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LA TRENZA

Beatriz F. Nogueroles

Beatriz F. Nogueroles

La historia que voy a contar no podría comenzar con un érase en pretérito imperfecto, porque su tiempo no es sólo el pasado.

Esta historia sigue sucediendo y seguirá así, mientras mi familia tenga descendencia.

Y en mi memoria, comenzó el día en que mi madre me enseñó a hacer una trenza; tal como a ella le había enseñado su abuela.

En mi familia, las raíces de nuestra heredada melena caoba son la representación viva de las raíces de nuestro árbol genealógico y, las hebras de nuestro cabello, las ramas de nuestra propia identidad. Nuestro pelo es el símbolo de la lucha femenina. Al hacernos una trenza se unen ambas partes de la cabellera y, a través de ellas, nuestras antepasadas nos transmiten su legado. El origen de esta memoria familiar comienza con la abuela de mi madre −es decir, con mi bisabuela− y arranca con su llegada a una nueva ciudad.

Concepción se trasladó de Valencia a Barcelona con unas compañeras modistas. Sería sobre el año 1930 y la situación política en España estaba a punto de cambiar drásticamente con la instauración de la Segunda República, tras la dimisión de Primo de Rivera. Sin embargo, Concepción –que así se llamaba mi bisabuela− no parecía muy preocupada por lo que pasaba fuera de los límites de su barrio. Se dedicaba a coser para ganar algún dinero y a disfrutar de la independencia que había conseguido al alejarse de su entorno en Valencia. Allí vivía con una madre que acostumbraba a hacerle la trenza demasiado apretada, cosa que ella no soportaba. Huyó buscando la libertad; la suya y la de su melena. Los días transcurrían tranquilos; ganaba suficiente dinero para vivir y algunas tardes las jóvenes costureras se divertían con las visitas de unos chicos del barrio. Así fue como conoció a mi bisabuelo, Tomás, barbero de profesión. Tras compartir algunas tardes se enamoraron y él, prendado de su bella cabellera, le regaló un peine de concha y plata con sus iniciales grababas: C.L.; junto con la promesa de que nunca más se separarían.

Cuando Concepción se lavaba el pelo toda la casa se inundaba del olor a su champú de espliego. Las fosas nasales, al contacto con la fragancia de esta planta, se abren de tal forma que parece vaciarse en ella todo lo que existe alrededor, incluso los pensamientos que se retuercen en la cabeza. Mi bisabuela deshacía su trenza, realizada con perfecta simetría geométrica, con la misma delicadeza que merece una intricada labor de hilo y el pelo le cubría todo su cuerpo desnudo hasta las rodillas. Después del baño, se colocaba el peinador bordado de batista rosa sobre los hombros y se desenredaba el cabello con el peine que le había regalado su marido. Pasaron los años y en octubre de 1934, mientras en Europa se consolidaba el fascismo y en España la CEDA cobraba cada vez más fuerza, nacía en la cama de caoba su primera hija, Teresa.

El marrón rojizo de su cabello se fusionaba con el cabecero del mismo color, cada vez que, en lo sucesivo, Concepción diera a luz en aquella cama. Decorada con tallas de flores, parecía que salieran de la cabeza de la parturienta enredaderas que envolvían sus sienes y formaban una corona alrededor de su cráneo. Agarrar con fuerza los salientes de madera que formaban las formas esculpidas sobre ella, le calmaba los dolores. Cada vez que alumbraba a una mujer, una de esas flores rojizas que decoraban su lecho se tornaba más oscura, del color de una mora madura. Con los años, el cabecero quedaría decorado con tres flores moradas. Además, dos varones vendrían también a ampliar la familia.

La Navidad del 1936, fue la primera en que las figuritas del belén no decorarían el mueble de la entrada. El conflicto acerca de la religión y el poder, que se había creado en España, obligó a Concepción a enterrar en el jardín a la Sagrada Familia, para que no fuera destruida. Mientras añoraba su vida en Valencia, recordaba el día en que le habían entregado aquellas frágiles figuritas. Cuando su tía profesó como monja, la invitaron a la ceremonia junto a su familia. La toma del hábito era una fiesta íntima en la que la futura novicia vestía un traje blanco y un velo del mismo color le cubría la cabeza. Era una boda con Dios, le dijo su madre. Su tía tenía el pelo tan largo y bonito como lo habían tenido todas las mujeres de su familia. Cuando la madre superiora se acercó, le quito el velo y le cortó la melena con unas afiladas y grandes tijeras, Concepción no pudo por menos que expulsar un grito ahogado. La madre superiora le devolvió una mirada inquisidora y ella, avergonzada, pasó el resto de la ceremonia mirando los restos del pelo caoba que estaban esparcidos por el suelo. Cuando terminó la fiesta su tía se acercó con un paquete y le entregó a Concepción las figuritas de barro del belén.

Había terminado la Guerra Civil, pero los estragos no daban tregua. La enfermedad y la falta de medicamentos asolaban toda España con un aire carroñero. Concepción escribiría una carta el 3 de febrero de 1940:

    Querida familia.
Parece que nunca vamos a poder olvidar esta maldita Guerra. Tomás y yo nos apañamos como podemos para sacar adelante a los niños, pero la suerte no parece estar de nuestro lado. La niña pequeña ha caído enferma y por aquí ya no queda ningún antibiótico. Necesitamos ayuda. Por favor, contestadme lo más rápido posible. Os echo mucho de menos. Algunos días pienso que desearía no haberme ido nunca de vuestro lado. Os quiere, Concepción.

 

La carta no llegaría lo suficientemente rápido a Valencia y el destino dictó sentencia con un trágico final. Con la muerte de la pequeña Chon la vida del resto de la familia no volvería a ser igual. Concepción quedaría postrada en la cama, mirando la última de las flores que había aparecido en su cabecero y con lágrimas en los ojos no dejaría de observar cómo lentamente iba perdiendo su color morado. Su cabello, que siempre había sido frondoso y brillante, ahora lucia opaco y pobre, el color cobrizo se había transformado en un negro enlutado. Las finas hebras de su pelo se iban cayendo sin remisión, y con ellas su cabeza se vaciaba de lo que hacía tiempo la había hecho feliz. Junto a la pequeña enterró la larga trenza que siempre la había caracterizado. Pasaron los años y sus hijos varones se casaron y se marcharon de casa. Ella quedaría entonces al cuidado de sus hijas, la mayor y la pequeña. Tomás, su marido, también faltaría años más tarde. La muerte parecía perseguir a una Concepción inconsolable, con su filada cuchilla.

Sin embargo, todo cambiaría el 20 de noviembre de 1975. Mientras en la madrugada se anunciaba la muerte del General Franco, en el Hospital Clínico de Barcelona nacía el bebé de uno de sus hijos. ¡Era una niña! Llegó al mundo con un largo mechón negro que le llegaba hasta los hombros, señal que parecía presagiar fortuna. Al crecer, el cabello de la pequeña se tornó caoba como el de su abuela, y la conexión entre ellas se volvió inexorable. La unión orgánica que sentía Concepción entre la niña y su hija fallecida formaba un vínculo especialmente fuerte. Su pérdida había supuesto la ausencia de una parte de ella, que ahora parecía reconstruirse progresivamente. La pequeña Chon, no sólo había compartido su nombre, también había sido la última de sus hijas y, como consecuencia, su falta había supuesto una pérdida de identidad aún mayor. Al observar a la pequeña recién nacida sintió volver de nuevo a la vida y su pelo empezó a crecer al mismo tiempo que su corazón se recomponía. Esa niña, años más tarde, se convertiría en mi madre.

Yo nací en 1990 y 10 años después, es decir, en el año 2000 fue cuando esta historia se hizo patente en mi vida. Era la madrugada del día 1 de enero, cambiábamos de siglo y en mi cuerpo algo más cambió en ese momento. Empezó a dolerme el vientre y busqué a mi madre para decírselo. Ella, entonces, me miró y me palpó la tripa cariñosamente; después me agarró del brazo y me llevo hasta el jardín que tenemos detrás de casa. Llevaba puesto solo un camisón, pero no sentí ningún frío al salir. Tenía la sensación de que mi cuerpo ardía y estaba a punto de explotar de un instante a otro; pensé que comenzaría desparramándome por la zona del vientre que me seguía dando punzadas intermitentemente, como si me hubiera tragado una granada. La luna esa noche estaba más hinchada que de costumbre y desprendía un calor blanco que se infiltraba en mis huesos. El cielo estaba completamente negro; parecía que aquella luna se hubiera tragado las estrellas. Mientras pensaba sobre ello, noté como por encima de mi pierna empezó a derramarse algo líquido. Bajé la vista y observé como un hilo de sangre me recorría la pantorrilla. Me asusté un poco, pero, entonces, mi madre me acarició lentamente sobre los hombros y me indicó que me agachara. La obedecí y me senté en el suelo sobre mis rodillas. La sangre seguía brotando de entre mis piernas; pero ahora, iba cayendo sobre la tierra al mismo tiempo que desaparecía el dolor del vientre. Mientras mi sangre menstrual se mezclaba con la tierra, mi madre me agarró el cabello y soltó la goma que me lo ataba en una coleta. Lo dividió en tres partes iguales y comenzó a hacerme una trenza.

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