
Editorial Encuentro. Precio: 24 €.
Los escritos de Manley Hopkins empezaron a editarse casi medio siglo después de su muerte.
Robert Bridges, poeta laureado y albacea de Hopkins fue el único que conoció la vida lírica de Hopkins.
Poeta prácticamente póstumo –si es que tal condición, sea por los avatares en vida, como es su caso o el de Garcilaso y Bécquer en nuestras letras, por nombrar los más conocidos, o debido a la propia condición de la lírica, no fuera una redundancia, ya que sólo el tiempo determina la validez de una obra–, rescatado para la posteridad, entre otros, por Auden y Eliot, el traductor de su Prosa completa, el también poeta Gabriel Insausti, tilda en su prólogo a Gerard Manley Hopkins, escritor decimonónico, de la segunda mitad del siglo, tras el turbión romántico, de “victoriano atípico”, aunque luego matiza que la anómala extrañeza de su escritura no hace sino acentuar algunos rasgos de época.
El propio Insausti informa pormenorizadamente de las vicisitudes por las que pasaron sus escritos en prosa antes de ver la luz. Por lo pronto, empezaron a editarse, siempre parcialmente, casi medio siglo después de su muerte. Además, al cabo sólo quedaron indemnes, tras sucesivas eliminaciones y pérdidas, lo que en esta edición de Encuentro, ejemplar en todos los órdenes, se muestra: “los restos de un naufragio”. Aun así, me parece significativo por completo en cuanto a su pensamiento e ideas estéticas.
En parte, ambas circunstancias derivan de su apartamiento y soledad con respecto al mundillo literario, del que sin embargo estuvo al tanto desde la distancia, como se prueba en el epistolario, ordenado cronológicamente, desde sus dieciocho primaveras hasta el año de su muerte, que ocupa el centro y el grueso del volumen. Aparte de alguna, suelta, dirigida a familiares –su padre y su hermana–, unas pocas a compañeros de internado y una, crucial, en la que pide amparo y opinión al futuro cardenal John Henry Newman –prosista también casi desconocido, pero de muchísimo fuste, de quien la misma editorial ha publicado sus sermones universitarios y parroquiales, así como la novela de tintes autobiográficos Perder y ganar– con motivo de su decisión de convertirse al catolicismo, la mayoría revelan su relación con Robert Bridges, tiempo después poeta laureado y la única persona que conoció en vida la lírica de Hopkins, así como el encargado, a modo de albacea, de publicarla años después de su muerte.
También se recogen cartas a otros poetas coetáneos, como R.W.Dixon o Coventry Patmore. Tanto en unas como en otras, Hopkins acierta plenamente, creo, en su visión de los clásicos y de la línea de evolución, con sus hitos, de la lírica anglosajona, y, lo que es más difícil, en el juicio de escritores contemporáneos al calor de los acontecimientos, como Robert Louis Stevenson, Thomas Hardy o Elizabeth Gaskell, entonces sin ningún renombre. Es posible que en la formación y consolidación de su atinado gusto tuviera que ver su tutor en Oxford Walter Horatio Pater, afamado crítico de arte y de literatura, representante del esteticismo, que fuera discípulo de John Ruskin, sobre cuya impronta en Hopkins volveremos, y a su vez maestro de Wilde y su generación decadentista.
Precisamente de los pormenores oxonienses o del noviciado tratan algunos de sus apuntamientos diarísticos, que casi excluyen lo íntimo –su mencionada conversión, por caso, se cita al paso– y lo informativo –también con alguna excepción, como cuando se hace eco de los asesinatos de los rehenes de la Comuna parisina o del de Prim– para centrarse en los fenómenos atmosféricos del día a día, su afición a la pintura, las apreciaciones de la práctica del senderismo alpino, entre casadas y glaciares durante un viaje a Suiza, o de estampas sobre todo marítimas en sus vacaciones en la Isla de Man, descripciones de paisajes, de instrumentos musicales, la etimología, lo onírico…
Quizá lo más interesante del libro, al margen de los escritos devocionales, ejercicios espirituales y sermones del final; de unos pequeños ensayos de estética del primer bloque, en los que se ciñe al binomio clásico verdad-belleza abordado diacrónicamente, desde el arte asirio al de su tiempo, pasando por el griego, medieval y renacentista; y de la métrica, asunto igualmente medular en muchas de sus cartas de índole literaria, que analiza exhaustivamente, tanto en lo relativo a la prosodia como al ritmo acentual de pies latinos, la rima, la dicción y los recursos retóricos, sea su fijación en el detallismo descriptivo, en particular botánico y de las nubes –atención a los clubs de avistadores de cúmulos, nimbos y demás, aquí hay una mina celestial–, que Insausti emparenta con su obsesión por el dibujo –algunos, primorosos, como el árbol de la portada, un iris, unos nenúfares y unos matojos en una cerca, acompañan la edición– y afirma que procede, como adelantamos, de Ruskin. En sus prolijas y minuciosas viñetas de la naturaleza Hopkins, que no conviene olvidar que declaró “I love country life and dislike any town” y, sobre todo, “any party mudanal writers”, nos ofrece toda la belleza a su alcance, la que al resto de los mortales suele, nos suele, pasar desapercibida, pero que si tuviéramos ojos para verla, como aquí nos pone de manifiesto con su mirada victoriana, la encontraríamos “en todas partes, en todo momento”.