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MUEREN LOS PUEBLOS ¡La poesía del mundo rural!

Ángel Alonso

Ángel Alonso

Sin negar el tono elegíaco, Suavemente ribera es una celebración de la vida.

No podemos olvidar el ruralismo; un ruralismo que denuncia la muerte de los pueblos.

Se inicia el último libro de Antonio Manilla con un Prólogo cuyos primeros versos nos recuerdan que “el motivo inmutable/ es la muerte”, y se cierra con un Epílogo que insiste en ese leitmotiv: “Voy a un país sin límites:/la patria sin fronteras de la muerte.” Además, toda una sección, Tierra extraña, recopila una colección de excelentes epitafios: “nadie vuelve nunca” pero pervivimos si alguien nos recuerda; “no confíes al tiempo el éxito en tu empresa” y apura el carpe diem; “naces para morir un día […] pero importa el camino”; “sé hormiga y sé cigarra”; “no hay posesión que valga/ lo que vale un instante”. Y el poema Lápida es un auténtico memento mori: “déjate arrastrar”. No obstante, y sin negar el tono elegíaco, el libro es una celebración de la vida, una vida regida por el aurea mediocritas, “la infatigable búsqueda de la felicidad” en un “pasar inadvertidos”. Porque si algo caracteriza a Manilla es su condición de clásico, alejado tanto de las estridencias experimentales como de las angustias postmodernas. En sus palabras volvemos a oír, resucitadas y rejuvenecidas, las palabras de fray Luis de León, de Juan Ramón, de Machado. El impresionismo modernista es uno de sus sustratos: “prados pintados y árboles de oro”, “el púrpura costado de las nubes”, “una azumbre de sol/ acuarelaba/ el cuadro de la tarde”. Como indica Aurora Luque en la contraportada, “es una apuesta a contracorriente por la lentitud, por el detenimiento, la contemplación, la conversación con el paisaje”, corriente que ella denomina “slow poetry”.

Otro aspecto que retoma en este libro es la comunión con el paisaje. Así, en el primer poema se nos justifica el porqué del título del libro: “dejadme ser:/[…] suavemente ribera/ mientras el tiempo pasa.” La naturaleza como maestra estoica, siempre igual y distinta, educándonos en permanencia: “no existe novedad; la vida se repite». Además, estos versos apuntan a otro tema, necesariamente ligado al de la muerte: el tempus fugit; así, los jardines serán “ficción de tiempo detenido”; “qué breve es todo lo que humana mano/erige contra el tiempo.”

Y al hablar del paisaje no podemos olvidar el ruralismo que empapa toda la obra de Manilla, un ruralismo que remite irremisiblemente a su León natal. Un ruralismo que denuncia la muerte de los pueblos, la demotanasia de la sección Espacios despoblados, pero que también ensalza el ritmo pausado y meditativo de la vida en ellos. Las referencias a la ciudad o la vida moderna contrastan con ese edén bucólico: “la lontananza gris de las ciudades”, “en el río del tiempo/ una lata enterrada por la lluvia”, “¿descansa la ciudad/ajena a su pasado de intemperie?”. En ocasiones el paisaje permite la contraposición entre la vida ajetreada de los quehaceres diarios con la tranquilidad del exterior: “mejor haría levantando el acta/ de cuanto ocurre afuera y es presente.” Una ventana o una claraboya son marcos desde los que atisbar el vasto mundo: “el universo entero cabe en ellos”

La noche es otro de los escenarios habituales, noche entendida como fulgor y como acabamiento, como celebración y misterio, “el curso oculto de las cosas”, la noche estrellada de fray Luis, el crepúsculo y el alba. Y también el camino manriqueño, la vuelta a Ítaca de un Ulises siempre de paso.

El tono meditativo adquiere otros matices, como el desengaño amoroso en Fuego sobre el agua, la inexorabilidad de lo vivido en Ananké, reflexiones metapoéticas en La forja de una especie o en Espejo desvelado.

Evidentemente, el mejor cauce formal para estas reflexiones es sin duda el epigrama, y a ello tienden los poemas en su brevedad.

En cuanto a su estilo, sabe modular Manilla entre una dicción sobria y eficaz en su contención en los poemas más breves y descriptivos, más sugerentes y leves, con la profundidad conceptual barroca y hasta algo arcaizante, muy adecuada a las reflexiones más profundas, pero siempre rica en metáforas fulgurantes y enérgicas: “una bandada reluciente/ de monedas al sol […] Calderilla del aire”, “los oros gastados de noviembre”, “las esquinas del aire”, “granos de luz sobre las hayas”, “aves líquidas”, “el bronce de las hojas”. O se deja mecer por las aliteraciones (“Salude a los aludes de laúdes”, “con el rojo fulgor de un vino añejo”) y juega con maestría con los encabalgamientos.

A pulso se ha labrado el merecido puesto que Antonio Manilla tiene en nuestras letras, como merecido es el premio que ahora lo encumbra. Una voz que sabe decir el mundo, un nombre propio de la poesía contemporánea. Esperemos que, a no tardar, podamos contar con una edición de su obra reunida.

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