Un telescopio al revés. El cielo observa a la Tierra.
Es tiempo de calma y de silencio; los coches son escasos y han desaparecido los caminantes con la mochila a la espalda.
Arturo, desde lo alto, desde lo muy alto, se distrae con los movimientos a la vez lentos y nerviosos, a la vez cautos y despreocupados, de una joven hembra, esbelta y elegante, en una estrecha vaguada salpicada de gotas de rocío.
La observa en su llegada al arroyo, que este año va generoso; en cómo se inclina para beber y en cómo disfruta del primer sorbo de agua fresca del día, y después ve cómo se aplica a dar buena cuenta de los brotes de hierba, y de los tréboles recién nacidos. Arturo, el guardián de la Osa, se fija en cómo, extrañada, levanta cada poco la cabeza; entre bocado y bocado de hierba fresca, vigila la cercana carretera y se asombra de que siga el silencio. Dura ya unos meses esta tranquilidad. La cierva puede pastar tranquila, los coches son escasos y han desaparecido los caminantes con la mochila a la espalda. Ni rastro de ellos. Ni siquiera Arturo, desde su perspectiva privilegiada tiene ninguno a la vista.
Espiga, (o Spica, como le gusta ser llamada formalmente) posa su mirada en Peña Falcón, más conocida como el Salto del Gitano, donde los buitres leonados planean sin cesar sobre las rocas que forman el imponente acantilado sobre el Tajo, de más de 300 metros de altura. Aquí viven muchas del casi medio millar de parejas que se reproducen en Monfragüe, a razón de un huevo al año. Se posan en los salientes, despegan sin previo aviso, rozan con sus alas las ramas de los árboles al borde de la carretera. Sus ojos vivos y atentos recorren el paisaje de arriba a abajo, sus inmensas alas acarician el aire, se divierten. No ven prismáticos apuntando a lo alto, intentando seguir sus piruetas en el cielo. El espectáculo de sus alas extendidas, aprovechando las corrientes para suspenderse y flotar no tiene espectadores. A ellos parece no importarles, no necesitan público. A Espiga le gusta verlos subir, subir, subir…
Régulo, azul y brillante, sigue el recorrido del Tajo, que se recrea trazando curvas a la manera de un laberinto de revista de pasatiempos. El río discurre pausado, acaricia orillas de cantos, de cañas, de raíces que se asoman a la superficie y llegan hasta el agua. En su camino, lame los pilares sólidos que mantienen en pie el Puente del Cardenal, aunque su cubierta de piedras retorcidas y maltrechas haya pasado por tiempos mejores; no hay pasos ahora sobre ellas, nadie lo cruza desde hace tres lunas. Así que, aprovechando el silencio, una pareja de nutrias juega debajo de los arcos al escondite de las zambullidas, al pilla-pilla del buceo, sacudiendo su pelaje cuando se toman un respiro. Régulo titila, pero su reflejo es invisible en el agua.
Denébola otea un sendero marcado con balizas amarillas que, desde Villarreal de San Carlos se adentra entre encinas; los árboles se estrechan o se esponjan en dehesas, más adelante dan paso fugaz a los eucaliptos y vuelve el encinar. Un macho de ciervo se alza sobre sus dos patas traseras para alcanzar un retoño jugoso y tierno. Su cornamenta ya está empezando a crecer, tras haberla perdido en invierno, y merodea solitario en su quehacer de itinerancia diaria buscando un bocado apetitoso que llevarse al hocico. Va despuntando brotes de arbustos y ramas bajas, mordisquea alguna corteza… Está confiado, hace ya muchos días que ha dejado de cruzarse con ningún humano en el camino. Está empezando a cogerle el gusto a acercarse al mirador, donde los cañizos hace tiempo que no dan sombra a ningún visitante de los que solían sentarse en los bancos a descansar tras la marcha. El ciervo está a sus anchas, respirando la tranquilidad y masticando la quietud. Denébola le lanza un guiño, con un parpadeo desde su posición, infinitamente rodeada de su propio sosiego.
Berenice sacude su cabellera mientras pasea la mirada por la subida al Castillo. Es un bonito camino entre cantuesos, encinas y acebuches milenarios que se espesan. Aquí se reúnen ciervas con sus crías en grupos bastante grandes, camuflados entre hojas y ramas, sus tonos pardos mezclados con los marrones de la tierra, las raíces y los troncos. No echan de menos los humos de los coches y autobuses que solían llenar el aparcamiento, ni las voces de la gente, ni las pisadas fuertes, ni los jadeos de los que subían a pie la cuesta hasta llegar al castillo, con su torre habitada por el fantasma de una desdichada princesa árabe. Prefieren la compañía de un meloncillo rápido y esquivo, de un lagarto ocelado prudente y lento, de una gineta escurridiza, de una lagartija colilarga, de un zorro elegante y de alguna culebra bastarda… Berenice intenta descubrirlos desde su atalaya.
El Corazón de Carlos se emociona cuando el buitre negro, el rey de Monfragüe, puebla el cielo en los alrededores del castillo. Ahí, a pesar de las vistas panorámicas sobre el Tajo, el Salto del Gitano y una gran extensión de Parque, la mirada queda prendida en los cientos de buitres negros que se reúnen para hacer unas pasadas de vuelo rasante junto a las tapias y las paredes que se asoman al abismo. Sus alas de casi tres metros de envergadura se abren y estas aves majestuosas sobrevuelan el terreno en busca de carroña de animales de toda clase. Son aves silenciosas que solo rompen el silencio cuando su vuelo produce, ora un silbido ora un susurro, al hendir el aire.
Chara no descansa, se mueve tras sus presas en el cielo, pero de vez en cuando se distrae porque un zorro se aventura por la ruta, señalizada con color verde, que desde Villarreal sigue un ancho camino entre campos y fincas. Va paralelo al lado izquierdo del Arroyo Malvecino; fresnos, madroños y cornicabras cobijan al zorro, aunque no hay rastro de paseantes ni deportistas en el horizonte. Ni una huella de botas ni zapatillas hasta el puente de madera, ni más allá por el sendero más estrecho y considerablemente empinado que acaba en el Cerro Gimio. Los romanos sabían bien dónde colocar sus puestos de vigilancia, pues desde aquí se divisan el Salto del Gitano, el Castillo y el Tajo de un golpe de vista. Chara se detiene, relaja su vigilancia celestial y se deleita.
La Corona boreal se asoma al Mirador de la Higuerilla, situado sobre un meandro del río Tiétar. Es el mejor lugar para poder ver aves acuáticas. Las garzas reales, solitarias y majestuosas se posan como estatuas en las rocas que sobresalen en el lecho del río, o se lanzan sobre un pez despistado; los cormoranes en bandadas muy numerosas se persiguen a la carrera corriendo sobre el agua, formando remolinos, salpicando y gritando como niños en el recreo. El jaleo no molesta a nadie, los visitantes no han llegado tampoco hoy.
Ahora, esperemos a que todo esto termine. Esperemos a poder acercarnos de nuevo a Cáceres y llegar a Monfragüe.
Ahora, esperemos a una noche tibia y despejada de principios de junio, en cualquier punto del Parque Nacional.
Demos la vuelta al telescopio. Dirijámoslo hacia la oscuridad, allá arriba, y busquemos las estrellas.
El cielo de primavera, en el hemisferio norte, no es muy atractivo a simple vista. Es un cielo oscuro y con pocas estrellas brillantes. Es en esta época cuando la Vía Láctea no atraviesa el cielo y, por ello, apenas tenemos nebulosidades de polvo y gas que nos tapen lo que hay más allá de nuestra galaxia. Es la oportunidad de mirar, ajustando el objetivo y acostumbrando la mirada a la negrura, más allá de nuestra galaxia.
Arturo es una gigante naranja, Espiga es una gigante azul y Régulo es la estrella más brillante de todo el Zodiaco. Las tres, Arturo del Boyero, Espiga de Virgo y Régulo de Leo forman el Triángulo de Primavera, un enorme asterismo en forma de triángulo en cuyos vértices se encuentran estas estrellas.
Arturo, Espiga, Denébola (la Cola del León) y Cor Caroli (el Corazón de Carlos) son los vértices del Diamante de Virgo, otro asterismo, en este caso en forma de cuadrilátero –casi un trapecio rectángulo-.
La Cabellera de Berenice es una constelación escurridiza repleta de galaxias; Chara, en la cabeza del Perro de caza, va siguiendo a las dos Osas por el firmamento; la Corona Boreal es una constelación de siete estrellas en forma de semicircunferencia que aparece al oeste del Boyero…
Las estrellas no se acaban nunca, y el cielo de Monfragüe ha sido declarado uno de los mejores del mundo para la observación astronómica. En Torrejón el Rubio hay un pequeño planetario que se visita y donde se organizan sesiones para descubrir todo un universo que, a años luz de distancia, nos observa y se deja contemplar.
En Monfragüe, la vegetación y la vida salvaje no lo son todo. De día son los buitres, los ciervos, las águilas reales e imperiales, los tejones, las cigüeñas negras, las víboras y los alimoches… y de noche, es escarbar en la oscuridad para que la experiencia esté completa. Para descubrir un paraje único en el mundo, cuya naturaleza sin igual sólo encuentra competencia en su sobrecogedora noche estrellada.