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La enfermedad es el pretexto para abordar una taxonomía de los enfermos y de los personajes que rodean a los enfermos.
«Íbamos a visitar a los enfermos, ¿no lo recuerdas?». Ésta es la pregunta que funciona en Enfermos antiguos, del escritor ibicenco Vicente Valero, como magdalena proustiana. A partir de ahí, como una arqueología del recuerdo, por estratos, «fragmentos de la memoria», los llama, nos transporta, de la mano de su madre, como entonces, a la vida cotidiana, aún con sus modos y costumbres campesinos, en la Ibiza de los estertores del franquismo, hasta desembocar en la llegada de la democracia, que aquella sociedad cerrada, anclada en el pasado, recibe, como todas las transformaciones ―incluida la del boom turístico, la del «demonio del turismo», preludio y aliado―, con «tolerancia y escepticismo».
El pretexto para acometer la pausada remembranza es la enfermedad, como la muerte, niveladora, lo que da pie para abordar una taxonomía de los enfermos, desde el quejoso al travieso, desde el silencioso y callado al sabelotodo, de los médicos, «con su maletín de cuero desgastado», vocación frustrada del propio autor y de las propias enfermedades, algunas ya olvidadas hoy, como el paludismo, el tifus o la viruela, ante las que los mayores reaccionaban con temor, quién nos iba a decir que iba a volver aquel espanto con la pandemia de la covid-19. En la niñez del escritor era común practicar la caridad cristiana visitando a convalecientes, «para subir el ánimo», bien fueran conocidos, vecinos o parientes.
Ya en los cuatro relatos de Los extraños había seguido el rastro de personas allegadas, de los que hemos oído hablar desde siempre y a los que no ponemos cara porque ni siquiera dejaron una foto de ocasión y cuyas huellas se pierden en la huida o el exilio o en un lugar desolado del Sahara, indagando en sus vidas con emotividad, recreando sus biografías, levantando lo que se perdió en la espiral del olvido con la que suelen asordinarse los asuntos consanguíneos.
Los recuerdos familiares se centran especialmente, como es natural, en sus progenitores, opuestos por completo entre sí, pues retrata a su padre como «reservado y tímido», aficionado a «la lectura, el ajedrez, los paseos largos», mientras que su madre, muy extrovertida, prefería los espectáculos públicos, «el fútbol, los toros, las carreras de trotones, las procesiones». Se da la circunstancia, por cierto, de que por unas u otras razones, salvo las celebraciones religiosas, han ido desapareciendo de la isla el resto de diversiones. Resulta curioso que Valero afirme que ha heredado «sus respectivas tendencias, en verdad incompatibles, por lo que siempre me he sentido atraído tanto por la intensa vida social como por la soledad más profunda».
Al hilo de las visitas, Valero es capaz de levantar, como sucede en sus narraciones evocativas previas, vívidos retratos de personas harto peculiares, habituales de las tertulias en torno a los enfermos: una farmacéutica forastera y cosmopolita, adalid de los cambios radicales que se avecinaban sobre la isla; un marino mercante rebosante de salud, que repetía que nunca había tenido «ni siquiera una gripe» y era un fabulador que encandilaba a los lugareños con aventuras, allende los océanos, inverosímiles, prolijas y un tanto enrevesadas; un pescadero, concejal encargado de basuras y del cementerio, que muere en un accidente aéreo. De paso, también se retrata a un extravagante maestro hippie y sus clases rampantes, con los alumnos subidos a los árboles o a un curioso matrimonio alemán: él le da clase de su idioma y ella le regala nada menos que Peter Camenzind, de Hermann Hesse, novela de formación que tantas concomitancias presenta con el ciclo narrativo memorialístico de Valero.
Como tal puede encuadrarse, en cierto modo, por esta referencia clave y puesto que sin duda «la infancia es una sucesión de descubrimientos», como por caso el cuerpo desnudo de una vecina que volvió con su marido del exilio y cuya visión fugaz tanto le perturbó, Enfermos antiguos. No desde luego como Las transiciones, donde ensayó propiamente la nouvelle de iniciación, con protagonistas desnortados, atrapados en una farra posterior al entierro de un compañero, situada además justo después, durante su adolescencia, en el período histórico que sucedió a la muerte del dictador y trajo la democracia, en el que parte de nuestra generación sucumbió a la vorágine autodestructiva de las drogas. De hecho, allí, el paso de la infancia a la pubertad era el eje del argumento, que rememoraba episodios decisivos, a veces traumáticos: refriegas de pandilla, escarceos sentimentales, faenas escolares, los primeros cigarros, las revistas guarras… siempre bajo la premisa de que «tienen algo de dioses los niños antes de hacerse hombres».
Valero, poeta de los más importantes y consagrados de su generación, es dueño de una prosa de muchos quilates, delicada, concebida a tramos como reminiscencia o como introspección, de una sencillez precisa en extremo. El estilo es terso y compacto, cuajado mediante la construcción demorada, incluso morosa, de la frase, de índole hipotáctica, lo que le permite incluir incisos, matizaciones, autorreflexiones y sinuosidades del pensamiento. El leve aire lírico, muy mitigado, no asfixia la narración, que es lo mejor que se puede decir de un poeta metido a narrador, conversión a menudo fallida, casi siempre. A este respecto es harto sintomático que el autor elegido para la cita inicial de Las transiciones fuera el gran escritor francés Christian Bobin, poco conocido por desgracia en nuestro país, toda una declaración de intenciones.