
Valparaíso. Precio: 12 €.
La literatura ha supuesto una forma de reparar el dolor, un mecanismo terapéutico. Lejos del sentimiento del dolor, la memoria explora con el sujeto por diferentes paisajes.
Re-descubrir paisajes significa volver a vivirlos. Anclar lo que somos en lo que fuimos. Un viaje introspectivo e íntimo, del cual casi nunca se regresa indemne, ileso.
Pese a todo, es ley de nuestra identidad: miramos atrás para andar hacia delante.
Con estas premisas escribe su opera prima, Anacronía (Valparaíso), Gerardo Rodríguez Salas (Granada, 1976), después de haber entregado poemas y cuentos a distintas publicaciones colectivas.
El motivo de Anacronía es un viaje para no olvidar, una evocación de otro tiempo, una reparación de la ausencia de un ser querido, como el autor ha expresado en la dedicatoria: «A mi hermano Javi, / que nunca cayó del todo».
El libro muestra una coherencia, fruto de una planificación: tres poemas preliminares al que le siguen tres apartados, «Ayer», «Ausencia» y «Porvenir» y Cartografías, anotaciones para no perderse, coordenadas necesarias para no perderse sin Wikipedia. El primer y el tercero hacen balanza sobre el núcleo que tiene una mayor ocupación.
Guardan una extensión semejante los poemas. Tan sólo le bastan a Rodríguez Salas de dos a cuatro estrofas para crear belleza y transmitir una emoción. Los versos tienden a acortarse. No faltan palabras porque el lenguaje condensa la turbación. La repetición de versos heptasílabos y algunos endecasílabos contribuyen a crear musicalidad en el poema, junto con la repetición de estructuras sintácticas y la reiteración de varios términos que tienen su relevancia significativa.
Los tres poemas actúan como declaración de intenciones; un material altamente sensible. En «Palabras de papel» se lee el verso «Busco palabras que te invoquen». Y en «Lobo», ya tenemos el primero de varios poemas magníficos, con un cierre inolvidable, una conclusión que nos retrotrae al principio, a un brutal comienzo: «Quizá ya he vuelto, / quizá nunca me fui del todo. / El viaje puede ser una fuga al pasado, / un ascenso sin alas al punto de partida».
Varios son los poemas espléndidos del primer apartado: «Luciérnagas», «Urdidor» y «Escaleras». Títulos breves, adjetivación justa y algunas reiteraciones léxicas convierten los textos en armazones emocionales. Tanta emoción podría correr el riesgo en convertirse en poemas lacrimógenos, pero nada de eso: confirman el sentimiento de pérdida y la memoria repara el daño. Es un reconocimiento confeso, personalísimo, como leemos en «Urdidor»: «Cuando abriste los ojos / de madrugada, él no estaba allí / vigilando tu sueño, él no estuvo / allí, a tu lado, nunca / desde que un día /olió la pena a gasolina».
Entrando en la parte nuclear del libro, «Ausencia», el autor granadino nos avisa que trazan una cartografía neozelandesa, que aparece explicada al final del volumen. Poemas desgarradores que el tiempo ni el espacio han conseguido borrar. La mirada de Rodríguez Salas transforma el viaje en versos rotundamente desgarradores. El sentimiento de que lejos la memoria rescata al ser querido. En el espléndido «Jet Lag» se recoge esa expresión de ahogo: «y me ahogo en la lluvia / de esta noche infinita». El zarpazo se reconstruye, se recuerda el instante «del golpe seco», en la serie «El piano». El posible paraíso neozelandés llega a convertirse en una cueva, así en «Whakapapa»: «Hay abrazos que el mito nunca borra. / Te fuiste y me aplastó / la oscuridad más absoluta», y, tras la no correspondencia, el apóstrofe en «He Wawata» parece un grito ensordecedor: «Hermano, ¿dónde estás? / ¿volverás algún día?»
Y al final, la caída infinita se traza en «Porvenir». Del tercer apartado destacaría dos composiciones, la primera, de título homónimo, donde el poeta reescribe la imposibilidad del olvido: «Por el desagüe, / giré, giré, giré / en sentido contrario, / caí, caí caí, / ¿caeré alguna vez / del todo?», y la última titulada «Nunca», profundo sentimiento escrito con un estilo muy cuidado, el lenguaje siempre expresivo y recurrente, mediante imágenes visuales logradas a través de asociaciones ilógicas, con un marcado tono cernudiano concluye: «El recuerdo es la sombra / torpemente zurcida a los talones / y el olvido la piedra / que no termina nunca de caer».
En definitiva, Anacronía no está dirigido a un lector morboso, sino a un lector que sienta la poesía, como la siente Gerardo Rodríguez Salas, una práctica que repara muy adentro.
NUNCA
El olvido es el pájaro que vuela
bajo el suelo
sumido en las raíces infinitas
del árbol deshojado.
El olvido es la anciana con los ojos vacíos,
las arañas que tejen nuevos párpados
cerrados, nuevos duendes
que urden bruma
en las ramas del mito.
El olvido es el diente que desgarra la noche
que sangra moribunda,
que llora gotas negras
que no se ven pero que gritan
sin voz y que arden húmedas
dentro, muy dentro…
¿Quién es la antípoda de quién
si tú saltaste al mar desde aquel árbol
saliéndote del mapa sin dejar
siquiera anchura a este vacío?
El recuerdo es la sombra
torpemente zurcida a los talones
y el olvido la piedra
que no termina nunca de caer.
Gerardo Rodríguez Salas