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MUJERES EN LA SOCIEDAD COLONIAL (II) ¡Vírgenes, honradas y fieles casadas!

Carmen Pumar Martínez

Carmen Pumar Martínez

En la élite, su día a día se limitaba a rezar en familia y coser; los bordados eran inacabables.

Una mujer instruida era una rareza y podía ser objeto de crítica y desaprobación.

La educación estaba dirigida únicamente a niñas y mujeres solteras, tanto desde el estado civil como desde la Iglesia. Su principal característica fue la de no tener la menor orientación académica ya que estaba encaminada a preparar a las jóvenes para constituir matrimonios, esto es familias que fueran la base sana de la sociedad. Otro motivo que hacía innecesario su acceso a un mayor nivel cultural era el hecho de que, por definición, no se las consideraba capaces de desempeñar cargos públicos ni de ser funcionarias. En este sentido, en la formación femenina colonial no existieron valores tales como la erudición o el academicismo, tan apreciados en el campo de la educación masculina. Una mujer instruida era una rareza y podía muy bien convertirse en objeto de crítica y desaprobación.

Por todo ello la educación que se daba en colegios y conventos se limitaba a unas nociones básicas de lectura, escritura, costura, bordado, música y el estudio de la doctrina cristiana, porque el ideal femenino en la colonia entre las mujeres de la élite tenía sus raíces en la Biblia y los Evangelios.

Los libros que podían leer eran: La perfecta casada de fray Luis de León, Camino de Perfección de Teresa de Jesús o Formación de la mujer cristiana de Luis Vives; sin embargo, una vez casadas, tenían acceso a la biblioteca familiar donde podían encontrar libros de ficción, de aventuras, caballería, de amor, de poesía y de muchos temas que  eran leídos en privado con o sin anuencia del padre’’.

En cualquier caso, el objeto fundamental en la vida de las blancas de la élite era el matrimonio, que se regía por el ideal de la familia cristiana copiado de la nobleza castellana del siglo XVI. Esto supone que, durante toda su vida, eran consideradas menores de edad, así lo corrobora Muriel al afirmar: ‘’el derecho castellano de familia, que estuvo vigente en la América hispana, las trató siempre como menores de edad que necesitaban protección’’. Cuando era niña o soltera estaba bajo la tutela de su padre hasta los 12 años y sus bienes estaban también administrados hasta los 25 cuando adquiría la mayoría de edad, a partir de entonces no podía desempeñar puesto público alguno ni ejercer funciones judiciales, tampoco podía aceptar una herencia, hacer ni deshacer contratos o comparecer en un juicio; para todo requería el permiso del marido o el juez. Se la consideraba tan poco responsable que no podía ser testigo, fiadora o encarcelada por deudas.

En las instituciones femeninas como colegios, beaterios o conventos, podía ejercer como directora, pero siempre bajo la supervisión masculina de jueces, obispos y rectores.

La articulación formal de la superioridad del padre apareció en la sociedad hispanoamericana a mediados del siglo XVIII, pero antes existió una ideología que justificaba el desequilibrio de poderes a favor de los hombres sobre las mujeres, ya que éstas carecían de temple moral y dependían excesivamente de su cuerpo; en este contexto, se entiende la importancia que se concedía en la sociedad colonial al honor.

‘La preocupación por el honor se centraba desde luego en las mujeres de la élite, pues según la mentalidad jerárquica imperante las mujeres de estratos inferiores tenían un grado menor de honor (o ninguno) que resguardar. E l honor femenino consistía en la reputación de virgen que tuviera al llegar al matrimonio y, después, en la reputación de honrada y fiel casada.

Las mujeres que trabajaban fuera de casa comprometían el honor de sus maridos por ello.

Para las mujeres de la élite, el amor era una palabra carente de significado, enamorarse era algo propio de la plebe. Las solteras estaban vigiladas en todo momento por la estructura familiar y el matrimonio era parte crucial de la estrategia de ésta para preservar su poder.

La posibilidad de movilidad geográfica era imposible al contraer matrimonio. Las hacendadas permanecían, durante toda su vida, encerradas en su particular jaula de oro, la Hacienda, un pequeño pueblo del que no necesitaban salir para nada. Allí disponían de su propia capilla y una numerosa servidumbre, su día a día se limitaba a rezar en familia y coser, los bordados eran inacabables… A pesar de todo, ellas crearon un limitado mundo personal en el que destacaba su atuendo.

Las mujeres de la clase alta utilizaban la vestimenta para demostrar su rango social y presionaron a la Corona para que ésta prohibiera que las de inferior rango se vistieran de forma llamativa. Además, el vestido podía proporcionar a las mujeres una manera de evadir el estrecho control al cual se trataba de someterlas. Cubierta por un manto, una mujer podía desenvolverse en las calles y otros espacios sin comprometer el buen nombre de la familia a la que pertenecía.

Por su parte, la Iglesia propició la existencia de espacios para la reunión como las celebraciones de las cofradías, la asistencia a sermones y novenas o los actos de penitencia y caridad, pero muchas encontraban esta rutina tediosa y se volcaron en los juegos de azar que fueron la gran diversión de las mujeres de la élite en ese tiempo, tanto que ‘’las autoridades que ya reprobaban que los hombres practicaran el juego, pusieron el grito en el cielo al detectar que las damas respetables caían presas de este vicio. Lo cierto es que en este tipo de reuniones se perdieron cantidades significativas, acarreando la ruina de algunas familias.

Otro elemento que asegura la dependencia de las mujeres de la élite respecto a los intereses a la hora de contraer matrimonio era la dote; ésta, reclamada por todos los hombres, servía lo mismo para incrementar la empresa minera o hacendaria del marido, en fin, para acrecentar un capital que permitiera a la nueva familia mantenerse en el nivel de vida acostumbrado; las dotes entre nobles, mineros y comerciantes alcanzaron sumas fabulosas en propiedades, joyas, dinero y objetos varios.

Algunas mujeres de la élite pudieron disponer de los bienes de la dote convirtiéndose en propietarias de esclavos, prestamistas y comerciantes; también hubo casos de mujeres casadas que tuvieron un papel activo en la conducción de la empresa familiar; eso sí, actuando como socios encubiertos de los negocios de sus maridos. Por último, señalar que algunas viudas de esta clase dominante pudieron asumir el control de sus propiedades de forma directa o bien con la ayuda de agentes especializados o miembros de su familia.

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Durante su vida matrimonial tuvieron la triste experiencia, compartida por todos los grupos de la sociedad colonial, de la violencia masculina. La ley, los usos cotidianos, respaldados por los manuales de confesión y la literatura canónica, permitían al marido aplicar castigos físicos a la esposa con el objeto de que ésta cumpliera sus deberes domésticos y conyugales. Estos castigos debían aplicarse con moderación pues la sevicia era pecado mortal. Lo cierto es que la división entre ambos conceptos era tan difícil de percibir como un hilo muy fino, de tal manera que las mujeres trataron de controlar la violencia recurriendo a la justicia eclesiástica; por ello el divorcio en la colonia era exclusivamente femenino y en los expedientes tramitados, las mujeres refieren que dicha violencia siempre estaba acompañada por insultos degradantes, maniobras intimidatorias y despilfarro de su patrimonio.

Las mujeres plebeyas de la sociedad colonial (siglos XVI-XVIII) tuvieron color, el propio de indias, mestizas, esclavas y castas, si bien estas últimas representaron un papel destacado en el siglo XVIII.

Desde el descubrimiento, la Corona tomó una posición paternalista respecto a las mujeres indígenas que mantuvo hasta el final de la colonia. Por ello, durante la conquista, las alianzas conyugales (sancionadas o no por la Iglesia) con las mujeres de la nobleza indígena permitieron a los españoles un mejor control de la población nativa; sin embargo, pronto las indias comenzaron a ser desplazadas por las españolas que fueron llegando y con las que sí contraían matrimonio legítimo y, ante esta nueva situación, la Corona se preocupó por intentar formar una conciencia de familia cristiana entre las indias a través de los denominados hospitales-pueblo, que confirmó su descenso en el status social y marcó un futuro de dependencia y marginación.

En estas instituciones se recibía semanalmente a las familias del poblado indígena, que debían servir en el hospital, encargándose las mujeres de atender a los enfermos o coser para la institución a cambio de recibir una educación cristiana a imagen de las blancas y, así, mientras las blancas de la élite introducían a sus hijos en costumbres religiosas, como la práctica de los sacramentos y la asistencia a misa, las indias hacían lo mismo: transmitirles valores propios de su cultura. En este sentido, El códice mendocino demuestra gráficamente la enseñanza de las madres indias a sus hijos.

En este mismo contexto, algunas indias intentaron conservar la tradición manteniendo los antiguos sistemas de herencia, que les permitían la transmisión de herencias de madres a hijos; pero el paternalismo benévolo de la Corona decidió frenar cualquier iniciativa de este grupo de mujeres y, como complemento a la acción de los misioneros, se dictaron leyes para que cuando por falta de buena voluntad o ignorancia no quisiesen abandonar las costumbres y vicios que tenían fueran obligadas a hacerlo bajo el rigor de la justicia. Así surgió la Ordenanza para el gobierno de indios (1546), que no evitó a los españoles los abusos ejercidos sobre las indias. Nada lo pudo evitar, y, a medida que pasaba el tiempo, éstas fueron relegadas a la servidumbre y la marginación, pero su papel resultó esencial para la subsistencia de la familia, acompañando a sus maridos en los turnos del trabajo obligatorio (repartimiento y mita) o instalándose como ‘’forasteras’’ en las haciendas, después de fugarse de sus comunidades.

Otras familias indias emigraban a las ciudades viviendo en barrios periféricos y constituyendo un proletariado urbano que, desde mediados del siglo XVII fue la mano de obra asalariada por excelencia. Resulta entendible que las mujeres de todas las razas y mezclas, cuando las entradas del marido eran insuficientes, trabajaran dentro de casa haciendo labores de mano, aprendidas con finalidad económica en todos los colegios, conventos y escuelas. Las indias hilaban o tejían mantas, o bien elaboraban alimentos que vendían en puestecillos del mercado; en el caso de Potosí menudeaban con el pan o la coca. Igualmente, trabajaban en casa como costureras, lavanderas o fabricando velas.

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