

Eolas ediciones. Precio: 18 €.
Sus textos de viajes se sumergen en comarcas rurales leonesas tras las huellas de alguna pulsión personal.
La tragedia, en la que se ha avanzado en lo que va de nuestro siglo es la pérdida de la antigua comunidad humana.
Un poemario, una novela y, ahora, un libro viajero ha dado en el último año a la imprenta Andrés Martínez Oria (Salamanca, 1950), uno de esos escritores que se disfruta como un bien casi secreto, como si su popularización fuera a echarlo a perder, aunque uno se lo recomiende a los íntimos. Un autor, además, que no gusta demasiado del ruido de la literatura y que, desde su retiro astorgano, se empeña y pone todas sus potencias simplemente en la escritura, algo que en estos tiempos de redes, pasos de cebra ilustrados y ecos cibernéticos no es tan común como debiera.
Los poemas de La hoja que cae en espiral aparecieron en la colección Provincia y supusieron una agradable sorpresa porque desconocíamos esta faceta suya: en sus versos se percibe que no es un poeta de aluvión, recién llegado, sino que detrás tiene que haber muchas horas de vuelo y seguramente otros poemarios esperando en el cajón. La novela Chafariz de Lisboa, editada por Akron, nos narra un encuentro de madurez con la belleza, tanto la de la capital del Tajo como la humana, en una prosa que cuenta y canta, en la que están en equilibrio lírica y narratividad. Flores de hinojo, el título que traemos al escaparate acristalado de Epicuro, es uno de esos libros viajeros que confirman que, si «caminar es leer el mundo con los pies», leer es caminar un paisaje con la mirada.
Bajo el rótulo genérico de «Flores», este es el tercer texto de viajes que Andrés Martínez Oria da a la imprenta, aunque fuera el primero que redactó. Todos ellos se sumergen en comarcas rurales leonesas tras las huellas de alguna pulsión personal. Le antecedieron Flores de malva (2011), que recorría la Sequeda a la busca de escenarios presentes en la obra de Leopoldo Panero, y Flores de saúco (2016), que paseaba por los agrestes parajes de los Ancares. Ahora sus pisadas se dirigen hacia la Cabrera, nos dice en sus primeras líneas, «quizá por la atracción irresistible que ejercen sobre los soñadores esos lugares apartados y un poco secretos, llenos de pequeñas historias dignas de ser recordadas». Es importante resaltar el concepto de dignidad, porque Martínez Oria tiene un don para ensalzar en todo lo que le asalta en su camino —sean personas, aves o el simple aroma de la más humilde de las flores de la cuneta— su oculto valor. Incluso desde la misma elección de su destino lo hace: de las tierras por las que transita con su pluma bien puede afirmarse que están en la cuneta del interés provincial y del siglo.
En el inicio de la expedición que da lugar a Flores de hinojo, realizada en el año 2003, existe un impulso literario, que no es otro que el de remontar, cuatro décadas después, el curso hasta sus orígenes del mismo río que Ramón Carnicer recorriera en Donde las Hurdes se llaman Cabrera, una obra mítica y que añadió leyenda a la comarca, además de hacer visible el abandono en que se encontraba a los ojos del resto del país. Ese es el leitmotiv, pero el desencadenante concreto fue un artículo de prensa en que se daban noticias de las memorias del sargento Ferreras, el perseguidor del guerrillero antifranquista Girón, que llevó a otras lecturas como la del libro del maquis berciano Quico, despertando la curiosidad de nuestro autor. Le vemos en estas páginas yendo tras los pasos de Carnicer, y además tratando de rescatar una parte de la historia que don Ramón acaso prefirió evitar en 1962, como es la de la resistencia de los huidos.
En el camino, entre la red de cumbres y profundos valles, con parada y posta en los principales enclaves, vamos encontrando arroyos y olores, apuntes históricos, reflexiones de pasado y presente, evocación de personajes relevantes en el libro de Carnicer, como el cura de aldea don Manuel, además de la vida que a veces se le complica al viajero en su periplo andariego. Días de viento en contra y jornadas que culminan con un apabullante cielo estrellado mientras una orquesta resuena en lejanía, perros que nada más parecen esperar la pedrada y «viejinas que hablaban en una lengua deliciosa de un mundo que ya no es así». Porque el aroma que desprenden estas flores de hinojo ya no es el de la relegación que retratara Carnicer, la pobreza y el olvido, sino el de una tierra sin juventud, cuyo destino es el de perecer bajo el peso de la despoblación, pese al negocio de la pizarra, que aporta oxígeno económico a la zona pero no fija vecindario. La tragedia, en la que se ha avanzado en lo que va de nuestro siglo, como bien ve Andrés Martínez Oria, es «la perdida de la antigua comunidad humana», puesto que «se asiste al fin de un ciclo que comenzó con los asentamientos y repoblaciones medievales». El paisaje sin figuras casi al que están abocadas tantas regiones de la España abandonada.