Al entrar en la bóveda acristalada de la estación del ferrocarril, mientras se aproximaba a la taquilla expendedora de billetes, supo de manera fortuita pero concluyente que le quedaban unos cuantos minutos de vida.
Veinte a lo sumo, si, como parecía, no le daba tiempo a llegar al tren que, según el luminoso, estaba a punto de detenerse en el andén B, vía 4. Sin contar con los posibles retrasos que pudieran producirse en el, por lo regular, escrupuloso funcionamiento de la línea férrea que comunicaba la zona residencial donde vivía y el centro de la ciudad donde cada día apuraba con desgana una nada convencional jornada de trabajo.
Supo que iba a morir aplastado, bajo las ruedas del tren que habría de transportarlo al centro de la ciudad donde se dirimía buena parte del futuro poco halagüeño de la Comunidad –la crisis había reducido ese centro a la mínima expresión- y, sin embargo, cuando llegó a la taquilla y se encaró con el funcionario que ya alargaba la mano para recibir el importe, pidió, como siempre, desde el primer día en que optó por la comodidad y rapidez de ese medio de transporte, harto de soportar atascos en el tráfico y ataques de ansiedad sin recompensa, un billete de ida y vuelta.
Qué ironía, se dijo, pedir un billete de ida y vuelta cuando estaba claro que no iba a volver. Pensándolo bien, ni siquiera necesitaba billete, dado que, en el caso de que su intuición fuera cierta, no llegaría a utilizarlo. Podía haberse ahorrado el gasto; pero, después de todo, qué valor tendría un puñado de monedas en el bolsillo de un cadáver destrozado entre las vías. De esa forma, al menos, lograría pasar sin levantar sospechas por los controles de acceso a los andenes, como cualquier otro viajero.
Y debió de decírselo en voz alta, pues el funcionario, al entregarle el billete, esbozó una tímida sonrisa e hizo un gesto como de no entender nada. Tal vez era su forma de despedirse de él; lo que, dadas las circunstancias, no representaba ningún consuelo.
Recogió el trozo de cartón impreso con la fecha de su muerte y el cambio, apenas cincuenta céntimos que avalaban con su insignificancia la inutilidad del gesto y lo redimían, en el último momento, de la perezosa generosidad de una propina que carecía de sentido en tanto y cuanto no tendría ocasión de disfrutar del agradecimiento o el desdén de su beneficiario.
Antes de echar a andar volvió a mirar al funcionario. Su semblante no había variado, salvo en la impresión de que tenía la barba más poblada, como si hubiera envejecido de repente, en el mero acto de expender un billete de ida y vuelta a la ciudad a alguien que no lo necesitaba. Impresión absurda a todas luces, por más que las arrugas de la frente y el color cetrino de su rostro, apenas vislumbrados hacía un instante, no la desmintieran.
Dejó de observarlo al fin y, como si no pudiera escapar del remolino absurdo en que se enredaban sus divagaciones, se preguntó qué pensaría de él aquel hombre y qué sentiría cuando se enterase de que lo había arrollado un tren en la vía 4 del andén B con destino a la capital.
Supondría, como es natural, que se trataba de un lamentable accidente que traería de cabeza durante unos días a la Empresa gestora de las líneas de cercanías y a la Compañía de Seguros y causaría un retraso irreparable en el servicio; además –pensando de un modo poco altruista- de amargarle el turno.
Una vez digerida la sorpresa –no en vano era la primera vez que ocurría una tragedia semejante en esa estación, preparada para prevenir y evitar sucesos aún más graves-, recapacitando, recordando detalles del comportamiento de la víctima que desde la taquilla había pasado por alto, deduciendo a toro pasado que, como poco, era un tipo raro, de mirada ausente y un temblor de manos que lo delataban, quizá llegase a la conclusión de que le había vendido el billete a un suicida.
Hasta era factible que fuera esa la versión que ofrecería a los periodistas que no tardando ocuparían todos los rincones de la estación buscando, si no la verdad, la información apropiada para un suceso de tal calibre. Y, probablemente, no sería el único, entre propios y extraños, que pensase que la crisis, la soledad, el estrés o la depresión -enfermedades de nuestro tiempo que, solas o acompañadas de remedios ocasionales, se suelen detectar cuando ya están produciendo estragos- lo habían abocado a tirarse a la vía del tren.
Era una pena, pero el simple hecho de vivir y enfrentarse a los problemas derivados de ese hecho en apariencia tan simple tenía consecuencias, a menudo, desagradables. Y no sólo para el interfecto, sino también para los trabajadores de la estación y el resto de los viajeros, que pronto comprobarían cómo su vida también se trastocaba de manera irremediable.
Como mal menor, si había sido un suicidio, la Compañía de Seguros respiraría tranquila –ninguna póliza cubría el deceso voluntario-, los periódicos tendrían de qué hablar los días siguientes –aunque no suelen faltarles asuntos luctuosos con los que amenizar el desayuno de miles de lectores que no esperan morir ese día y, mucho menos, suicidarse- y el expendedor de billetes, arrogándose el privilegio de haber sido el último en contactar con el finado, humilde albacea de sus últimos gestos, podría sentirse orgulloso de evitar con sus declaraciones un engorro mayor a los auténticos responsables ante los medios de comunicación.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. En otro tiempo, lejano y adolescente, es posible que ese razonamiento, adulterado por la impresión de los que no le conocían lo suficiente o sólo de vista, no le hubiera resultado tan descabellado. La idea del suicidio le había rondado, como suponía que le habría pasado a la mayoría de los jóvenes que veían debilitarse sus defensas contra las violentas acometidas de la vida.
¡Quién no le ha visto las orejas al lobo en alguna ocasión; el futuro estrechándose como un túnel negro cuya luz, al final, se hace cada vez más opaca y diminuta! ¡Quién, en esa tesitura, no ha tenido la tentación de bajar los brazos y rendirse!
Pero para suicidarse hacía falta mucho valor –él se dijo, muchos cojones- o un alto grado de desesperación y él adolecía de ambas cosas.
Ni siquiera cuando firmó los papeles del divorcio se le pasó por la cabeza la idea de quitarse del medio.
Cierto es que fue un divorcio sencillo, sin los traumas típicos de la ocasión. Elena, simplemente, lo abandonó. Se fue del piso donde habían vivido y hasta sido felices unos cuantos años, dejándoselo en perfectas condiciones de habitabilidad, limpio, amueblado, decorado con gusto y con una hipoteca mínima que caducaba a los pocos meses. Además, le eximió ante notario de pasarle la cuota obligatoria para la manutención de su único hijo, Alejandro, que había decidido seguir los pasos de su madre sin dejar de ver a su padre cuando ambos convinieran, con lo cual se disipaba también el problema del régimen de visitas.
No se le escapaba que eran demasiadas facilidades como para no pensar que lo único que quería Elena era perderlo vista, quizá porque ya estaba harta o, como él se dijo, hasta el coño, o porque hubiera encontrado otra pareja; lo que era improbable, pues, conociendo a Elena, se lo habría espetado a las primeras de cambio. Pero él, en lugar de resentirse por el inesperado abandono, sin duda una de esas duras acometidas que hacen más negro e impracticable el túnel de la vida, se sintió aliviado y decidió disfrutar de su renovada soltería.
A Elena no volvió a verla, a pesar de que se había instalado en un chalet adosado cerca de su antigua casa y era casi imposible no encontrarse alguna vez. Tampoco tuvieron contacto telefónico, ni una sola palabra, a partir de entonces.
Con Alejandro, siempre discreto respecto a las posibles relaciones de su madre –quizá porque no las había y de lo que estaba harta no era de él en concreto, sino en general de las relaciones de pareja-, por el contrario, siguió manteniendo e intensificando el contacto. Se veían a menudo y hasta se entendían; lo que no dejaba de tener mérito entre un padre reinsertado en la sociedad civil y un hijo adolescente con las hormonas a pleno rendimiento.
Feliz circunstancia a la que contribuyó sin duda la decisión del padre –aprovechando que a Elena no le gustaba el fútbol y no vería ni un partido aunque su hijo jugase en primera división- de acudir todos los fines de semana a presenciar los progresos de Alejandro en el equipo de juveniles al que fue traspasado poco después del divorcio.
Fue en uno de esos partidos, entre el público de escasos aficionados al equipo local, donde conoció a Laura, madre a la sazón de un compañero de Alejandro en el equipo y, como descubriría sin tardanza, también en el instituto. Al principio fueron sólo miradas, luego gestos que se difuminaban entre los gritos de alborozo o decepción según fueran cayendo los goles en una u otra portería y, no mucho más tarde, algún comentario breve respecto a tal o cual jugada u ocasión marrada.
Laura lo sedujo desde la primera mirada y, si al principio se resistió a un acercamiento mayor, fue porque dudaba de que la mujer cuya belleza madura no residía tanto en sus rasgos físicos, sino en la distraída perfección con que los proyectaba hacía su objetivo con una mezcla irresistible de timidez y picardía, estuviera libre de compromisos afectivos. Le extrañaba que así fuera y que la fortuna le guiñase un ojo tan elocuente, pero también que siempre asistiese sola a los partidos, atreviéndose a conjeturar que o no había otro hombre, un marido por así decirlo, o a éste, como a Elena, tampoco le gustaba el fútbol.
Sólo cuando su relación empezaba a tomar derroteros ajenos a lo que se dirimía en el campo de césped artificial donde sus respectivos hijos buscaban la jugada perfecta, también ajenos a lo que ocurría en la grada, se enteró de que en efecto había un marido al que no le gustaba el fútbol, viajaba mucho por motivos de trabajo y era muy celoso.
No fue capaz de discernir si la respuesta de Laura a su torpe y precipitada pregunta en el descanso de un partido en que habían quedado solos, alegando que no les apetecía tomar nada, era una disculpa, una retirada a tiempo o una apresurada declaración de intenciones antes de que los demás volvieran. Pero no quiso saber más. Si no lo veía, para él era como si no existiera y su condición de celoso, paradójicamente, actuó de acicate para ir un poco más lejos; como quien se lanza a la aventura por el camino más abrupto pensando que, si llega a la meta, el premio será mayor. Por otra parte, la información de que viajaba mucho, allanaba a priori un camino bastante previsible a esas alturas de un partido que empezaba a jugarse fuera del césped.
Ya no había vuelta atrás. Ambos sabían lo que iba a pasar a partir de ese momento. Intercambiaron sus números de teléfono y empezaron a verse fuera de los campos de fútbol, a citarse en su casa de soltero sin compromiso o en lugares cuyo sigilo estuviera garantizado, a aprovechar las salidas del equipo para explorar con el coche rincones recónditos donde, de ser sorprendidos en actitudes procaces, al menos no serían reconocidos.
Sólo en una ocasión él pasó a recogerla a su casa y la urgencia del deseo los condujo al cuarto de baño donde lo hicieron sin desvestirse, apresuradamente, temerosos de una visita inoportuna o un regreso anticipado, frente al espejo del lavabo donde se acumulaban los perfumes y cosméticos de Laura y los afeites de su marido; sólo una vez, con la promesa de resarcirse de la prisa no bien estuvieran fuera de peligro.
No querían correr riesgos. Sabían lo que tenían entre manos y era demasiado perfecto como para permitirse la menor indiscreción.
Nunca hablaron de desvelar su secreto, pues, aunque el lazo que unía sus respectivas intimidades era cada vez más tenso y la tentación de exhibir sin tapujos su voluntad de amarse el resto de sus días surgía de vez en cuando como un arrebato de sinceridad, eran conscientes de que a la luz de la realidad ese secreto ya no les pertenecería en exclusiva y la serena corriente que lo transportaba hacia una playa solitaria e idílica se convertiría en un torbellino de acusaciones, habladurías y culpabilidad que podría terminar en el sumidero de las oportunidades marradas. Estaban bien así. De modo que extremaban su prudencia, a la vez que aumentaban la intensidad de sus encuentros furtivos.
Como para pensar en el suicidio, se dijo, mirando el letrero luminoso que anunciaba las salidas y llegadas de los trenes. Retuvo en su mente la hora exacta en que llegaría el suyo y, por primera vez, tuvo miedo, no de la muerte en si misma, sino de la pesadumbre que ésta dejaba atrás: Alejandro, Laura y también, a pesar de todo, Elena.
Disponía de tiempo, lo cual era una novedad, pero no sabía cómo emplearlo. Resulta curioso comprobar cómo la certeza de lo inevitable alarga los minutos que se tienen contados. Podía comprar el periódico, como hacía cada día para hojearlo durante el trayecto; pero no le pareció buena idea. Había leído en algún sitio que hay periódicos que se adelantan a los acontecimientos y él no habría soportado ver su cadáver en la portadilla de la sección correspondiente a la Comunidad; ya era bastante triste tener que morir como para, además, convertirse en protagonista de una primicia informativa. También podía cerrar la compuerta de los pensamientos funestos y tratar de convencerse de que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, echarle un cuarto a espadas al destino que se configuraba en su cerebro con una virulencia implacable, abandonar la estación y, si tenía que ocurrir de manera inexorable, buscar la muerte en cualquier otro lugar, cerca de Laura a ser posible; pero aquella era también una presunción inútil. Si tenía que morir, mejor hacerlo según el procedimiento pactado por fuerzas ajenas a su voluntad. Para qué darle más vueltas.
A escasos metros de donde se hallaba se abrió una de las puertas de la cafetería. Alguien entraba o salía y, con su gesto, dejaba una incógnita en el aire. Ya había reparado antes en ella, pero, dado que solía desayunar en casa antes de salir, para no perder tiempo, nunca había entrado y eso a pesar de que la amplia cristalera, que la dotaba de una sutil intimidad, proyectaba a la vez un variado y suculento surtido de tentaciones. Por eso, se dijo, quizá fuera el momento perfecto para romper la norma y matar allí mismo el tiempo que, en su propia consunción, acabaría también con él.
Entró resuelto a pedir un café. Dada la hora le pareció lo más apropiado. Pero cuando llegó a la barra ya había decidido concederse un último homenaje, un Johnnie negro, en vaso bajo y con mucho hielo; por fuerte e inusual que le resultase no iba a hacerle más daño que la muerte y, si el resto de los clientes pensaba que era un alcohólico, qué podía importarle ya.
La demanda, sin embargo, no le sorprendió a la camarera, joven, guapa y, probablemente, extranjera, que le sonreía desde el otro lado del mostrador, luciendo un encanto desproporcionado que refrendó lo acertado de su decisión.
Qué bueno, le dijo la chica mientras servía el güisqui de acuerdo con sus indicaciones, te he visto pasar tantas veces de largo que pensé que nunca ibas a decidirte a entrar. ¿A qué se debe este inesperado honor?
Supuso que le estaba vacilando. Era imposible que una chica tan joven y guapa se hubiera fijado en él hasta el punto de echarlo de menos cuando, como podía deducirse de la concurrencia y el trasiego de gente, no tendría problemas, ni tal vez tiempo, para elegir con quien conversar o, incluso, llegar a intimar. Pero le agradaron su desparpajo y buen humor y decidió seguir la broma.
Es que me quedan sólo unos cuantos minutos de vida y no sabía cómo emplearlos. De ahí el güisqui, no vayas a creer que tengo por costumbre empezar a beber tan pronto.
A la chica le hizo gracia la respuesta y, quiñándole un ojo, le dijo que no era su día de suerte, estaba sola y no podía abandonar la barra, si no ya le iba a enseñar ella cómo pasar los últimos minutos de su vida.
Definitivamente, no, no es mi día de suerte; dijo él más animado, inmerso en la sonrisa que lo provocaba. Dio un trago, que le supo amargo, pero era el único placer que no se le negaría antes de morir.
En fin, siguió ella, otro día será. Otro día, claro está, que te queden sólo unos minutos de vida. Ya veremos qué se puede hacer. Me gustan los retos. ¿Trato hecho?
No creo que me caiga esa breva, musitó él, mientras miraba el reloj y sacaba la cartera para pagar la consumición, que ya había apurado en un último trago.
Guarda el dinero –la chica no había dejado de sonreír-, hoy invito yo, ya tendrás ocasión de resarcirme.
Lo tendré en cuenta, aunque lo veo difícil.
No lo olvides. Cosas más raras se han visto, y tenemos un trato.
Estaría bien, se dijo y, respondiendo a su sonrisa, le guiño él también un ojo. El deseo era de repente más fuerte que el temor y la incertidumbre, pero tal vez no fuera suficiente.
Al llegar al andén, los altavoces anunciaban la entrada inminente del próximo tren con destino a la ciudad. Se congratuló de la eficacia del servicio ferroviario, pero, de manera excepcional, le exasperaba también tanta puntualidad.
Entonces sonó el móvil y pensó que cualquiera que fuese el asunto que lo requería ya estaba de más. Aún así, lo sacó del bolsillo de la chaqueta, desganadamente, con el propósito de desconectarlo y evitar que volviera a sonar cuando se produjera el desenlace y la tragedia de su muerte pareciera una comedia de mal gusto. Hay gente muy pesada que te persigue mientras te queda un suspiro de cobertura.
Era Laura la que llamaba, de modo que no tuvo más remedio que contestar. Su voz entrecortada denotaba angustia y, los hipidos que la salpimentaban, que había llorado y que se esforzaba en mantener la calma mientras le hablaba, pero que una vez se cortase la conversación volvería a prorrumpir en lágrimas. Era una situación extraña, un tanto ridícula, agravada por la letanía de los altavoces que hacían más penosa la comunicación; pues Laura no tenía por qué saber que él iba a morir, a no ser que, como algunos periodistas avispados, hubiera adelantado su pena a los acontecimientos.
Lo sabe, gimió Laura, Arturo lo sabe todo.
Era la primera vez que Laura pronunciaba el nombre de su marido: el desconocido, celoso, al que no le gustaba el fútbol. Ahora quizá le dijera cuál era el trabajo que le tenía tanto tiempo ocupado fuera de casa.
No he podido aguantar más y le he contado lo nuestro, ya estaba harta de suspicacias y sospechas; siguió Laura con un deje de reproche, indefensa, demandando auxilio y comprensión. Se ha vuelto loco. Me ha insultado. A punto ha estado de pegarme. Por suerte se ha dado cuenta a tiempo y se ha ido de casa dando un portazo. En su estado es capaz de cometer cualquier barbaridad. Me temo que lo he estropeado todo. Perdóname.
La voz de Laura se escuchaba cada vez más lejana. Los altavoces parecían clarines anunciando el momento culminante del último acto. La cabecera del tren ya se divisaba doblando la curva que daba paso a una recta lo suficientemente larga como para que los viajeros pudieran prepararse con tranquilidad.
Supuso que la angustia de Laura era un buen motivo para echar un cuarto a espadas al destino, que, teniendo en cuenta esa nueva circunstancia, tal vez le concediera una tregua. Si esperaba a que llegase el tren ya no podría ayudarla; aunque, a decir verdad, no sabía cómo iba a hacerlo.
Sin dudarlo, se dirigió hacia la salida, con el móvil en la mano, cerca del oído, sin atreverse a desconectarlo por temor a perder definitivamente la comunicación con Laura. Apenas había dado unos pasos cuando se escuchó un estruendo de voces y carreras, procedente de la rampa de acceso a los andenes, en dirección contraria a la que tenía que seguir él para sortear a la muerte y prestarle auxilio o, por lo menos, consuelo a su amante.
De repente, entre el tumulto y el desasosiego de los viajeros, cada vez más patente, apreció un hombre, desaforado, con los ojos inyectados en sangre, vociferando, con un objeto metálico en la mano que, a contraluz, no se distinguía si era un cuchillo o una pistola. Detrás de él, los guardias de seguridad corrían tratando de darle alcance, como si en ello les fuera la vida, lo que daba a entender que el sujeto al que perseguían era más peligroso que un simple ladrón o que cualquier viajero que hubiera decidido saltar los controles sin pagar el billete.
Instintivamente, se echó a un lado, casi al borde del andén, suponiendo que el perseguido no permitiría que nadie se interpusiera en su huída y esperando que acabase pronto aquel revuelo para escabullirse y acudir al lado de Laura. El tren se acercaba a toda velocidad, pero él ya no tenía miedo. Ahora el destino tenía otros asuntos que atender.
Cuando llegó a su altura, el individuo se detuvo, lo miró fijamente a los ojos y, en un exabrupto, como si ya supiera la respuesta, le preguntó su nombre. Al punto le extrañó aquel abordaje, pero, tras un breve intercambio de miradas, comprendió el motivo de tal desafuero. Había visto aquel rostro antes, sólo una vez, un breve instante, en una foto que reposaba en un falso escritorio, en el pasillo por el que se accedía al cuarto de baño en casa de Laura. En la foto vestía de uniforme militar con toda la parafernalia de un día de gala, por lo que dedujo que la pistola con que lo apuntaba era la reglamentaria y el marido burlado diestro en su manejo.
Sintió que le temblaban las piernas; no estaba acostumbrado a que le amenazaran con una pistola. Trató de sobreponerse. Pronunció su nombre, deteniéndose en las sílabas, con un intempestivo tono chulesco. Luego le espetó que su relación con Laura no era un capricho y que él no era el único culpable de su infelicidad, instándole a recapacitar antes de cometer una locura. No tenía nada que perder. Al fin, qué más daba morir de una forma o de otra. El tiempo estaba cumplido, los minutos contados y el partido a punto del pitido final.
Al ver que no se arredraba, el otro dejó caer la pistola y se echó a llorar como un niño al que le han quitado su juguete favorito. Le temblaban las manos y no dejaba de preguntarse, a voz en grito, para estupor de los allí presentes, qué mal había hecho para que el destino se cebase con él de aquella manera. No era un asesino, pero no descansaría hasta que pagasen por lo que le habían hecho.
En cierto modo él también se sintió culpable –era lo que sucedía cuando se aireaban los secretos y quedaban al descubierto las fisuras de un plan perfecto-, pero aliviado y a salvo, entendiendo que el destino había cambiado de perspectiva.
No cayó en la cuenta de que el azar con frecuencia va por libre y administra sus propias certezas. La mala suerte hizo el resto. Los guardias de seguridad, al intentar detener al presunto asesino, emplearon demasiado ímpetu y, en lugar de sujetarlo, aprovechando que estaba vencido y desarmado, lo empujaron con tal fuerza que fue a parar contra él justo cuando el tren llegaba a la estación prorrumpiendo en un brusco frenazo, demasiado tarde e insuficiente para que la tragedia se saldase con unas cuantas fracturas. El marido celoso, con las mejillas arreboladas de odio y llanto, aún intentó sujetarlo, pero al instante desistió del empeño so pena de caer él también a la vía y no poder ver cómo el cuerpo del traidor se deshacía entre los hierros que despedían chispas.
No sintió el golpe, si acaso un fuerte escozor en el pecho, producto del empujón que le había hecho perder el equilibrio. Escuchó el pitido del tren, como tres silbazos que confirmaban el final y el chirriar de los frenos. El móvil salió despedido de sus manos y, desde la oscuridad, supo que todo había terminado.
A través del móvil, todavía conectado, Laura escuchó el frenazo del tren y dedujo que todo estaba en orden. En unos segundos él se subiría a cualquiera de los vagones y, en cuanto las puertas se cerrasen, estaría a salvo, al menos hasta que todo se aclarase. Se le había olvidado decirle que Arturo sí le conocía y que iba en su busca: era capaz de todo y tenía una pistola. Pero eso ya carecía de importancia.
Por fortuna, todo había acabado bien, pensó Laura, pero al pronto dudó, cuando en la lejanía de un móvil que empezaba a perder la cobertura creyó escuchar el llanto de un hombre, cuyos hipidos se parecían mucho a los suyos, aunque parecían más sinceros.