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La última visita o la soledad de ser testigos

José Luna Borge

José Luna Borge

Visita de Año Nuevo. Antonio Moreno.
NewCastle Ediciones. Precio: 8 €.

Si todo final es siempre un desgarramiento, este libro es una elegía que canta a la vida y se detiene en la importancia de una caricia y en la verdad de una mirada que te atrapa para siempre.

Cuando muere una madre el vacío que deja es distinto a cualquier otro. El vínculo con ellas es de otra dimensión. Al nacer nos desgarramos de sus entrañas y cuando se nos mueren, ese desgarro termina de suturarse. Ese especial y misterioso vínculo ―su carne es nuestra carne― no se tiene con nadie más y, cuando ella desaparece, desaparece el vínculo. Nos llevan nueve meses en sus entrañas y, cuando se van, de alguna forma nos vamos con ellas.

En esta fascinante obra, el autor se refiere en varios momentos a este proceso. Uno de ellos es al final del fragmento 17 ―más que de capítulos, se trata de una obra fragmentaria; la intensidad emocional es tal que no podría mantenerse en un capítulo―, cuando él y su mujer contemplan la réplica de La Piedad de Miguel Ángel, en la catedral de Guadix, escribe: «Un hijo muerto es una madre muerta; una madre muerta es un hijo muerto. Por eso nos vi representados a los dos en esa imagen donde Buonarroti con tan solo veinticuatro años acertó alterando las nociones de edad y de tiempo».

Es curioso que, poco después, en el fragmento 22, recurra de nuevo a otra piedad de Miguel Ángel, esta vez su última obra, que dejó inconclusa cuando la muerte lo derrumbó entre los últimos cascotes de la La Piedad Rondanini. Este conjunto es la imagen de la soledad eterna de la madre con el hijo sostenidos ambos por el amor, dentro de un interminable dolor. La madre «lucha por mantener en pie el cuerpo de su hijo exangüe», pero «lo que más conmueve es la ambigüedad del conjunto: no se sabe con certeza quién sostiene a quién».

Ante la agonía de una madre en un frío hospital, el dolor y el amor se hacen uno, laten al unísono y en esa soledad no se sabe quién sostiene a quién, ni quién se va, si se va uno o se van los dos.

Más que un homenaje esta pequeña obra es un sostenido y elegíaco canto fúnebre, de hondo arraigo en la tradición literaria y musical, que adopta la forma de interiorizado monólogo con ribetes de diálogo; el diálogo requiere un interlocutor, aquí el interlocutor es la madre desaparecida a quien se evoca y canta.

En un estilo indirecto, pero certero y contundente, arranca el primer fragmento: «Puede que aún no me haya despedido. Lo más difícil es aprender a despedirse. Definitivamente, quiero decir […] El adiós definitivo: eso es lo más arduo de alcanzar, lo más agotador de todo». Efectivamente, lo más duro es acostumbrarse a la ausencia, cuando logramos trasladar la presencia física al recuerdo, ese bendito milagro en que la figura se transforma en imagen recordada, entonces desaparece el concepto de dependencia o adicción natural al amor y al olor de una madre. Logramos rebasar las barreras de lo físico y aprendemos a hablar de otra manera a esos seres que ya nunca nos abandonarán.

En el recuento que se hace a la muerte de un ser querido regresan imágenes que creíamos conjuradas, imágenes que acuden con su antiguo esplendor para ampararnos de tanto abandono. El recuerdo es consolador, pero algunas imágenes nos enfrentan a nuestros errores y nos hacen ver lo injustos y equivocados que estuvimos a veces con nuestros padres: lo que nos molestaba la lágrima fácil de mamá a las despedidas o la generosa exhibición de abrazos, besos y caricias a las llegadas; las madres han pasado ya esa barrera social de lo ridículo y nosotros aún no hemos llegado. La importancia que un tiempo dimos a esas cosas ¡cuánto puede llegar a doler!

Ante el acecho del dolor de ausencia y el cierto precipicio del abismo, el poeta ―esto solo lo puede escribir un poeta― decide volver a las palabras: «Conjurar la melancolía con palabras. Es lo único que puedo hacer […] Anoche decidí que te escribiría, sí, que me sentaría en las palabras. Ellas serían mi superficie firme, mi capa sólida, una especie de refugio mayor que el sofá». Y en este refugio logra dibujar un laberinto de lugares, viajes, conversaciones, silencios y recuerdos, en el que van surgiendo el rostro y la figura toda de la madre. El retrato dibujado es tan vivo y palpitante que nos permite decir que hay madres que siguen estando vivas aunque se hayan marchado.

Dos fragmentos memorables recuerdan también al padre, muerto en 1986. La nochevieja de aquel año en Aguas de Buxot, pueblecito de la montaña cercano a Alicante, donde compraron una casa que constituyó la «utopía rural» de sus padres, le marcaría para siempre. El 10 y el 11 son entradas escritas con una sencillez emocional admirable.

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