Tierra de paso que pasa inadvertida, guardiana de secretos, invisible cruce de caminos, campo de luchas, lugar de encuentro y vigilante de tesoros.
Exactamente… ¿Dónde está La Rioja? ¡Cuánta gente tiene que buscar un mapa para salir del atolladero en forma de pregunta!
Ahí, arriba, pero no demasiado, el mapa muestra claramente una pequeña región con límites geográficos precisos: al Sur, la Sierra de la Demanda, y al Norte, el río Ebro, que fluye, rápido y poderoso a lo largo de La Rioja, vertebrándola durante 120 kilómetros. Sin el Ebro no podría entenderse esta tierra, es su arteria principal; su gran valle la enriquece y la define. Mas hay otros valles: desde la sierra hasta el Ebro discurren seis pequeños ríos, seis venas que lo alimentan y contribuyen de forma también vital a darle forma y alma. Seis ríos insignificantes capaces de crear seis paisajes, cada uno con entidad propia. Seis ríos pequeños que cincelan seis valles tan diferentes entre sí que parece imposible su vecindad.
Seis ríos cuyas aguas susurran pistas acerca de tesoros deseosos de ser descubiertos…
Humilde, el Oja, el río Oja, que -según una de las teorías etimológicas- da nombre a la región en asíndeton ejemplar, baja desde la montaña, cerca del pico San Lorenzo, y pronto se hace amplio. Casi al final se une al Tirón, cerca de Haro y del Ebro. Allí, a buen recaudo, excavado bajo el pueblo de Ollauri, se esconde un entramado de túneles y galerías de poco más de un kilómetro, que son penúltima morada del vino, hijo de las uvas que han madurado al aire y al sol en la superficie. Las antiguas bodegas Paternina – hoy Conde de los Andes– tienen una arquitectura secular. Bóvedas y arcos que desde el siglo XVI custodian, protegen y miman el fruto más preciado de esta tierra. Estos “calados” son un laberinto excavado a pico y pala; un dédalo oscuro, mohoso, turbador, sobrecogedoramente lóbrego. Aquí, las piedras de las paredes están vivas, respiran, arropan con suavidad de sudor y moho los muros hechos de botellas durmientes, y les tararean nanas de paciencia y espera.
Hay tesoros que nunca podrán ser expoliados; tan profundamente enterrados que se han fundido con el lugar en que descansan.


Discreto, el Najerilla, que como casi su propio nombre indica pasa por Nájera, cuna de reyes y hogar de Santa María la Real, guarda la ermita de otra Santa María, la de Arcos. Uno entiende muy bien el nombre cuando se asoma a su interior. Asombroso interior. Hay que contar un poquito la historia del lugar para entender cómo han llegado hasta esta ermita, que pasa desapercibida desde la carretera, esas columnas que sujetan esos arcos. Esto es Tricio, que fue Tritium Megallum en época romana. Tricio la Grande. Este humilde paraje riojano albergó en los siglos I y II uno de los centros más importantes de Occidente de producción de terra sigillata, y de sus alfares salieron recipientes que se utilizarían en todo el imperio. Una ciudad de gran importancia hace 2000 años es ahora un pueblecito que alberga el edificio religioso más antiguo de toda La Rioja ; puede que sea una adaptación al culto cristiano de un antiguo mausoleo romano o una basílica paleocristiana construida con materiales romanos, según diferentes estudios, pero en todo caso un ejemplo del reciclaje de elementos arquitectónicos. El paso de los siglos y los distintos estilos superpuestos han dado como resultado una construcción de liso y blanco exterior, pero abrumador y grandioso interior. Humilde y austero por fuera y monumentalmente desproporcionado por dentro. Enormes fustes acanalados, toscos arcos medievales, pinturas románicas, mosaicos, sepulcros y estelas funerarias… Es como si un gemólogo hubiese preparado aquí una macedonia de areniscas, toba, mármol, cantos, teselas y yesos aderezada con pigmentos rojizos algo maltratados por el tiempo.
Hay tesoros escondidos a la espera de alguien que los encuentre, resignados ante la ceguera del que pasa junto a ellos sin advertir su valor.


Reservado, el Iregua nace casi en Soria y muere casi en Logroño. El valle que recorre es el del Camero Nuevo, y tiene unas joyas casi sin solución de continuidad que forman un rosario -un collar, para los menos creyentes- de cuentas preciosas: sus pueblos serranos tienen un encanto indudable, y es tentador pararse en Viniegra de Arriba, Villoslada o Pradillo; pero el tesoro secreto de este valle se encuentra bajo un imponente farallón rocoso entre Viguera e Islallana, en un impresionante emplazamiento natural. Basta con subir -previa petición de llave en la venta a pie de carretera- unos pocos cientos de metros con fuerte desnivel, para encontrarse con el magnífico paisaje del angosto valle, encerrado por las peñas verticales de Islallana y la roca que los de Viguera llaman “el castillo”. La ermita de San Esteban es un sencillo misterio de mampostería: se desconoce su fecha de construcción (¿siglo X?) y su función original (¿eremitorio? ¿capilla castrense?) . El placer de disfrutar del exterior de formas redondeadas, que parecen acomodarse a la roca que la cobija, es solo superado por el de abrir uno mismo la puerta y encontrarse con los frescos románicos del siglo XII de los que también se ignora exactamente qué y a quiénes representan (¿apocalipsis? ¿reyes altomedievales?). Todo en el lugar, en el edificio, en el ambiente, está envuelto en un halo de irrealidad.
Hay tesoros enigmáticos, que aún descubiertos, no se desvelan nunca del todo.


Circunspecto, el Leza, que se encuentra con el Jubera ya cerca del Ebro. Leza significa “garganta” o “sima” en euskera, y el nombre del río explica a voces el secreto de este valle en el Camero Viejo. El cañón que la erosión fluvial ha creado es acogedoramente espectacular. Se puede recorrer desde abajo, bajando desde Soto en Cameros, y dejarse intimidar por la altura de los riscos, el caminante acompañado y reconfortado únicamente por el sonido del agua. Pero es desde arriba desde donde mejor se puede apreciar su belleza. En primer lugar, ceder a la tentación de sentarse en el borde, y estirar el cuello y la mirada hasta el fondo de la grieta intentando adivinar el cauce, sinuoso allá abajo. Luego, alargar la vista hacia el horizonte y divisar, muy por encima del lecho del valle los rellanos colgados donde hoy descansan minúsculos pueblecitos en su mayoría abandonados. Por último, elevar los ojos al cielo para ver a los buitres acercarse en vuelo rasante, en el camino desde el río y la vegetación aledaña hasta los oquedales en las rocas de las paredes. Abrir mucho los ojos. Luego cerrarlos y guardar en ellos el paisaje. Y tirar la llave.
Hay tesoros a cielo abierto, invisibles al mismo tiempo que se ofrecen a la vista.


Modesto, el Cidacos transita un valle de arcilla y roca frágil, donde el hombre encontró asentamiento desde tiempos remotos. Las cuevas aquí son fáciles de horadar y han proporcionado refugio y utilidades diversas a los habitantes de la zona desde antiguo. En Arnedo, el fenómeno rupestre aporta singularidad y personalidad a un pueblo por otra parte centrado en su actividad industrial y artesana alrededor del calzado. Los cerros que rodean esta localidad de la denominada Rioja Baja están repletos de un auténtico laberinto de cuevas que han servido como vivienda (unas doscientas casas-cueva estaban todavía en uso hasta bien entrado el siglo XX), bodega, leñera, pajar, cuadra… o palomar. Este último uso parece haber tenido la sorprendente Cueva de los Cien Pilares, aunque se sigue estudiando su origen y su posible relación con el desaparecido Monasterio de San Miguel. Por estos corredores recuerdan los arnedanos haber jugado de niños al escondite, a estas salas de suelo de arena subían cuando se saltaban las clases, en estos nichos escondían el tabaco, estas columnas eran sus aliadas cuando precisaban intimidad para sus primeros besos, a estos ventanales se asomaban para contemplar las iglesias, el castillo, y el paisaje circundante con la Peña Isasa al fondo.
Hay tesoros que fueron saqueados, pero recuperados y bruñidos de nuevo, ahora se lucen orgullosos.


Vergonzoso, el Alhama da vida a un territorio árido y desolado. La sierra de Alcarama, del árabe “orgullo, dignidad”, donde la Rioja casi se convierte en Soria, es el lugar perfecto para desconectar. Una sierra desolada, dura y yerma. Altiva y solemne. Eternamente vacía de verde y sombra. Repleta de ocre y luz sin tamiz. El hogar del eco sin respuesta.
Visible desde la distancia, tan perfecto que parece dibujado por un niño aplicado, vigilante sobre el paisaje desde su atalaya, Cornago sobrevive y agradece una visita más allá de sus yacimientos de icnitas.
El pueblo es silencio. Con una configuración perfectamente medieval, en lo alto la Iglesia hace compañía al castillo, y desde allí se derraman los tejados uniformados de un color que se confunde con la tierra que los rodea. Es agradable el descenso hasta la plaza y más abajo. Un paseo por calles estrechas de casas con cortinas coloridas en cada puerta, con ventanas adornadas con plantas tan verdes que parecen exóticas y fuera de lugar, un palacio en venta, un arco con virgen, rincones bien cuidados, un antiguo cine- casino con doradas figuras en la fachada. El tiempo detenido.
Hay tesoros disfrazados de cotidianeidad, que solo se materializan como preciosos cuando se escarba en la superficie que los oculta.


Así que nada de cofre lleno de monedas de oro, enterrado en el lugar marcado con una X, dentro de la silueta de una isla; nada de mar de agua turquesa, ni rastro de palmeras mecidas por la brisa, ni de una ensenada para abrigo de galeones. Diamantes y rubíes se tornan en pequeñas ermitas y basílicas, topacios y esmeraldas se transforman en cuevas y bodegas misteriosas, las joyas son gargantas y pueblos remotos. Y el mapa del tesoro ,¡quién lo iba a decir!, es el mapa de La Rioja.