Alcanzar a vivir la vida desde la pasión interna que nos habita debería ser el valor más preciado de esta y de todas las épocas.
Ser quienes hemos venido a ser siempre será la tarea más compleja y fructífera que viviremos; la más importante.
Hablamos de entregas absolutas a uno mismo, salvando la época, los siglos, los tiempos y todos los juicios que nazcan de ello. Más que una lucha, se trata de una entrega hacia sí. El total de cuanto nos alberga, sin ser exigencia es, más bien, un extremoso deber, como afirmaba Ramón Gaya en uno de sus escritos. En una generación que alcanzó ser y que supo vivir en esa entrega que le hizo la vida, existió un pintor que escribía. Así se definía a sí mismo. Considerado el último pintor y poeta español de la Generación del 27 y uno de los más excelsos pensadores del siglo XX, Ramón Gaya nos desvela los secretos de las pasiones más puras y naturales de la persona; aquel ser humano que define María Zambrano, -amiga del artista-, como el individuo que ha transcendido su propia existencia y que tiene conciencia de quien es, creándose desde ese hondo autoconocimiento a la vez que desvela lo esencial de sí y que consigue vivir acorde a ello su propia entrega.
Desde esta revelación propia todo es entendimiento y palabra, se tonifica la labor de uno con la vida, se da la poesía del pensar. Tal fue la entrega de Gaya a la creación, a sus meditaciones hechas pintura, que nos habla de muerte en vida en el caso contrario: “y es que suicidarse por no saber descubrir en sí mismo sus deberes, o mejor, su deber total, es en efecto, como suelen decir las gentes un poco de memoria y por repetición, una cobardía”. El pintor nos lleva a la verdad, nos posiciona frente al único camino: el de ser uno mismo y no el de la búsqueda de la esperada felicidad, como aún se piensa. Se trata de una idea que hemos de traer con urgencia a nuestro tiempo. Necesitamos admirar a quienes fueron, confesarnos quienes somos a nosotros mismos, comprendernos y ser misericordiosos para dejarnos en paz y poder surgir. No hay otro camino que vivir desde aquella condición que se nos ha entregado como un regalo de los dioses. Así lo hicieron en una Generación que se vio truncada por el final de una guerra, que se le obligó a exiliar hasta de sí misma dejando atrás un intenso camino de esencias vivas.
Insiste Gaya, porque él nunca repetía, sino que insistía -así lo afirmaba el pintor-: “vemos, por lo tanto, que no venimos a la vida para aprovecharnos de ella, sino a entregarle cuanto somos. Y no ya nuestros valores, sino incluso las pasiones y los sentimientos parece que nos han sido prestados, que nos han sido entregados, más que para dicha y desdicha nuestra, para que la vida misma, para que la vida del mundo se adorne, se emperifolle, se engalane de pasiones y sentimientos”. Vivir es, pues, entrega, llegar muy hondamente a la razón del corazón y de los propios motivos. El artista, por su mirada, parece verlo más claro; pero no, no solo ha de quedar en el artista la condición de ser, sino que ha de ir más allá, trascender hacia una sociedad que hoy más que nunca, parece desconocerse mientras se aleja de lo valioso que alberga en su pecho. Así se refería a ello la escritora Rosa Chacel cuando nos animaba a buscar nuestro máximo deber y poder en lo más profundo de nuestro pecho. Ramón Gaya, quien fuera uno de los pintores exiliados en México y más tarde en Italia, supo no confundir el valor con la ferocidad, para atreverse a ser mientras se entregaba a su condición de pintor, porque no podía hacerlo de otra forma que hallando el deber que se le asignó, y cumplirlo o esforzarse en cumplirlo, como escribiría desde México en 1940, el pintor que da nombre a un museo en su ciudad natal, en Murcia, desde 1990. En aquel tiempo, una generación vibrante de verdad se atrevió a ponerse al servicio de sus pasiones respetando ante todo, al corazón. Un hecho que hoy nos posiciona en el recuerdo para volver a nombrar a aquellos que un día fueron porque se entregaron, con valentía, a la animalidad de sus propios corazones mientras que un implacable sueño les mantenía despiertos. Ellos fueron, sí; y ahora nos toca a nosotros, porque no, no vinimos a ser felices, sino a ser nosotros.