Desde siempre recuerdo haberme imaginado en Patagonia.
Comprendí que se puede flotar, volar, nadar y levitart imitando a la naturaleza que ter envuelve.
Todo viajero que se precie tiene un viaje soñado, ése que se idealiza y con el que se fantasea mientras se va ahorrando o se van dando las circunstancias propicias para poder llevarlo a cabo. Es un destino que se habrá tenido en mente durante mucho tiempo y del que se han visto todos los documentales y leído todas las guías. A veces ese lugar está a la vuelta de la esquina, a tan solo unos pequeños y vecinos países de distancia; otras, sin embargo, hay que desplegar del todo el mapa para encontrarlo ahí abajo, donde se acaba todo continente habitado y el aire se da la vuelta porque no le encuentra sentido a llegar más allá si no puede desordenar un flequillo o agitar unas briznas de hierba. Desde siempre recuerdo haberme imaginado en Patagonia, me pregunté durante años cómo sería encontrarme mirando hacia el horizonte pensando que no había otros ojos más allá de los míos alargando la mirada todo lo posible hacia el sur. Y por fin sucedió. Llegué al fin del mundo. Y aprendí…
… A embelesarme y dejar mis sentidos suspensos, como suspendido está el avión que se acerca a Ushuaia sobre un mar de agua que se va convirtiendo en uno de nubes cada vez más compactas; un océano de gas que no se deshace hasta casi a punto de aterrizar; se desciende a dos pasos (o pies) de montañas grandiosas. Los Andes estiran sus dedos puntiagudos como intentando cerrar la mandíbula del pasajero boquiabierto. El mar a un lado, los picos al otro, todos tocados con una peluca de nieve, todos con el mismo corte de pelo: a media ladera en vez de a media melena. Y antes de pisar suelo firme ya estás cautivado y empiezas a atisbar la inmensidad inabarcable de esta tierra, su belleza formidable y silenciosa.
… A permitir que las emociones me embarguen y fluyan con la misma serenidad del navegar del barco que se adentra en las aguas del Canal Beagle, ese brazo de mar en el que se mira Ushuaia. La travesía dura unas cuatro horas y recorre uno de los paisajes más sobrecogedores del planeta. La bahía termina donde empiezan a aparecer las islas de nombres que no dejan lugar a muchos equívocos: las de los Pájaros están pobladas de cormoranes hábilmente disfrazados de pingüinos, y la de Lobos (marinos por más señas), la abarrota una enorme colonia de otarios de la Patagonia, que no aúllan pero son gruñones, ruidosos y peleones. Algo más adelante, es emocionante acercarse al simbólico Faro Les Eclaireurs, vulgo El Faro del Fin del Mundo, aunque tal denominación está disputada y aún no definitivamente adjudicada. Chiquitito, a franjas rojas y blancas, en un peñasco insignificante en medio de la majestuosidad de la vista circundante. Envuelto en el silencio.
… A sentir lo invisible y descubrir la presencia ausente de los indios yámanas, esos indígenas que los primeros colonos criollos y europeos ayudaron a desaparecer en poco más de veinte años. Un pueblo del que, según el diccionario del vocabulario de los indios fueguinos de Thomas Bridges, -se conserva en el British Museum- , sabemos que su nombre significa “vivir, respirar, ser feliz, estar sano”; también que definían siempre el territorio de una tribu como “ paraíso”, por muy inhóspito y poco confortable que fuera, y para los que el exterior era siempre denominado “ infierno” y sus habitantes eran “ bestias” o “ salvajes”. La lengua yámana era premonitoria; mágica y sabia; metafórica y precisa. Ya no suena. Silencio.
… A mantenerme en el asombro y perseverar en la sorpresa, como se mantiene en el aire el avión que despega de Ushuaia y, rumbo al continente, regala la vista de la bahía, los Andes enmarcándola, las islas, el lago Fagnano, el estrecho de Magallanes, toda la isla de Tierra de Fuego… Un gigantesco mapa para una lección de geografía insuperable. Pero las maravillas no cesan y volando tierra adentro de pronto se descubre una superficie infinita blanca y uniforme: el campo de hielo patagónico sur. Indescriptible la visión de esos 16000 km cuadrados de la tercera extensión helada más grande del planeta, tras la Antártida y Groenlandia. Todo aquí tiene una escala ingobernable para los parámetros europeos. De pronto, ese mar de hielo sobre el suelo se acaba abruptamente y se ve a lo lejos aparecer la ciudad de El Calafate en el extremo sur del lago Argentino. Acaba el vuelo más bonito que he hecho en mi vida. Necesito silencio.
… A conmoverme ante la perfección y flotar en la incredulidad como en el Argentino flota la pureza de los cristales de hielo de imperceptibles pero perfectas personalidades hexagonales, triangulares o dodecagonales -depende del humor de la humedad y del temperamento de la temperatura-. Cristales diminutos que se unen para crear icebergs que adoptan formas y tamaños variados; unos son placas pequeñas, transparentes y agujereadas, otros son bloques enormes, más altos que el catamarán, verdaderas montañas de un azul de piedra preciosa. Flotan las geodas congeladas que conservan sus fotones azules intactos y los ofrecen a los ojos admirados del que a su lado pasa. El lago tiene una forma muy irregular con muchos brazos que toman sus nombres de los glaciares en los que acaban: el Upsala es el más grande y bastante inestable, el Spegazzini presume de su pared frontal de más de 100 metros de alto, el Mayo, el Rico…De todos ellos se desprenden esas masas de hielo de hipnotizadoras siluetas, algunas orgánicas y redondeadas, otras arquitectónicas y agresivamente afiladas, que transitan a la deriva sorteando el silencio.
… A temblar de fascinación, como ondea tembloroso el reflejo rosa de los flamencos en la orilla del lago junto a El Calafate, acompañados por cauquenes y gavilanes. En el espejo de agua de lo que parece una bajamar y en realidad es el mayor y más austral de los lagos patagónicos, las aves, las nubes y las montañas se miran en un color irrepetible y único, un particular azul celeste que se debe al finísimo limo en suspensión procedente de los glaciares, la leche glaciar. La escena es delicada y frágil, de un equilibrio primoroso en tonos azules y blancos y texturas líquidas y algodonosas. La sublimación de la quietud. La glorificación del silencio.
… A levitar maravillada acompañando el tremolar de los cóndores andinos cuando sobrevuelan a muy baja altura el Glaciar Perito Moreno. Son aves enormes de collar de plumas blancas, pico ganchudo y alas que se abren en un abanico de ocho plumas cada una para barrer el aire sobre el glaciar más accesible y por ende más visitado de Argentina. Las pasarelas para los visitantes están situadas enfrente del glaciar, a tan solo 300 metros del mismo, en la otra orilla del Canal de los Témpanos, y recorrerlas es no solo ver la inmensa lengua o admirar la pared majestuosa de seis kilómetros de frente, sino vivir el hielo. El hielo que truena con sordina, que petardea y golpea, que regala desprendimientos que rompen contra el agua y levantan olas apreciablemente grandes. A esta distancia, con la ayuda de unos prismáticos se puede casi estar dentro de las grietas azules, casi tocar las formas escultóricas de dimensiones catedralicias que se crean. Y sobre el azul del cielo o sobre el blanco roto del glaciar se recortan las siluetas de la fuerza y la inteligencia de los cóndores sagrados que para los incas tenían naturaleza inmortal. Con su vuelo, llegando más alto que cualquier otra ave, conectan el espíritu de la tierra con el espíritu del cielo elevando hasta él las plegarias de los hombres y las almas de los muertos. Los cóndores no emiten sonidos, solo hablan con su fortaleza, su orgullo y su solemnidad; son sombras aéreas portadoras de silencio.
…A nadar entre oleadas de alborozo y euforia ante la visión de las ballenas francas australes, que emergen entre las aguas de la Península Valdés . Saltan, saludan con las aletas, asoman la cabeza, sueltan el chorro de aire por su espiráculo, llamando la atención del que desayuna en la terraza del hotel y no da crédito a estar untando la mantequilla en su tostada mientras uno de los animales más grandes del mundo está enfrente empezando su día en Puerto Madryn. En la cercana playa de El Doradillo es increíble verlas acercarse hasta la orilla con la marea alta, para rascarse con los guijarros, concentradas en sus tareas de aseo y totalmente indiferentes al interés que despiertan entre nosotros, espectadores privilegiados. Su presencia es majestuosa e imponente, recuerda el poder inmenso de la naturaleza y la insignificante proporción del ser humano en ella. Observarlas produce emoción, bienestar, una paz interior que hace necesario inspirar muy profundamente para llenarse de la energía que emanan y contagiarse de su gigantesca humildad. Y cuando se sumergen regresa el silencio.
Así vi Patagonia.
Así viví mi viaje a esta región mítica, lejana, inmensa.
Comprendí que se puede flotar, volar, nadar y levitar imitando a la naturaleza que te envuelve.
Me sentí dichosa y afortunada cada minuto.
Celebré que el silencio fuera un compañero cercano y accesible.
Me quedé vacía de adjetivos para describir su belleza.
Aprendí el significado del verbo ensimismarse.
Me llené de gratitud y alegría, sobrepasadas con creces mis más altas expectativas.
Así sentí este viaje con el que se hizo realidad un sueño compartido.
Un viaje especial y único, tan diferente a los demás que ha merecido ser contado en primera persona.