En cada nueva grabación, la voz del hombre suena más lastimera que en la anterior. Al principio se mostraba bravucón, despechado:
«¿Qué se ha creído ésta, que va a poder conmigo? Ya se dará cuenta de que me necesita. Una temporada de estar sola le va a venir bien, para que se le bajen los humos. Porque hay que ver lo fina que tiene la piel, la señora. No se le puede hablar alto, no se le pueden decir las cosas que hasta un ciego vería… ¿Quiere que la deje respirar? Pues, venga, respira…»
Poco a poco se va imponiendo la soledad. Y más que la soledad, una presencia que tiene toda la pinta de ser una alucinación:
«De día, bien, lo voy llevando. Pero a medida que van cayendo las sombras, siento que vuelve. Entonces se me eriza la piel. Los primeros dos días, lo retaba, me adentraba en los espacios que podían considerarse suyos porque a mí no me hacía falta para nada ocuparlos, yo con unos metros cuadrados tengo de sobra. Y, aun así, patrullaba por toda la nave. Inspeccionaba el foso, me asomaba al interior de los dos coches que estaban en reparación y que no han venido a reclamar sus dueños, detrás de los armarios sobrecargados con las herramientas, la mesa, el retrete, no dejaba un solo hueco sin revisar. Examinaba hasta los rincones más lúgubres de la nave, con mucho miedo y a la vez con mucha atención, sobreponiéndome a mis propios escrúpulos. Me aseguraba de que no había nadie, de que no había nada, de que los ruidos, la respiración, eran puras fantasmagorías fabricadas por mi mente, a lo mejor el sonido de mis propios pasos y mi propio resuello resonando en el taller. Confunden los techos tan altos y los recovecos, generan una sonoridad extraña. Así, con estas comprobaciones, me conformaba e iba tirando. En el fondo sabía que la sombra y yo estábamos luchando por ocupar el espacio, que, como en el ajedrez, manteníamos una batalla psicológica por adueñarnos del centro del tablero. Solo ahora voy comprendiendo que tantas indagaciones y tanto estado permanente de atención requerían más energías de las que tengo. Me iban mermando. Las primeras avanzadillas, que celebré como victorias, fueron pírricas. Poco a poco la sombra ha ido avanzando y ganando terreno. Hoy, en vez de ir a enfrentarla, retrocedo. Pienso más bien en fabricarme un pequeño bastión en el que resistir. Lo he encontrado a duras penas en la oficina. Cuatro metros cuadrados, con la mesa llena de papeles, el polvo gris, las repisas. He tapado con cartón los cristales de la ventana para complicarle el trabajo a la oscuridad. Aquí, la luz es tristona, la bombilla está forrada de insectos muertos, no queda sitio para estirarme y, sin embargo, por la noche consigo dar unas cabezadas, las justas. Porque en cuanto me despierto, vuelvo a tomar conciencia de que me acechan, y me siento observado en medio del silencio inmenso, desproporcionado, del polígono industrial; un silencio tan crispante que a veces llego a creerme que estoy solo en medio del planeta, que todos los demás seres humanos han muerto, de coronavirus o de lo que sea, y que soy yo el último, el único que no ha devorado la sombra todavía, y por eso juega conmigo como juega el gato con el ratón, tratando de que sea yo quien cometa el error definitivo, que sea mi debilidad y no su ataque quien me derrote…»
La grabación se interrumpe aquí. Antes de dirigir el cursor hacia el siguiente corte, Eli se despereza durante casi un minuto. Se frota la nuca, lo que le proporciona una tibieza reconfortante, casi felina. Detrás de los cristales un poco empañados, sobre los tejados que se suceden en una perspectiva que le recuerda las pinturas de Antonio López, el horizonte está empezando a esclarecer.
Enciende un cigarro.
Siente cargados los ojos. Los guiña para conjurar el escozor que le produce el humo del tabaco. Nota esa carga característica de no haber dormido suficiente, como un anillo presionando las órbitas.
Luego devuelve la mirada a la pantalla. Intenta ponerse en el lugar del hombre, habitar esa soledad inabarcable que él solo se había fabricado y que era como un castigo que se estaba infligiendo a sí mismo, sin ser consciente de hacerlo. Sin radio, sin ordenador, sin un teléfono inteligente a mano, lo único que le quedaba para acompañarse era grabar su propia voz en el viejo casete mellado y sin tapa, que probablemente llevaba años olvidado en una repisa, lleno de polvo y de telarañas. A esa cinta roñosa, que había quedado olvidada en las entrañas del aparato, confió sus pensamientos, sus dudas, sus intimidades, que, como él mismo decía, eran los miedos de alguien que podía ser él último habitante del planeta Tierra.
Eli mueve el cursor hacia el siguiente corte, y clica. La voz del hombre vuelve a oírse. Esta vez mucho más baja que en los cortes anteriores. Ha decaído hasta convertirse en un susurro casi inaudible, como si el hombre intentara preservar sus intimidades, mantenerlas a salvo del peligro que lo asedia.
«Ahora me gustaría llamarte, Pepa. Pero no lo hago porque no son horas y porque te mereces descansar de mí. El martes se abre otra vez el taller. Ya me queda poco de estar solo. Creo que aguantaré. Lo voy a pasar mal, pero aguantaré. He encontrado un alivio en conversar con ese muchacho que me trae las pizzas. Es amable y me acerca las noticias del mundo. No le importa pararse a conversar un poco con este viejo. No sé ni qué cara tiene, porque lleva encajada una mascarilla, embutido el casco y las manos bien protegidas por los guantes de motorista. Debajo lleva otros guantes azules con los que cuenta las monedas que le pago. Solo salgo de la oficina cuando sé que está en la puerta. El resto del tiempo me lo paso encerrado. Sí, ya sé lo que estás pensando: “te alimentas de gorrinerías”. Ea, las horas pasan muy despacio en el encierro, pero se van acumulando y ya me resonaban las tripas. Algo tenía que comer. Y busqué en las páginas amarillas, unas páginas amarillas de 1996 que encontré. La funda de plástico estaba más amarilla aún que las propias páginas. Sabía que todos los comercios cerrarían esta semana, menos los establecimientos de primera necesidad. Se me ocurrió buscar alguna tienda de alimentación donde sirvieran comidas a domicilio. Primero pensé en bocadillos de jamón. Ya sabes que doy mi vida por un pincho de jamón. Luego, en algún restaurante que hubiera sobrevivido quince años. Por fin encontré uno donde me tomaron nota del encargo. Si la dirección les resultó rara, supieron disimular. Sí, Pepa, me estoy alimentando de pizzas y de cocacola. No pedí cerveza, pedí cocacola. La cafeína me mantiene despierto, me mantiene el corazón palpitando fuerte… Espera, que he oído un ruido. Alguien viene… Será el muchacho de las pizzas…»
Se oye la silla y luego el silencio de la cinta discurriendo.
De pronto, sin saber cómo, Eli comprende que hay alguien más con ella en la habitación. Más tarde se preguntará cómo lo ha notado. Le fascinan esos mecanismos sutiles que rozan la percepción extrasensorial. Tal vez ha visto un reflejo en el vidrio, tal vez ha captado un olor o un cambio aparentemente imperceptible en la temperatura de la estancia. El caso es que se quita de forma brusca los auriculares y hace girar la silla sobre sus ruedas para orientarse hacia la puerta.
―Qué susto me has dado. Qué brusca eres ―resopla Brigi.
Es toda languidez, está apoyada en el marco. Lo abraza con la misma sensualidad con que hace todo. Con la otra mano se toca el pecho para escenificar el sobresalto que le ha causado el gesto inesperado de Eli. Tiene los párpados todavía entrecerrados. Lleva las greñas revueltas y el camisón no termina de cubrirle las formas que pugnan por escapar por las aberturas de la tela.
Eli siente una punzada de ternura.
―¿No me digas que te has levantado a currar? ―le increpa Brigi con el ceño fruncido.
―Me temo que sí.
―Pero esperaba que nos despertásemos juntas, No desconectas, ni siquiera en el confinamiento. No entiendes de sábados, ni de domingos, ni de descansos, ni de vacaciones. No hay manera de estar contigo, tía. Tu cabeza siempre está en otro lado.
―Supongo que soy una adicta al trabajo.
―Más que suponerlo, puedes darlo por seguro. ¿Y tan urgente es lo que estás haciendo? ―Brigi ha dejado de abrazar el marco de la puerta. Se queda bajo el dintel, en actitud retadora, sin decidirse a entrar. Sus ojos interpelan. Está indignada.
―Más que urgente, es intrigante ―reflexiona Eli, señalando a la pantalla. ―No paro de darle vueltas a un caso, porque me fastidia que un asesino se vaya de rositas.
―Ya, otro crimen sin resolver. Y tienes que ser tú la que lo aclare, señora inspectora. Y tiene que ser ahora, en esta mañana de domingo.
―Lo siento, me he desvelado. Y no sé quedarme quieta en la cama cuando me desvelo. Para mí, revisar las piezas de un caso es como para otros rellenar crucigramas. Me tranquiliza.
―Ya ―cabecea Brigi y empieza a desaparecer por la misma puerta que abrazaba. De pronto, se lo piensa y se gira ―Pues yo me siento sola. No me gusta despertarme sola un domingo. ―Se queda unos instantes más con la cabeza y solo la cabeza asomando. Por fin, compone un mohín: ―¿Vienes a darme calor? ―susurra.
―Claro, ahora mismo voy.
Eli ha dicho que sí, por un impulso conciliador, pero sabe que no irá. No quiere perder el hilo. Le falta lo mejor. Y presiente que en la secuencia hay alguna clave que le está pasando desapercibida. En cuanto vuelve a estar sola, clica el cuarto corte que ha seleccionado, ese tiempo de silencio tan misterioso y a la vez tan elocuente. Ella lo llama “la psicofonía”. ¿Por qué pulsó el viejo las teclas de grabar? ¿Fue sin querer, un impulso instintivo? ¿Estaba a punto de iniciar otra de sus cartas sonoras? ¿Lo hizo porque tuvo un presentimiento y quería legar a la posteridad algún registro esotérico?
Esa parte es la que más le interesa del audio. Los sonidos llegan muy desfigurados, muy amortiguados por la lejanía, por los ecos, por las paredes de la oficina y por el cochambroso estado del micrófono del radiocasete. Pero algo se capta. Eli aventura que son unos golpes, ni estridentes ni abundantes. Y luego, eso está claro, el bordoneo de una voz que decide lo que hay que hacer y que dirige a otras personas. Solo una voz. Ni siquiera se entienden las palabras, pero sí el tono, la seguridad. Es un jefe. Por desgracia, la grabación se detiene justo en el momento en que los asesinos empiezan a acercarse a la oficina. La cinta se acabó en el momento menos oportuno.
Si al menos le hubieran dejado pasársela a la brigada científica para que mejorasen el sonido, seguro que terminaría de perfilar algún detalle, puede que decisivo.
De todos modos, Eli está segura de que reconocería esa voz si la escuchara en una cafetería o en un parque, en cualquiera de esos lugares donde no podrá escucharla durante mucho tiempo porque, durante mucho tiempo, no se sabe todavía cuánto, la gente no podrá concentrarse en los lugares públicos.
Ha oído varias veces seguidas el pasaje de los ruidos lejanos, el pasaje de la voz rasposa. Mientras lo hace, reconstruye su propia inspección del local. Recuerda que acudió a la llamada de Paco, el pizzero, que es amigo suyo desde los tiempos del instituto.
―Eli, tienes que ver esto.
Estaba muy excitado, se le notaba jadeante y casi lloroso al otro lado de la línea.
Paco era un vicioso de las novelas policiacas. Quizá por eso habían mantenido la amistad y se citaban de vez en cuando a echar unas cañas. Él le insistía en que le hablase de sus investigaciones. Se conformaba con poco. Quería saber cómo era realmente el trabajo policial, en qué se diferenciaba de las novelas. Eli le contaba lo que podía, que no era mucho. Consideraba su oficio mucho más rutinario de lo que la gente cree. A veces surge alguna anécdota, pero por lo general las investigaciones son demasiado sensibles, alambicadas, incluso caóticas y confusas, como para arriesgarse a contárselas a cualquiera, por muy buen muchacho y amigo que sea el interlocutor. Para satisfacerlo, se inventaba casos que le hubiera gustado protagonizar y desfiguraba otros reales, los adornaba para que su amigo disfrutase escuchándolos. Paco se ganaba la vida en trabajos de mierda, pero leía compulsivamente y llevaba años haciendo un programa de crítica de cine en la radio, por la cara, sin cobrar.
Cuando oyó su voz esa tarde, el primer impulso fue contestarle que estaba demasiado liada, cosa que era cierta. No obstante, la turbación de Paco le hizo comprender que el asunto iba en serio. Sabía que su amigo no se asustaba por cualquier cosa y que sabía distinguir entre la desmayada urgencia de una sospecha y la perentoriedad de una certeza.
―¿Dónde estás?
Dejó dicho a sus compañeros que volvía enseguida y se puso a localizar a Paco en el polígono industrial Campollano, un laberinto de avenidas fantasmales donde las letras y los números designan las horizontales y las verticales, y acaban mezclándose y rectificándose para conseguir que te pierdas. Estuvo un rato, que se le antojó eterno, dando vueltas y pasando por los mismos lugares, hasta que lo vislumbro, allá a lo lejos, dando pasitos cortos con el cigarro en la mano. La silueta de su amigo le pareció más que nunca la de un personaje de cómic: flaco, largo, encorvado y triste.
Antes de que se bajara del coche, Paco ya le estaba contando. Hablaba a borbotones. Le contó que el hombre, Juan Cifuentes, le encargaba a su jefe todos los santos días una pizza y una coca cola, y que, cuando se las llevaba, se entretenía con él un rato, a pesar de que no le faltaban otros encargos que atender. Le daba pena verlo tan solo. Al hombre se le notaban las ganas de gente. Le había dicho que se había confinado a sí mismo en el taller porque su mujer lo había echado de la casa y no tenía otro sitio donde ir. Y que, dadas las circunstancias, con la orden de que se cerraran todos los establecimientos que no fueran de primera necesidad durante la Semana Santa, el pobre hombre vivía en el polígono como un ermitaño en medio de un bosque de cemento. Paco le contó que el hombre no paraba de darle las gracias, que le habría besado los pies si se lo hubiera permitido, a pesar de que Paco solo estaba cumpliendo con su trabajo de repartidor de pizzas. Aun así, el hombre insistía, agradecido, en que el pizzero era su carcelero bondadoso, su única conexión con el mundo.
La pizza terminó convirtiéndose en una excusa. Cada día, el hombre encargaba una distinta, para irlas probando todas. Y cada tarde, a las siete, Paco le acercaba el encargo. Se había convertido en una rutina.
De pronto, sin previo aviso, el hombre dejó de llamar. Solo un día, el Jueves Santo. Era rarísimo. Y como Paco es muy cuadriculado, un tipo de costumbres fijas, se acercó de todos modos al polígono. Le había tomado aprecio al hombre. Aquella tarea le hacía sentirse útil, valioso. Se sentía cumplidor de un servicio mucho más completo y más humano que el simple de llevar la comida.
Por si acaso, de todos modos, también le llevaba una pizza de albahaca y ajo, que le había propuesto la víspera, y la correspondiente coca cola. Lo había pagado de su propio bolsillo, no fuera que el hombre se hubiera reprimido porque no tuviese dinero y le diese vergüenza reconocerlo.
Las inmediaciones del taller estaban tan silenciosas e inhóspitas como cada tarde. Y, no obstante, Paco notó algo raro. Las luces interiores del taller estaban apagadas. Lo cual era muy extraño, porque el hombre le había confesado que se cagaba de miedo al llegar la noche y que mantenía encendidas todas las luces, absolutamente todas, como los niños pequeños cuando intentan impedir que el monstruo aproveche la oscuridad para salir del armario o de debajo de la cama.
Llamó con los nudillos varias veces, sin obtener respuesta. Entonces se fijó en que la llave de la puerta estaba sin echar. Ni corto ni perezoso, amplió la rendija y se adentró en el taller.
―Mira, mira ―le decía a Eli, tirando de ella con una mano sudorosa y fría por las cenagosas oscuridades de la nave. En vez de uñas parecía que tuviera garras.
La llevó sin titubeos hasta la oficina que, en vez de estar junto a la entrada, quedaba al fondo de la nave, a la derecha. Era un cuchitril tan abarrotado de carpetas y de polvo, que Eli tardó en fijarse en el hombre. Estaba sentado en la silla, con el tronco, los codos y la cabeza vencidos sobre la mesa, como si se hubiera desesperado porque no le salían las cuentas.
―No he tocado nada ―aseguró Paco, mostrando las dos palmas de las manos en alto, en un gesto como de futbolista que acaba de cometer penalti. ―Solo le he apretado la carótida con estos dos dedos para ver si estaba vivo. Pero estaba ya frío. Y tieso, con el rigor mortis avanzado, por lo que han debido pasar doce horas como poco. Debió de ocurrir de madrugada.
―¿Debió de ocurrir qué, Paco?
―¿Pues qué va a ser? Que se lo han cargado.
―Un hombre mayor, que se alimentaba de pizzas y coca cola, y que llevaba tiempo solo viviendo en este estercolero que apesta a aceite y gasolina. Tú has leído demasiadas novelas policiacas. Lo que tenías que haber hecho es llamar al 112, no a tu amiga Eli.
Necesitaba poco para cabrearse y esa tarde estaba muy cansada. Le dolía frustrar al bueno de Paco, pero no tenía tiempo de andarse con tontunas. Había tenido que pedirles un favor a los colegas para desmarcarse, un favor que se convertiría en una deuda que tendría que andar pagando luego. Una mierda. Llamó por teléfono al juez de guardia y también a Marisa, la forense. Puros trámites reglamentarios.
Ya que estaba allí, y que tenía que esperar, se puso a curiosear, sin tocar nada, por deformación profesional. Entonces, poco a poco, fueron apareciendo los indicios. Lo que los hilaba fue el casete. Se fijó en que las teclas de grabar se habían quedado presionadas.
Antes de que llegara el agente judicial, la forense le acabó de confirmar lo que empezaba a ser una hipótesis verosímil. Marisa venía demacrada. Le dijo a Eli que no había podido pegar ojo en 48 horas. Que tenía al marido en la UCI; a la espera de que lo confirmasen los test, pero que todos los síntomas apuntaban al Covid19. Y había tenido que confiar a la vecina el cuidado de los gemelos para poder venir. Y lo que era aún peor, sospechaba que había sido ella misma, Marisa, la que había metido al bicho en la casa.
―Conque, imagínate cómo estoy. Así que, perdona que no me quite la mascarilla.
―Joder, Marisa, si lo llego a saber…
―Si no lo has matado tú, me vale ―fue la respuesta explosiva de la forense.
No tuvo que examinar mucho el cuerpo, apenas unas manipulaciones. Incluso sin haber dormido en dos noches, era muy buena en su oficio, la mejor que había conocido Eli en el tiempo que llevaba en la policía judicial.
―A este hombre se lo han cargado.
―¿Estás segura?
―Lo han asfixiado y lo han movido. Lo más probable es que lo hayan traído hasta la silla para que pareciera un infarto.
―¿Cuándo?
―Así, a ojo, unas doce horas. Ya puedes ir buscando a los que le tenían ganas.
Iba a preguntarle más cosas, se le agolpaban las preguntas, pero Marisa estaba rotunda.
―Ya he aventurado demasiado. Ni una palabra más sin autopsia. Pero te advierto que habrá que ponerlo a la cola. Esto es una cinta sin fin. Ni dan abasto los crematorios ni damos abasto nosotros.
―Ni nosotros ―había suspirado Eli.
De pronto el hilo de sus pensamientos se interrumpe. Como si aterrizase en la realidad, Eli toma consciencia de que está sentada en la terraza acristalada de la azotea y que más allá de su ordenador se extiende un paisaje privilegiado. Solo entonces comprende que hace ya rato que amaneció. Que el sol empieza a elevarse por encima de los tejados de la ciudad.
Sabe también que, si ha dejado de pensar en lo que estaba pensando, es porque de nuevo ha dejado de estar sola.
Se gira hacia la puerta del pasillo, esta vez con más cuidado para no asustar a Brigi.
―Ya te podía estar esperando en la cama ―le oye decir. Lo ha dicho con pesadumbre.
Se ha puesto el vestido. La ropa cómoda y holgada con la que suele moverse por la casa. Sus formas se mecen bajo la tela.
―¿Quieres café? ―le pregunta Brigi.
―¿De verdad? Muchas gracias. Eres un encanto.
Su amiga asiente. Hay algo que no dice y que sin embargo sobrevuela como una mosca todo el halo de su pelo revuelto.
Brigi desaparece con esa languidez suya que en cualquier otro momento le hubiera resultado irresistible. Eli se queda mirando unos segundos el vacío perfumado que flota en el umbral de la puerta y enseguida vuelve a concentrarse. Ahora en los detalles de la conversación que mantuvo ayer tarde con el comisario.
―Mire, Gutiérrez ―el comisario siempre se ha dirigido a ella por el apellido y la trata de usted. Mantiene una distancia profesional. Eli lo prefiere así. Mejor que esas falsas confianzas cuyos límites difusos terminan disolviéndose cuando menos le apetece a una. ―Entiendo su interés por el caso. Es comprensible, puesto que ha sido usted misma la que ha encontrado el cadáver. Entiendo que es un reto muy apetitoso para un inspector de homicidios. Y usted es de las mejores que tengo a mis órdenes, si no la mejor. Se lo digo en confianza. Pero estoy seguro de que entiende que estamos pasando por un momento muy complicado, que cada día se nos mueren setenta personas en la provincia. Setenta que se suman a las setenta que murieron la víspera y a las que se morirán mañana. Y nos toca a nosotros estar ahí. Con los cuatro gatos que somos. No nos queda otra que seleccionar muy bien nuestras líneas de trabajo para ser efectivos. Si queremos abarcar demasiado, al final gastaremos todas nuestras energías en dar palos de ciego y acabaremos agotados y frustrados. Mi tarea es mantener altos los ánimos, a pesar de las circunstancias, y al mismo tiempo dar cuentas a la superioridad de que estamos haciendo lo que tenemos que hacer. Espero que me entienda. Cumplo con mi deber, como usted con el suyo. Por eso mismo, le pido que se ciña a los expedientes que se le encomiendan y abandone las pesquisas personales, por muy justificadas que le parezcan. Y sé que sin duda lo están.
Naturalmente sabía que el comisario le iba a decir lo que le dijo. Era previsible. Por eso mismo se había adelantado a visitar a la mujer del finado, para ser ella misma quien le diera la noticia. Comunicar la muerte violenta de un cónyuge supone pasar por un trago amargo, pero también es la única manera de saber de primera mano si la persona informada ha tenido alguna relación con los hechos. Hay un segundo, quizá unas décimas de segundo, en las que uno no es del todo dueño de los músculos de su boca, del grado de dilatación de las pupilas. Hay muchísima bibliografía sobre la expresividad del mentiroso y sobre cómo detectarla. Sin ser una gran experta, Eli había leído lo bastante como para convencerse de que, al final, la observación directa y el instinto son más fiables que cualquier manual. Y quería estar allí para que su sexto sentido dictaminara.
Por el camino, temió que la mujer usase mascarilla y lograra parapetar buena parte de sus reacciones detrás de la tela. Nada más lejos. Le abrió la puerta una mujer rolliza, con el pelo blanqueado y un tanto desarbolado por la falta de peluquería. Llevaba prendido el delantal y calzadas las pantuflas. Olía a hervido. El dolor de la mujer le pareció tan sincero que se le puso un nudo en el pecho. Sumergida en el jardín de cretona del sofá, sollozaba en silencio y se culpaba a sí misma, se culpaba mucho.
Eli la dejó desahogarse:
―Cuarenta y tres años llevábamos casados. El mes que entra, hacíamos cuarenta y cuatro. Y siempre juntos. Siempre. Y eso que era muy controlador, todo el tiempo encima pidiéndome explicaciones por las cuentas, por cada cosa que yo compraba, aunque fueran unas gambas. Y enfadándose, si no era de su gusto. Claro, al coincidir más tiempo en la casa, ya se puso insoportable. Tanto, que le dije: mira Juanuco, me voy, no voy a tolerar que me grites ni me faltes al respeto que creo que merezco por dignidad. Pero, ¿estás hablando en serio?, me dijo. Vaya que sí. Yo estaba recogiendo mis cosas con desmaño, de correprisa, desesperada. ¿Y dónde vas a ir? A donde sea, le dije. Debajo de un puente, si no encuentro otro sitio. Yo estaba decidida, pero decidida de verdad. Entonces él me paró y me dijo: no voy a permitir que te vayas. ¿Pues, cómo que no? El que se va soy yo. Y se fue derecho a esa puerta y dio un portazo y se fue, sin más. Sin maleta y sin nada. Espera, espera. Llévate por lo menos el pijama, el cepillo de dientes… Y me esperó en la puerta igual que un perrete, sin entrar, a que le preparase las cosas. Porque nunca, nunca, me puso la mano encima (aquí se interrumpía sollozando y tardaba un tiempo en recomponerse para volver a hablar). Porque era muy pesado, pero muy bueno, mi Juanuco. Y muy terco, y muy orgulloso también. Ni me llamó ni descolgó el teléfono en todos estos días. Supongo que lo usaba lo justo para no perder la batería, porque no se llevó el cable. Pero ¿dice usted que estaba en el taller? En el taller. Qué locura de hombre, madre mía. ¿Y quién ha podido matarlo?
―Eso mismo iba a preguntarle. Si conoce a alguna persona que estuviera enfadada con su marido, o que le debiera dinero…
―Él para sus cosas era muy reservado. Y sé yo que se ha llevado secretos. Algunos llegué a conocerlos. Otros no. Pero, digo yo, que, si tuviera miedo, se lo hubiera notado. El miedo es muy transparente. Y mi Juanuco no tenía miedo. Vivía muy tranquilo y muy a lo suyo. No tiene más que ver la barriga que había echado, de la buena vida. Ay, Dios mío, qué disgusto más grande. Que me lo han matado…
Eli ha interrumpido de nuevo el hilo de sus evocaciones. Ha entrado Brigi en la habitación con dos tazas de café. Eli apaga el cigarro que acababa de encender y se vuelve hacia su amiga. Antes de tomar la taza, aspira ese olor que le recuerda la infancia, la adolescencia, los años de universidad, la vida entera.
Brigi se sienta frente a ella, en la otra silla de oficina más grande, la misma en la que suele acomodarse para deslizar sus cartabones y sus escuadras sobre el tablero y empuñar el rotring con mucho alboroto de dedos, mostrando la puntita de la lengua mordida entre los dientes.
―He metido tus cosas en una maleta ―le dice. Hay en su voz determinación, pero no ensañamiento. Suena firme, sin dejar de sonar dulce. ―Vamos a tomar este último desayuno como si aún fuéramos pareja. En cuanto te acabes el café, te vas de mi casa. No quiero volver a verte.