
Libros del Asteroide. Precio: 19, 95 €.
No somos nada. Y sin embargo…
En esos puntos suspensivos está todo y cuando su aparente fortaleza se derrumba en la plenitud, cuando una vida, deslumbrada por el sol repentino del amanecer, es segada por el infortunio en la curva de la carretera costera de Ostriconi, Córcega, al fondo de una barranquera, entonces, la elegía no puede ser sino canto, homenaje, restitución de lo que se perdió y del futuro roto en que se fundaba: «la muerte prematura constituye siempre, y más cuando es repentina, un escándalo con un temible poder de seducción».
Con esa obligación cumple con creces el novelista Jérôme Ferrari en A su imagen, protagonizada por una joven fotógrafa que muere en un accidente de coche en las inmediaciones de Calvi, adonde se ha desplazado para hacer un reportaje de boda. Se trata de un suceso por completo ficticio, incluso las fotografías cuyo pie encabezan los capítulos no existen y el lector debe imaginárselas, aunque sí son reales las demás que se describen y, si bien el personaje principal es completamente inventado, hay dos fotógrafos cuyos trasuntos ocupan dos capítulos exentos en la novela: Gaston Chérau, que cubrió en Libia la guerra ítalo-turca, entre 1911 y 1912, y Rista Marjanović, de una obra notable y también rara en la primera mitad del siglo pasado.
Inmerso en su madurez creativa, Ferrari es uno de los referentes de la actual narrativa francesa desde que en 2012 obtuviese el Goncourt por El sermón sobre la caída de Roma, articulada en torno a un escrito de San Agustín y a vueltas con la decadencia actual de Occidente tan cercana a la caída del Imperio Romano. Su obra arrancó a principios de siglo, con el libro de relatos Variétés de la mort. Profesor de filosofía en diversos países, como Argelia –donde transcurre Donde dejé mi alma, la otra obra suya traducida hasta ahora al español, que yo sepa–, o los Emiratos Árabes, siempre ha sido fiel a su ascendencia corsa y bien que se nota en A su imagen, publicada en el país vecino hace dos años.
A partir del desenlace fatal, que de manera seca, como un trallazo, igual que suele suceder en la realidad, se produce ya en la cuarta página, y siguiendo con capítulos titulados mediante frases en latín alusivas al desarrollo de la liturgia fúnebre que celebra el tío y padrino de la fallecida, «unido a ella por sangre y en espíritu», se reconstruye la biografía de la difunta, una vida cualquiera, en apariencia anodina, pero ninguna lo es si un novelista sabe cómo levantarla.
La protagonista ejerció su labor fotográfica casi toda su trayectoria profesional de forma oscura en un periódico local, hasta que, hastiada de pudrirse en su agujero, pidió excedencia para intentar, tras viajar por su cuenta a la zona de los Balcanes, dedicarse a reportera de guerra freelance, en vano, debido a su conciencia siempre alerta, pese a ser testigo e inmortalizar sucesos espeluznantes que nunca difundió por propia imposición ética. Al cabo se resignó a ganarse el sustento con eventos sociales de alcurnia. A su través, pese a lo truncado de su carrera, se reivindica el valor de la fotografía, del arte y de la belleza, para combatir la muerte, aunque por su naturaleza la lleve aparejada.
Quizá lo más interesante de la novela radica en la capacidad de Ferrari para convertir el réquiem por la fotógrafa en un retrato nada amable de su generación, tal vez de la de sus hermanos mayores, atrapados en una espiral de violencia que liquidó de raíz su integridad moral: «Lamento mucho haberos arrastrado a esta mierda», se lamenta el líder y amante de la protagonista. Esta vertiente crucial de la novela, relativa al clima social de ideología independentista en el que creció seguramente el autor nos recuerda, salvando las distancias, a lo sucedido en el País Vasco. Ferrari denuncia el ambiente de violencia soterrada que conduce al enajenamiento personal y afecta directamente a la amistad y al amor, y los peligros de la entrega al nacionalismo, a su retórica y mitología ridículas, además en el caso corso dividido en fracciones enfrentadas en un baño de sangre espantoso, hasta el punto de hacerle reflexionar a la fotógrafa: «Barajó el futuro de su isla con un terror virgen de toda condescendencia, puesto que de un lugar donde se aplauden las reivindicaciones de asesinatos sólo puede esperarse lo peor».
Mención aparte merece la figura, también muy bien trazada en su problemática, distinta pero al cabo semejante en cuanto afecta a los hondones de nuestra condición humana, del sacerdote, que va ganando enteros a medida que avanza la ceremonia fúnebre hasta erguirse, a partir de su conversión súbita tras pasarse años en los brazos de una viuda, en un personaje de una pieza, casi unamuniano.
Una novela, en definitiva, que, transida por la muerte, conmueve por la manera de insuflar de vida a raudales, con sus afanes, sus contradicciones y sus límites, que son los de todos, a los personajes. El tío cura sintetiza en cierta manera, al final de su homilía, esta contradicción a la que no podemos sustraernos, que desde el uso de razón nos incumbe: «Y ahí debemos mantenernos: ahí, entre la esperanza y el duelo, abrumados por el duelo y a la vez desbordantes de esperanza». Amén.