En una calle de Caracas, un grafiti retrata a Nicolás Maduro, quien sostiene en su mano izquierda un librito. Es un ejemplar de la Constitución venezolana. Debajo reza el mensaje: “Papel higiénico bolivariano”.
A diferencia del disputado grafiti de La vida de Brian, éste no parece tener faltas ortográficas, a lo que contribuye la diferente técnica empleada.
El de la película está escrito a pulso, y es por tanto un ave libre. El otro es un estarcido, es decir, pintura aplicada sobre una plantilla. Permite reproducir el mismo mensaje, en fondo y forma, numerosas veces. Ésa es su ventaja. En cambio, convierte al grafitero en un blanco más fácil, por el tamaño de la plantilla, difícil de esconder, y por su propio mensaje incriminatorio. No es como si la policía lo retiene y sólo lleva encima unos esprays; siempre puede alegar que los ha usado para escribirle odas, muy bolivarianas e higiénicas, a Maduro.
Ésta y la serigrafía, obtenida en imprentas mediante el uso de planchas, son las técnicas predilectas de Banksy, del que poco más sabemos que es de Bristol y, por un desliz reciente de un amigo suyo, que se llama Robert. Su anonimato empieza a resultar plomizo. Lo que empezaron siendo unas protestas pictóricas, más o menos valiosas, a fines de los ochenta, se descontroló a raíz de su exposición Barely Legal (Los Ángeles, 2006) y no ha parado de inflarse hasta crear un monstruo que ha devorado a Banksy. No se espera que lo digiera en breve. Hay una “burbuja Banksy” y el desencriptado de su identidad secreta podría ser la aguja que la pinchase. De ahí que todos se pregunten quién es Banksy y, a la par, se anticipen al amargor, algo cursi, de que algún día acabara por ser desenmascarado.
Entretanto, el mercado secundario de sus obras, ése que Banksy dice despreciar, empieza a estar lo suficientemente nutrido como para que sus propietarios aprueben cederlas a los organizadores de una exposición y con ello engordar la expectativa. O sea, el precio. Los amantes del arte compran para atesorar. Los especuladores, con todo su derecho, para vender más caro de lo que compraron. Banksy no está al margen de este principium artis y por eso en Ifema, hasta el 10 de marzo, podremos disfrutar de una colección de 73 de sus obras, valoradas en 17 millones de euros a la fecha de su apertura.
Para ahondar en el desconcierto, la exposición -no autorizada por el artista- lleva por nombre “Banksy, ¿genio o vándalo?”. No se entiende la disyuntiva. Miguel Ángel, quien retrató en el Juicio Final de la Sixtina con orejas de burro al cardenal que había intentado enfrentarlo con el papa Pablo III, ya demostró que ambas cualidades pueden darse en el mismo artista. “¿Genio o fraude?” habría sido más ajustado, aun cuando no deja de ser descriptivo de una época que un tipo que juguetea con su propia naturaleza fraudulenta -tantas son sus contradicciones- pueda ser considerado un genio.
Tras un corto pasillo a oscuras, un video-montaje introductorio, reproducido en bucle, muestra un buen surtido de las obras que no encontraremos después. El volumen está demasiado alto. Luego entendemos que es para competir con las alocuciones prehistóricas de unos dinosaurios de cartón piedra, exhibidos en la sala contigua de otra exposición. Rebasado el estudio supuesto del artista, referencia tomada del que aparece en su documental Exit through the gift shop, compruebo con agrado que han traído el estarcido Stop Esso (2000). No es una reproducción, sino el fragmento del muro real trasplantado a la oscuridad de una sala madrileña. En un estupendo día de playa, los padres de una niña sonríen mientras ella, manchada de combustible Esso, juguetea con una cerilla. Puro Banksy.
No falta ninguna de las obras de mayor renombre: Napalm, donde el ratón Mickey y el payaso Ronald McDonald llevan de la mano, ufanos, a la niña Kim Phuc, que llora de dolor por sus quemaduras; el manifestante cuyo cóctel molotov es suplantado por un ramo de flores; están sus ratas atildadas y sus monos ceñudos, y hasta el actualísimo Brexit, donde un operario retira a martillazos una de las estrellas de la bandera de la Unión Europea, sin poder evitar que una grieta se ramifique sobre el resto. No falta su catálogo de policías, ridiculizados de las más variadas formas, ni la pieza más parecida, por su composición, a una viñeta del New Yorker, donde dos abuelas tejen afablemente un par de jerséis. En ellos se lee: “El punk no ha muerto” y “Rebelde de por vida”. Mi favorita la recoge el vídeo: No creo en el calentamiento global, obra de simplísima ejecución, pero intención portentosa. A la orilla del canal Regent, en el Camdem londinense, el reflejo de aquella sentencia vibra bajo su original y desaparece, emborronado por las ondas del agua, como en una premonición que se cumple al ser enunciada. Un poema visual a lo Brossa, pues.
El talento de Banksy es tan vasto que hasta alcanza a dar de comer a sus enemigos: grafiteros como King Robbo, que crecieron a resultas de rivalizar con él, o empresas como The Sincura Group, especializada en retirar las obras del artista de las propiedades de aquéllos que no pidieron ser agraciados con tan ambivalente regalo. Alguien pediría incluir en este apartado a la casas de subastas como Sotheby´s, de las que Banksy reniega en sus comentarios o en obras como “Idiotas”, recogida en la exposición de Ifema. En ella, el público puja con fervor por un lienzo donde leemos: “No me puedo creer que seáis tan idiotas como para comprar esta mierda”. Pero respecto al artista de Bristol, la misma ingenuidad requerida para disfrutar de su obra, en dosis elevadas, puede llevarnos al error de pensar que él es sólo la víctima de un arte mercantilizado en extremo. El pasado 5 de octubre, cuando una cuchilla escondida en el marco de su obra “Niña con globo”, la destruyó inmediatamente después de que el martillo la diera por subastada, los medios corrieron a propagar la noticia: primera obra destruida en el transcurso de una subasta. Todos coincidían en el mensaje: Banksy se mofa una vez más del mundo del arte. Pero erraron el objetivo: los burlados fuimos nosotros. La performance pierde su valor reivindicativo si asumimos que Banksy y Sotheby´s se conchabaron para armar el numerito. Ambos lo niegan, claro. La obra destruida ante los ojos del mundo, ahora renombrada por el artista como “El amor está en la basura”, ha pasado a duplicar su precio (que no su valor: recuerden a Machado) como consecuencia de la maniobra. “Banksy no destruyó una obra de arte durante la subasta”, afirmó Sotheby´s en su comunicado, “sino que la creó”.
Sin embargo, todo es fruto de una manipulación. Banksy, que se comunica con el mundo mediante portavoces o su cuenta de Instagram, asegura que introdujo el mecanismo de la cuchilla hace años en el marco de la pieza, en previsión de una futurible subasta, pero no hay batería que pueda resistir una hibernación tan larga. Además, el subastador, Oliver Barker, cometió dos errores que lo delataron: nada más cerrar la transacción, se apresuró, cierto es que sutilmente, a apretar un botón escondido en el perfil de su mesa, con la aparente intención de accionar el mecanismo de la cuchilla. Pero además lo traicionó ser un hombre de costumbres. Cada vez que Barker golpea su martillo para rematar una obra, actúa de igual modo: dice un impostado “muchísimas gracias”, con acento innegablemente inglés, y a continuación toma un bolígrafo y anota en sus papeles el precio de la transacción. En el caso de la obra de Banksy, como un muy deficiente jugador de póquer, dejó al descubierto otra conducta.
Flaubert, sabiendo del deseo de Víctor Hugo de entrar en la Academia Francesa, se preguntaba: “¿Por qué un hombre tan extraordinario quiere ser algo, cuando ya es alguien?”. Banksy, perdido en su laberinto de espejos donde ninguno es él, nos deja el guante blando de su identidad, tendido sobre una acera deshecha en humos. Ignoramos quién es Banksy. Sí sabemos, en cambio, qué es, y esta exposición sirve para atestiguarlo.