Somos afortunados los que hemos tenido ocasión de conocer ese viejo mundo de los pueblos que desaparecen.
Se podría decir, sin temor de caer en la exageración, que estamos ante una obra maestra: San, el libro de los milagros (Acantilado).
No sabría decir si esta novela es una maravilla absoluta o tan solo una maravilla para aquellos que han tenido la fortuna de llegar a conocer ese viejo mundo de los pueblos que desaparecen, absorbidos por la globalización y la actualidad, su cultura de supervivencia que ha sido devorada por la que John Berger denominó «cultura del progreso», dentro de la cual englobaba tanto al capitalismo como al socialismo, los cuales únicamente se diferenciaban para el autor londinense en «el contenido» del progreso.
No sé si un urbanita sabrá deleitarse con la narración de un mundo habitado por vidas atadas a un «presente de trabajo interminable» y no productivo, al relato de un lugarejo y su tonto, al alma de unas gentes que confían en historias que se repiten alrededor del fuego durante generaciones, en la creencia de que «crecerían en sus almas y que algún día los protegerían con su sombra». Sospecho que sí, que ese urbanita también sabrá degustar tanto la prosa transida de lirismo de Manuel Astur —bien se nota la condición de poeta del joven narrador nacido en Sama de Grado en 1980— como la trabajada estructura que articula este San, el libro de los milagros.
Nadie espere encontrar en estas páginas una visión complaciente o neorrural de la vida en los pueblos. De alguna manera, en este sentido nada más, y aunque se trata de un ensayo, a mí me ha recordado al estupendo estudio de Adolfo García Martínez «Alabanza de aldea». Ambos enuncian la «matorralización» y homogeneización del territorio a que se han visto abocadas las aldeas: la pérdida de las estructuras comunales y el sentimiento de abandono, de sociedades que se abisman hacia un olvido de alimañas y ortigas enseñoreándose de los huertos. Nos hablan de un «Viejo Mundo» y sus últimos habitantes, de un universo que se esfuma, sin electricidad ni carreteras, sin votantes o internet, evaporándose sin una lágrima, desapareciendo de la historia y desapareciendo de la geografía bajo la hierba, igual que un cementerio en ruinas. Pero la ficción no elude mostrar creencias ancestrales y comportamientos primitivos, actos de brutalidad inconsciente, se niega a maquillar su componente trágico con colorete.
El armazón narrativo tiene una trama principal y además un montón de afluentes que van hacia él trayéndonos mitos, sucesos legendarios y toda una serie de cuentos encadenados que hacen pensar en la estructura del filandón o reunión en el que se compartían fábulas mientras se hilaba en las cocinas del invierno. Desde luego hay varios recursos que proceden directamente de la oralidad —el mismo final— y el tono es siempre el de quienes cuentan historias «como si el pasado no fuera más que una aldea cercana». Lo que puede parecer deslavazado por los recursos orales empleados por el narrador no lo está y va sumando detalles al desarrollo de una forma magistral. Al finalizar los tres «cantares» de que está compuesto San, el libro de los milagros, se vuelven preclaras unas líneas que poco antes hemos leído: «Entre todos le contaron una realidad más amplia que ni ellos mismos sabían porque nunca habían reunido los retales».
Marcelino, el protagonista, es un santo de hoy en día, un inocente en un mundo acuciado por el progreso y que está borrando los senderos milenarios, imagen que funciona en la novela como metáfora de quienes anduvieron y pensaron el mundo antes de nosotros, con formas de vida que la modernidad se ha llevado por delante de un plumazo. Esa desconexión con el pasado, con el bagaje heredado por la humanidad que es la cultura, está de trasfondo constante en estas páginas aparentemente sobre un asesino inconsciente que paradójicamente termina siendo capturado gracias a la tecnología del siglo que vivimos.
Escritura poética, cargada de evocación y resonancias, una narración que avanza por resplandores, entre meandros, iluminado pedazos sueltos que son partes de un puzle maravilloso que va completando el lector, un puzle en el que cualquier vida “significa” «tanto como cualquiera de esas estrellas del firmamento». Prosa vaporosa pero eficaz y precisa la de esta obra maestra, a la que los golpes de viento de la poesía aclaran como un claro de luna que penetra de súbito en un bosque.