Como el cine español sin el guionista Rafael Azcona, el mundo editorial de los últimos cuarenta años del siglo XX no se entendería sin la figura de Mario Lacruz.
Este mes de mayo se han cumplido los 20 años de su fallecimiento.
Como Rafael Azcona, también Lacruz hizo de la discreción personal un estilo, tanto como para que sus rostros fueran desconocidos para el gran público, ese que contemplaba con devoción las películas del guionista riojano y devoraba los libros de las distintas colecciones que puso en marcha el editor barcelonés.
A Rafael Azcona y a Mario Lacruz (Barcelona, 1929-2000) les unió también algo más y fue el abandono que ambos hicieron de su primitiva vocación, que era la de escribir novelas. De Rafael Azcona se conserva sólo una que yo sepa, Los ilusos, recreación del mundo literario de los cafés madrileños de los años cincuenta que el guionista conoció cuando llegó a la capital, pero Mario Lacruz publicó hasta tres: El inocente (1953), La tarde (1955) y El ayudante del verdugo (1971), que le valieron para alcanzar un reconocimiento importante como novelista, incluso a figurar en la nómina de narradores más representativos de la llamada novela existencialista española en los libros de texto, antes de dedicarse exclusivamente a su trabajo como editor, abandonando aparentemente la escritura. Azcona solía explicar su abandono de la novela en clave sarcástica diciendo que con los guiones ganaba más dinero y, además, le permitían conocer a mujeres guapas, aparte de ironizar con que en el cine los adjetivos los pone el director de la película mientras que en la novela ese trabajo lo ha de hacer el escritor. En cambio, Mario Lacruz –que también escribió guiones de cine, por cierto, unos firmados y otros como negro -, cuando le preguntabas por la razón de su abandono de la escritura, solía guardar silencio o escudarse detrás de una familia numerosa que le obligaba a trabajar como editor a tiempo completo para mantenerla. Ninguno de los dos decía la verdad, sobre todo el segundo, como a su muerte se descubriría.
Mi relación con Mario Lacruz comenzó en el año 1984 cuando él dirigía la editorial Seix Barral después de haber pasado por Plaza y Janés (en dos ocasiones) y Argos Vergara y para mí fue determinante. Entre él y Pere Gimferrer, su asesor principal en Seix Barral, decidieron publicar mi primera novela, Luna de lobos, que me cambiaría la vida. Luego, me publicó varios libros más hasta prácticamente su retirada de Seix Barral, que se produjo pocos años antes de su fallecimiento. Así que difícilmente podré olvidarme de él pese a que nuestro distanciamiento geográfico (él vivía en Barcelona y yo en Madrid) y la diferencia de edad no propició la amistad que suele darse entre algunos editores y escritores. Pero sí una simpatía mutua que él no expresaba mucho por su carácter, pero de la que yo era consciente por los comentarios que a veces me hacía (“De ti me interesa hasta la factura del sastre” me dijo en una ocasión, cuando le comenté mi intención de publicar en una editorial menor un libro de artículos periodísticos, creyendo que a él no le iba a interesar) y por lo que fui conociendo por otras personas. Solamente en una ocasión coincidimos dos o tres días y fue en Tenerife, que recorrimos en un coche alquilado después de un congreso de literatura al que nos había invitado Juan Cruz, el sucesor como editor de Mario Lacruz de mis libros años después, que nos permitió intimar más que en toda una década de relación profesional. Mario era muy reservado y yo muy tímido, lo que no propiciaba las expansiones sentimentales entre nosotros.
Hacia mediados de los noventa, cambié de editorial y Mario falleció poco después. Retirado de la edición desde hacía algún tiempo, su muerte no recibió la atención que merecía alguien que, como él, había puesto en marcha colecciones y proyectos en los que generaciones enteras de españoles empezamos a leer (personalmente recuerdo con nostalgia Reno, la colección popular de bolsillo que abrió una puerta a la narrativa europea y universal en una época de autarquía cultural tan asfixiante y pobre como la económica, y Las Cuatro Estaciones, de Argos Vergara, que inauguró el marketing editorial en este país) y que dio la primera oportunidad a muchos escritores actuales, entre los que me cuento. Luego cayó en el olvido en el que continúa hoy a pesar de los esfuerzos de su hijo Max, también editor, por reivindicar su obra, no solo la editorial, sino la literaria, que, para sorpresa de su familia y de todos, no se había interrumpido como él aseguraba en sus años de editor, sino que había seguido haciendo a escondidas, seguramente en sus vacaciones, que siempre pasaba en la Costa Brava de Gerona (era un gran aficionado a la pesca submarina), y escondiendo en un armario junto con las herramientas de bricolaje, al que al parecer era también muy aficionado, y cuya llave guardaba con la disculpa de que nadie le desordenara aquéllas. En ese armario, después de morir, su familia halló una docena de originales escritos durante años y que eran el fruto de su vocación frustrada. O, mejor dicho, negada públicamente, pues siempre continuó escribiendo.
Más de una vez he afirmado, cuando me han preguntado por la razón de escribir en una entrevista o en un coloquio público con lectores, que para mí la escritura es una vocación, no una profesión, aunque se pueda vivir de ella, y que escritor es esa persona que seguiría escribiendo aunque no publicase jamás. Desde esa definición, pocos como Mario Lacruz conozco tan escritores de verdad, tan entregados a una vocación que, por las circunstancias que fueran, quiso ocultar tras su profesión – ésta sí – de editor.