que los demonios no respetan cuarentenas y que aparecen no bien perciben un atisbo de felicidad, más aún ese diablo  que todos guardamos dentro y que aparce cuando menos falta hace. El diablo interior de Silvio Ariza era dentro y que aparece cuando menos falta hace poderoso y perdía la paciencia con frecuencia, sobre todo cuando se percataba de que el destino de su víctima se desviaba hacia un objetivo que él no podía manejar. Su protegido, Ariza, estaba condenado a la soledad y cualquier conato de felicidad no era más que un obstáculo del que había que desprenderse antes de que fuera demasiado tarde. No, si de él dependía, Silvio Ariza nunca sería feliz.

Por lo pronto, su humor se volvió sombrío y a ratos cáustico; dejó la intendencia en manos de Adela y se refugió cada vez más en su habitación, a la que Adela sólo entraba por la noche, para follar, en días alternos; abandonó la escritura, follaba sin ganas y de salir de casa ni hablar, ni en las franjas horarias en que estaba permitido. Adela se ocupaba de todo y fingía que no le afectaba el comportamiento de Silvio, quizá pensando que se trataba de un bache pasajero y que todo volvería a la normalidad.

No ocurrió así, por más que Adela hizo por vencer al diablo interior que ya sabía que su anfitrión tenía dentro. El último mes del confinamiento éste no salió de la habitación, ni permitió que Adela entrase en ella ni para hacer la cama. Era una habitación con baño, con lo cual tenía resuelto el asunto del aseo. La comida se la dejaba Adela −que más parecía un ama de llaves que la mujer que hasta hacía poco era capaz de hacerle llorar de placer− en la puerta y, sin abrirla, le voceaba de vez en cuando las noticias y le tenía al corriente de la evolución de la pandemia.

La rutina se impuso; pero Adela siguió actuando con la misma naturalidad, como si no pasara nada. En todas las parejas hay crisis y secuencias extrañas, más en un momento tan difícil; pero no por ello iba a abandonar, él no se había ido ni pedido que ella se fuera. Suponía Adela que, en cuanto terminase el confinamiento −que Silvio había llevado a extremos impensables− recuperaría el ánimo. Entre tanto, tenía la casa para ella sola, incluso un cuarto paredaño con la habitación prohibida, desde donde a veces le oía pensaren voz alta y decir cosas inconexas. Nada preocupante. Decidió que cuidaría de él, aunque fuera extramuros; si ya no podía ser su musa sería su asistenta.

El estado de alarma iba a terminar y así se lo notificó a Silvio. No obtuvo respuesta, como solía pasar, así que no le dio importancia. Silvio, sin embargo, algo debía de estar rumiando porque emitía extraños ruidos que traspasaban la puerta. Faltaban horas; por lo que ella decidió prepararse para afrontar la nueva vida y quizá la salida definitiva de Silvio de la habitación. Confiaba en que no se hubiera vuelto loco; pero, aun así, no cambiaría su deseo de cuidarlo sin poner condiciones, cualquiera que fuese su estado. Si no podía ser su amante, se convertiría en su enfermera.

La mañana del día fijado para la revelación de la nueva realidad, Silvio salió por fin de la habitación y comprobó que nada había cambiado. Todo estaba en su lugar; a excepción de Adela, que no aparecía por ninguna parte. Pensó Silvio en que acaso habría salido a la compra o a dar un paseo y siguió fijándose en los objetos que brillaban con más intensidad.

Ante el amplio ventanal, sin embargo, Silvio Ariza piensa que quizá lo ha soñado todo, cual Segismundo encadenado a la gran incertidumbre; que acaso todo fuera el argumento aun por pergeñar de un relato que tuviera pendiente de escribir para la revista. Incluida Adela; una mujer tan imponente como ella nunca se habría acostado con un escritor de medio pelo como él. Abre la puerta corredera y se asoma al balcón de la terraza. Todo parece normal en la calle, como si la enfermedad que hubo aislado al mundo hubiera desaparecido, tal vez venciendo al virus. No se percibe el miedo al contagio. Pero algo le llama la atención: el bullicio no es el mismo y muchos de los paseantes anónimos se tapan la boca con una mascarilla que los dota de una fisonomía peculiar y distinta en cada uno de ellos. No es carnaval, de modo que intuye que se trata de una nueva moda quizá derivada de la necesidad de protección y no le disgusta, aunque no se ve portando una. De repente, sin razón alguna, siente una imponderable sensación de miedo. Miedo a salir de casa y unirse al mundo que celebra el fin del confinamiento. El diablo de la soledad vuelve a hacer de las suyas, le susurra al oído, le toma del brazo y da la impresión de que quiere empujarlo a hacer algo imprevisto. El miedo se hace extensivo a todo su cuerpo, bien formado, pero incapaz de mitigar el temblor de manos y piernas. El miedo a salir de casa, que se mezcla con el miedo a la soledad y al desamparo.

Cualquiera diría, yo mismo, que lo siguiente es que Silvio Ariza, escritor fracasado, se tire desde el balcón situado en un cuarto piso, la distancia es suficiente para acabar con la soledad y, al mismo tiempo, abrazar la soledad definitiva. Supondríamos mal, porque el escritor se rehace, retrocede hasta su mesa de trabajo, coge el ordenador portátil, vuelve al balcón y lo arroja al vacío. No volverá a escribir y menos la transcripción de un sueño, si lo fue, que no puede tener un final feliz. Luego regresa a su habitación con una mueca de felicidad.

Nunca sabremos si Silvio Ariza volverá a salir o su confinamiento será crónico por miedo a salir de casa. Tampoco si Adela sólo fue un sueño o una mujer que hace la compra. Yo me lo pregunto.

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