La novela negra surge de los cuartos oscuros, las cloacas, las injusticias de la sociedad, arrastrando toda su podredumbre, aireando sus alcantarillas.
Petros Márkaris es un octogenario escritor que guarda en su cabeza la cartografía de la Atenas que no brilla en las postales.
Decir novela negra es decir alguien que investiga en el fango, aunque el fango se revista a veces de oropeles variados; es colarse en las alcantarillas y salir tiznado de las cloacas que suelen esconder; es vivir en cuartos oscuros donde no entra la luz ni la verdad tiene coartada; es crear un personaje de carne y papel con el que el autor se identifica e identificarse con un paisaje, que suele ser bello hasta que se levantan las alfombras de los despachos de caoba; es denunciar la injusticia, cabrearse por ésta y, en último término, resolver crímenes, aunque muchas veces es el malo el que más razón tiene. Decir novela negra es estar metidos hasta las rodillas en una realidad mentirosa (falsa, como dice Márkaris); mentiras provocadas por los que tienen la sartén de la manipulación por el mango, por los que abusan de su posición de poder, cualquiera que sea la dimensión de éste, frente al resto de la sociedad.
Decir Petros Márkaris es decir novela negra; un autor griego nacido en Estambul de procedencia armenia; es decir Atenas y sus sombras, Atenas y los crímenes y actos vandálicos que en ella se producen; es decir Kostas Jaritos, el trasunto policía del escritor, tan igual y tan distinto a él, el personaje que llegará hasta donde sea para denunciar la injusticia; es decir vida real frente a la mentira y a pesar de la maldad y la violencia, a pesar del crimen y la muerte; es decir tantos libros como motivos hay para darle la vuelta a una ciudad y arrojar luz sobre sus sombras.
A veces el crimen es tan sutil como lo es el ejercicio del poder y, para identificarlo, se hacen inevitables repuestas salidas de tono y de consecuencias impredecibles. El terrorismo es una secuencia execrable y atroz de violencia indiscriminada −aunque suelan ser actos muy premeditados y precisos− que se deriva de la misma manipulación, sólo que, elevada a cotas de ignominia, de la misma ansia de poder que envilece las relaciones visibles y los circuitos soterrados. Las crisis −y en unos cuantos años hemos sufrido dos de dimensiones drásticas en lo económico y muy poco saludables en lo anímico; la última aún no ha empezado, como quien dice, y ya ha causado estragos− no sólo dejan un paisaje distinto, demoledor en muchos casos, sino también penetra en el alma y agudiza las aristas de las emociones y los sentimientos; pero sobre todo definen como ningún libro la diferencia de clases que marcan los intereses económicos y los poderes fácticos. Las crisis, sobre todo si hay un componente de enfermedad que se contagia y puede atacar a cualquiera, independientemente de su estado financiero, dan lugar a un panorama difícil de discernir, a mundos paralelos que no se tocan, al subterfugio y la mentira, a la manipulación, a la picaresca, sobre todo en lugares propicios a la picaresca, por más que la picaresca también haya cambiado mucho desde los tiempos del Lazarillo de Tormes y varíe dependiendo de la idiosincrasia de la propia crisis. Las crisis producen monstruos que se comen a otros monstruos de menos entidad y quizá sin la conciencia de ser monstruos.
La crisis económica precedente al covid-19, como a otros territorios más cercanos, azotó a Grecia en todos los sentidos y con consecuencias devastadoras, como se ha podido ver en los medios de comunicación. Quizá el mayor ataque lo sufrieron las conciencias y, en cierto modo, el arraigo a un modo de vivir y de evolucionar en un mundo sin señales. Dejó argumentos, eso sí, en muchos casos propios de la novela negra y tentadores para un escritor anclado a la realidad como Petros Márkaris, que pasó mucho tiempo investigando, en las cloacas y en las tapicerías de los despachos oficiales. Se metió en el fango de la narrativa necesaria para denunciar la realidad que procuraba dicha narrativa. La vida, también, en cierto modo.
Creo que en su última novela, La hora de los hipócritas, Márkaris se ha relajado un poco y deja que la denuncia vaya surgiendo poco a poco de los rescoldos de la crisis pasada (aún el coronavirus no ha mostrado sus intenciones malignas; me da la impresión de que el escritor griego de tantas procedencias tendrá trabajo porque su cuerpo aguanta) y permite que todo caiga por su propio peso. El comisario, Kostas Jaritos, tiene que conciliar la aparición de un grupo terrorista muy peculiar con la llegada al mundo de su primer nieto; la vida en su sentido más puro, la ilusión no condicionada por los tejemanejes de la falsa realidad, la vida en una cuna, un paisaje diferente, emociones que no tienen nada que ver con el mal y que, sin embargo, tienen que convivir con él.
Como es su costumbre, Jaritos es capaz de conjugar ambas perspectivas con buenas dosis de conciencia y eficacia y resuelve el enigma de la banda de cincuentones que llevan a cabo actos terroristas contra los hipócritas que se han servido del desmantelamiento de la sociedad para crecer personalmente por encima de la vida depauperada de víctimas propicias cuya única diferencia es, así de simple, no tener dónde caerse muertas, hasta que hay una víctima colateral y la banda decide entregarse.
El comisario Jaritos, todo vida y profesionalidad, resuelve el caso y va a visitar a su nieto, un nuevo paisaje. Petros Márkaris habla de la pandemia y seguro piensa en su próxima novela; pero ninguno de los dos logra evitar la ternura que les provoca una pequeña banda de cincuentones que se han rebelado contra la hipocresía, aunque para ello tuvieran que matar.