“Un temblor de las alas de una mariposa posada en una hoja de guayaba en las Antillas puede provocar un huracán en Colorado.”
“La realidad es tan solo un caso particular de lo irreal y todos somos una ficción de quién sabe qué mundo que nos crea y nos abarca.”
Hay un dato irrefutable. Los libros aumentan y el espacio disminuye; no sólo el espacio físico. Hace años, en el transcurso de una mudanza, después de descargar las numerosas cajas repletas de libros, uno de los operarios, fornido y guasón, le preguntó a mi mujer, que, a la sazón, supervisaba las operaciones, si yo, ausente y presunto dueño de los libros, los había leído todos. La respuesta no es relevante. Entonces, mi biblioteca todavía era asequible para un lector compulsivo, que, además, se desenvolvía en el mundo del periodismo cultural. Hoy la respuesta sería otra; quizá por eso no está en mi intención mudarme más. Sería muy engorroso atropar todos los volúmenes que se disfrazan de rincones y protuberancias, aparte de los que han adoptado la condición de fantasmas, en mi particular casa tomada.
No soy el único que se ha preguntado, muchas veces, cuántas vidas harían falta para leer todos los libros, no ya los que existen, ni los que conservamos presos del arrobo de desprendernos incluso de los que ya hemos leído, sino, simplemente, los que queremos leer.
Si, para colmo, eres de oficio lector, la cosa se complica, ya que ejercer el periodismo cultural conlleva la obligación de leer libros que no hubieras leído de ser otras las circunstancias. Cada día se editan libros que quieres leer y no puedes porque el trabajo (leer libros, entre otras funciones) te lo impide y, del mismo modo, libros que juzgas prescindibles y, sin embargo, has de leer por fuerza, pues la opinión o la crítica que sucede a la lectura ha de basarse en una información contrastada o sería trampa. Si a esto se le añaden los Clásicos y los que se han publicado a lo largo de los siglos y que los libros prescindibles tienen cada vez más páginas (aunque también más ligeros), sucede que, aunque los avances científicos nos permitieran sortear a la muerte y conservar un mínimo de lucidez, lograríamos tiempo para leer todo lo que desearíamos. Los libros se seguirán editando, por más que cambien de formato y ocupen menos espacio en la biblioteca. Esa es, posiblemente, la gran paradoja del lector profesional; su enfermedad crónica.
Sirva este largo introito como disculpa por no haber leído hasta ahora nada de Mircea Cartarescu, si bien no por no conocerlo o por no haber leído lo que otros escribieron sobre él, también en publicaciones familiares y supervisadas por mí. El autor rumano se lo merece.
Por casualidad, hace unos días me topé con su último libro, fechado en la edición española en 2018 y en la editorial Impedimenta (donde se ha publicado la mayor parte de su obra); El ala izquierda, Cegador, I, primera parte de la trilogía que lo ha elevado a los altares de la escritura.
Puedo confirmar que, aunque a estas alturas, se trata de un gran descubrimiento y que tendré que luchar contra la tentación de dedicar los próximos meses a leer el resto de su obra. Vana pretensión en tanto que la labor del periodista profesional no se detiene en verano y, a tenor de lo leído, tengo la impresión de que la obra de Cartarescu es un placer que se deba compartir con otros placeres estivales, más livianos y con menos recorrido y sé que con esta afirmación me estoy contradiciendo a mí mismo en la suposición de que cualquier libro es susceptible de ser leído en cualquier época del año.
El autor rumano es un poeta y eso hace que su prosa esté repleta de imágenes y hallazgos expresivos. Un mago de la palabra (impresión realzada por la traducción de Marian Ochoa de Eribe) y un mago de la vida, la propia y la del Universo que mueve los hilos de nuestra existencia. La mariposa como símbolo de que el mundo se mueve a instancias superiores e inferiores, desde el cielo hasta las cloacas, los picos y los subterráneos, la divinidad y la podredumbre. La propia vida, la experiencia personal, las vicisitudes del tiempo que nos toca vivir y les ha tocado a nuestros antepasados no son el punto de llegada, la meta, sino el punto de partida. No existe ningún cable que no esté conectado con el resto del mundo. Lo que ocurre en un lugar determinado (léase Bucarest, el barrio más corriente de Bucarest) influye en lo que sucede en las antípodas. Todo está conectado por filamentos invisibles que reúnen en su peripecia organizativa todo lo bueno y lo malo de lo que somos, como individuos y como entes sociales, seres del mundo; incluso lo malo puede dar lugar a cosas buenas y viceversa.
El conglomerado del mundo, lo celestial, lo divino, la mierda y la maldad, son un todo que el autor va desgajando, contando, desde su propio cuerpo, pletórico también de filamentos orgánicos, nerviosos, y palabras que concitan emociones. La enfermedad, los hospitales, los seres demediados, deformes, las heridas de la guerra, la ocupación del extraño, las raras componendas de la supervivencia, los miedos, los fantasmas pasados y futuros y el cuerpo con toda su solemnidad y miseria.
Todo unido a través de la palabra que se hace fuego e invierno y azote de la realidad. ¿Quién nos escribe? ¿La mariposa, que nos introduce en el sueño, la auténtica verdad?
Difícil resumir en unas líneas el interior de un escritor necesario. Mejor lo leéis; me lo agradeceréis. Ah, no importa que sea ahora en verano. Yo me comprometo a leer el resto de su obra y la que venga, sobre todo la que venga, pues seguro que encontraré más filamentos interesantes de las palabras que componen su rara y sorprendente autobiografía.
Lo dicho. Feliz lectura.