Doscientos ojos me observan y con aparente serenidad miro al infinito.
Me siento.
Analizo los movimientos internos de mi cuerpo, y compruebo cada uno de los engranajes.
Todo está en orden.
Los latidos me llevan a una burbuja en la que se habla otro idioma.
Tengo una sensación de calma y silencio que se apodera de mí.
Difumino el espacio con claroscuros que cubren con dignidad las paredes flexibles y dúctiles.
El sentido del tacto crea superficies aterciopeladas de colores suaves.
La estabilidad me lleva a romper la calma y desear un cambio profundo, desgarrador, intenso y enérgico.
Se acerca un remolino que altera la forma y me pide consejo para destruir con orden los pilares que sujetan lo habitual.
Poco a poco empieza a resquebrajarse todo.
Con un sonido ensordecedor tiembla el espacio y se convierte en quejas que me transportan a situaciones no vividas, con una intensidad que va del blanco al negro.
El cromatismo que me rodea, empieza a suavizar el aroma con los sonidos de la desolación, acompañados de bellas melodías de tiempos pasados.
La bruma no me deja distinguir lo real, y me arriesgo utilizando toda mi energía.
Tropiezo con los escombros una y otra vez.
Los lamentos quedan resonando y brillan en la distancia ante la fuerza temblorosa de los afectos.
Y luego, como siempre, el preciado silencio.
Me levanto, apoyo mi mano izquierda en el piano, y con una sonrisa me inclino para dar las gracias al público.