
El mundo está lleno de malas personas, que, a menudo, nos parecen abominables, aunque no hayan cometido ningún delito grave. La maldad no está perseguida por la Ley y la policía sólo interviene cuando los actos que se derivan de dicha maldad resultan flagrantes y atentan contra las leyes y la seguridad de la ciudadanía. Sin prédicas mediante, la teoría dice que el ser humano vive en un conflicto permanente entre el bien y el mal. Religiones y filosofías, desde muy antiguo, han tratado de trazar el camino, no sólo hacia la sabiduría y el entendimiento, sino también hacia la perfección del espíritu. Sin embargo, con más frecuencia de la debida, las propias teorías y doctrinas se convierten en puñales dirigidos contra el “otro”, ya sea vecino ya extranjero, ya en los sucesos cotidianos ya en los acontecimientos históricos. Por lo general, somos capaces de identificar la maldad en los demás; quizá porque no nos miramos en el espejo de la cordura. Por eso sorprende que personas rectas, convencidas de estar en el camino, de fe o pensamiento, caigan en las garras de movimientos iluminados y sediciosos.
La literatura está plagada de personajes malos (incluidos psicópatas y degenerados) y, quizá por el tamiz de la aventura y la palabra transformista o porque se piense que se trata de ficción, mentira, producto de la imaginación del autor y, por lo tanto, sin consecuencias reales, no se perciban de la misma manera. No hay que olvidar que la novela negra, por ejemplo, es un reflejo de la sociedad en la que se vive o se ha vivido, cuando el escritor echa un vistazo al espejo, y, no obstante, hay muchos personajes malos que nos caen simpáticos y hasta, frecuentemente, inspiran nuestros sentimientos más animosos y queremos que éstos se eleven por encima de los buenos para dar solidez a la trama. La propia Camilla Läckberg, famosa entre las famosas, ha declarado sentir una especial afección por sus personajes más malvados y éstos son muchos y lo son de verdad.
Cuando leemos y también en según qué circunstancias de la vida, preferimos a los malos, sobre todo si son apuestos, fuertes, decididos, intrépidos y tienen el don de la seducción. Son personajes muy cualificados para ocupar el puesto de personajes adelantados, a pesar de que su bondad brilla por su ausencia, miran siempre hacia sí mismos, buscan sus intereses por encima de todo, se mueven en la cuerda floja que separa lo lícito de lo ilícito, abjuran de las emociones, son vividores, depravados a veces y pueden llegar a matar y morir sin una causa que los comprometa, como mercenarios que pueden ir de uno a otro lado sin cambiar de rostro, pero con muchos disfraces. Y, no obstante, nos gustan, queremos que les salgan bien las cosas, en su rostro no vemos el mal, si están en peligro sufrimos, si son amados disfrutamos, si se equivocan los encubrimos, si asesinan caemos en la cuenta de que es ficción y que un personaje tan atractivo no puede ser tan malvado, lo achacamos a necesidades del guion y nos alegramos cuando éste sale bien, para esperar a la siguiente aventura.
Arturo Pérez-Reverte ha estado, como corresponsal, en guerras y le ha mirado a los ojos a la maldad. Maldad no siempre pretendida, pero nunca justificada. Se mueve como pez en el agua en los ambientes bélicos que dan lugar a escenas de sangre y de terror y donde la presencia de la muerte pasa a ser un asunto cotidiano y no sólo para los que combaten. Su propia experiencia y la gran documentación que atesora le permiten abordar cualquier tema con la seguridad de quien se encuentra en su estudio, escribiendo sobre cosas que ha vivido, por más lejanas que se encuentre. La historia sirve a la ficción y la sirve bien cuando cae en manos de un experto en convertirla en aventura, sin perder la lógica y la objetividad de lo que cuenta.
Falcó es uno de esos personajes que nos caen simpáticos, aunque muchas veces traspase la línea de la legalidad, si es que en las guerras es posible o, tal vez, deseada. El saqueo continuo de la dignidad casa bien con un “malote” sin moral, que actúa por su propio bien, el dinero, su estilo de vida rampante y sin escrúpulos, que extorsiona, se camufla y mata o escapa de que lo maten.
Nos cae bien Falcó (Pérez-Reverte lo ha retratado con gran acierto, a su gusto y al nuestro). Con un personaje como él, pleno de reminiscencias, recuerdos y lecturas, da igual el espacio en que desarrolle sus artimañas y guerras solapadas. La guerra civil o cualquier otra. Falcó es un culo de mal asiento, un agente secreto que ha perdido su máscara y se muestra tal cual es. Nunca queremos que muera. Nos divertimos viéndole actuar y nunca sabremos por donde va a salir hasta el siguiente episodio.