
Eolas & Menoslobos. 1 Precio: 16 €.
La metáfora del mirlo es un diario del confinamiento escrito por Pedro Ojeda, poeta y profesor de literatura.
El diario comienza el día anterior al viernes negro, y trece, de marzo, en el que se desencadenarán los acontecimientos cocidos a fuego lento.
Es un testimonio, en consecuencia, fraguado desde la perspectiva de un hombre de letras y, a mayores en su caso, un activista cultural de primer orden, para quien el estado natural es justamente el recogimiento libresco, toda vez que los lectores compulsivos creemos que la vida verdadera habita entre las páginas impresas y que las otras –la social, la laboral, la personal incluso– son meros espejismos a sobrellevar, teatrillo más bien inclinado, por desgracia y desde siempre, pero de forma apabullante últimamente, al espectáculo que a la metafísica calderoniana.
Por eso da la impresión de que a Ojeda el arresto domiciliario de marzo le resultó casi un alivio, al menos una especie de descanso del guerrero “después de tres años de cierta locura de viajes y compromisos”, desde el momento en que eligió recluirse en Béjar, lejos de sus lugares de cometidos académicos y literarios cotidianos. No es de extrañar, por tanto, que no se desprenda de sus anotaciones, como es apreciable en otros diarios del mismo periodo incierto, el paralizante estupor inicial ante el panorama distópico y la desaparición de la vida exterior rutinaria. De tal modo que la transición del ajetreo de costumbre a las limitaciones del estado de alarma es suave, pese a que la frase de partida, “las cosas se han precipitado”, parezca indicar lo contrario.
De hecho, no abandona sus deberes de difusión cultural, salvo aquellos en los que era imprescindible su presencia física, es más, aprovecha para volver otra vez a El Quijote vía telemática, al Inca Garcilaso a raíz de un trabajo de clase onlain o al Decamerón, dadas las circunstancias, pero también a los versos primordiales de Claudio Rodríguez, a los lluviosos y urbanos de Karmelo C. Iribarren, o a las figuras resistentes y apartadas de los poetas Eladio Orta y Luis Felipe Comendador. Tampoco deja de lado la fotografía, básica, en unión de lo literario, para su blog “La Acequia”, cuyo origen familiar, en cuanto al nombre, desvela; o la pintura, a cuento del pino bejarano de Regoyos o, sobre todo, el cine, con los clásicos e Hiroshima mon amour a la cabeza.
El diario comienza el día anterior al viernes negro, y trece, de marzo, en el que se desencadenaron los acontecimientos cocidos a fuego lento desde principios de año, tal y como se recuerda en resumido flash-back, a partir de entonces, y lo que te rondaré morena, según prosigue la situación ahora mismo, los no acontecimientos. Pese a la tensa y confusa atmósfera reinante, aún no se habían impuesto las restricciones de movimiento (¿sólo de movimiento?), la negación y el miedo. El virus todavía no enseñaba sus zarpas mortíferas por las ucis y las residencias de ancianos o bien no nos habíamos enterado. Por aquel entonces el profesor Ojeda ha dado durante la semana sus clases en la universidad de Burgos y ha moderado una mesa redonda en la casa Zorrilla, con un lleno un tanto intimidatorio en la sala Narciso Alonso Cortés, dentro del programa Valladolid Letraherido que coordina, sobre la figura, antaño tan renombrada y hogaño tan preterida, de Gaspar Núñez de Arce, tal y como precisa con muy buen juicio sintético.
Pero ya al final de esta primera entrada aventura lo que luego se ha cumplido respecto al impacto y consecuencias del ataque del virus: “Nadie reflexionará sobre los inconvenientes recortes en la sanidad pública de los últimos años debidos a administraciones autonómicas de diferente color político ni en la necesidad de construir una defensa global efectiva ante situaciones de pandemia. La gresca política impedirá también encontrar eficazmente tanto la raíz de los fallos como sus soluciones”. Por la parte de la actualidad exterior y su evolución hasta el 25 de mayo, fecha de las últimas anotaciones, cuando Salamanca pasó a fase uno de la desescalada, que todos conocemos de sobra, poco cabe añadir, atinó por completo. Se equivocó, sin embargo, en su confianza en una respuesta rápida y terapéutica de la ciencia, aspecto sobre el que convendría meditar: los humanistas tienen fe en la ciencia pero los científicos, la sociedad en su conjunto, han desvalorizado y relativizado las humanidades.
Aderezadas con apreciaciones de la vida doméstica y de lo que nos suele pasar desapercibido, sobre otras epidemias históricas o la memoria viva, conmovedora, de los padres muertos, predominan las entradas relativas al impresionismo ambiental, tirando a meteorológico, lo poético vislumbrado desde la ventana: “El cambiante color de la sierra, cielos encapotados y de un azul luminoso, atardeceres y amaneceres prodigiosos sobre la Covatilla” y, especialmente, en todas las fases, “desde la euforia hasta el miedo” y según le va ganando la incertidumbre, junto a la nostalgia creciente de sus paseos liberadores por la sierra, y cae en cierta melancolía a medida que avanza el último abril de aguas mil, hasta anublarse él también algunos días, las reflexiones a partir de la pandemia y la reclusión forzada, un corpus que bien pudiera haber dado pie a un libro ensayístico, porque abre y explora muchos caminos en torno a la relación, más bien enfrentamiento, explícito en la imagen metafórica del título, del progreso con la naturaleza, de lo material con lo ético, la globalización y sus efectos, los males de la hipertrofia de información, la alerta ecológica planetaria, la fragilidad del ser humano…
El análisis, que se va desgranando al hilo de esos meses que vivimos detenidos y a la vez en vilo, con una angustia progresiva, es ponderado y sereno, sosegado, diríase que Ojeda ha sido capaz de hablar en nuestro nombre, en el nombre minoritario de tantos, de manera ajustada, con rigor y propiedad, no exentos de tersura y precisión estilísticas, sin rimbombancias léxicas ni exhibicionismos librescos.