“No alteres mis círculos”, murmuraba Arquímedes, sin volver la cabeza, cuando alguien se le acercaba mientras dibujaba figuras geométricas en la arena.
El creador se olvida de sí quedando alejado de cuanto no es mientras habita el estado perfecto: el de la creación.
Y es que la única causa justificada de permanecer en las afueras, debería ser la de encontrarse en esa divinidad. Ningún otro motivo debe hacernos estar aislados de nosotros, pero, lamentablemente, en numerosas ocasiones nos exiliamos de cuanto somos sin razón, e indefinidos y fuera de toda conexión real, somos incapaces de salvar la alegría para mejorar lo presente. Solemos ocuparnos de otros impulsos que nos devoran el tiempo, unos intervalos falsos del ritmo eterno causa del progreso incesante que nos terminan por alejar de la concentración creadora. Y así, ignoramos cuanto es sabido a ciencia cierta: que aquel mundo de seguridad inventado siempre fue un castillo de naipes.
Hoy y desde hace ya tiempo, respiramos una sociedad en pérdida, ausente de responsabilidades de creación para la mejora colectiva, de la definición de sí misma; nos estamos hallando a la deriva, dejando atrás lo importante: la vida, esa fuerza que nos ordena a sabiendas. Porque no es posible que estemos aquí para no poder ser, afirmaba Julio Cortazar. Entonces, el sentido está en esperar. El fin y el nuevo comienzo merecen la esperanza. Se trata de dar fe de esta vida nuestra, de enfocarnos hacia la mejoraría, hacia una colectividad que se posicione en los hallazgos importantes mientras, a la vez, va dejando de entretenerse en aquello que solo nace para ser consumido.
Al parecer, ese estado de Arquímedes y de otros creadores de la historia, resulta menos frecuente y más necesario cada día. Recientemente, la ONU ha señalado la necesidad de cumplir unos objetivos de desarrollo sostenible para la Agenda 2030. Resalta la urgencia de llevar a cabo proyectos que hagan de nuestro planeta un lugar sostenible para la fecha señalada, siendo el eje vertebrador de todo proceso la cultura, la creación. Y nos preguntamos, ¿cómo hacerlo con una sociedad que parece no estar dispuesta a ser mientras abandona la comodidad? Excepciones, nos deben salvar las excepciones de las almas que escuchan el ritmo de su impulso interno mientras desean llevar a días futuros esa vida que les habita. Necesitamos vocaciones claras, atender esos símbolos tan repletos de significados y de esperanza: entregas de pasiones. Y aquí entra en juego la nueva institucionalidad de la cultura, aquella que nos proporcione una forma actualizada de relacionarnos, sin colgajos adheridos. La nueva sociedad depende, en gran medida, de cómo institucionalicemos la cultura. Es la puerta para salir de este mundo que se repite continuamente y que se aleja de aquella vida, que por viva, no se repite jamás. El ser humano obvia un detalle relevante para su desarrollo, cree que habita un mundo que es solo material, comprendiendo por ello únicamente cuanto es visible a sus sentidos. ¿Y qué hay de eso otro que nos regala la vocación creadora?, ¿de aquellos misterios que ayudan a hacer del tiempo instantes vivos? Ha llegado el momento de asumir la responsabilidad, de materializar la creación que ayuda a nuestra comprensión. ¿Dónde está el camino de regreso en este laberinto, que por recóndito, parece no tener retorno? Tenemos frente a nuestras colectividades una tarea sobrehumana que no se puede producir artificialmente, que no nacerá jamás desde la repetición ni tampoco de la copia. No deberíamos perdernos más en ella. Ahora debemos volver al mágico estado de los comienzos, dejando de fingir la ebriedad que nos provoca ser para sentirla de veras. La conciencia habita la mitad de la vida y con ella deben quedar atrás las meras promesas. Ahora se trata de ratificar y de responder desde nosotros mismos; porque solo la vida tendrá sentido si aprendemos a amar, y no olvidemos que amar es cuidar.