Yo no querría tener nada que ver con una banda de traficantes de armas, pero hasta aquí hemos llegado.
Beso el alma caliente de las escopetas, en su barniz pasado veo el brillo de los que han de caer, acaso en mis desvelos.
Kalashnikovs con música de máquinas Olivetti, comiendo a dentelladas de la carne del día. Revólveres oscuros, bazucas líricos: nada se me escapa.
Nuestra banda tiene un jefe, pero su rostro muta como el de cualquiera que haya visto el terror en otros ojos y sí tenga un pasado.
Solemos reunirnos en bares del extrarradio, con barras aterciopeladas donde un señor bebido siempre grita: “¡Que no decaiga!”. Ese señor soy yo también a veces, después de constatar que la bala no es lo que hace al arma tan feroz, sino la velocidad que ésta es capaz de imprimirle.
Corren aves por el aire, y en los días de suerte alguna va al plato.
Yo no querría que me relacionaran con la banda, pero yo soy la banda. La forma un solo hombre. Uno que le dispara a las palabras, con afán desenvuelto y homicida. Las ve correr, zafarse, serpentear entre ideas cochambrosas. Y el día que las hiere es feliz, pues un poco de sangre es bastante para matar el hambre.
Sentado tengo más peligro que un mal adjetivo puesto en pie, guerreros ambos. Ah, el dulce olor de la pólvora.
Palabras y más palabras, unas detrás de otras, y en un río de ellas atrapar el gatillo que nos haga otra vez inmaculados.