
Fundación Jorge Guillén. Precio: 12 €.
Manuel Padorno es autor de una obra lírica amplísima, difícil de seguir.
Este libro es, según palabras del poeta, “un canto a la contemporaneidad occidental Universal: la claridad mundial de la conciencia”.
La Fundación Jorge Guillén, dentro de su benemérita labor literaria, ha rescatado Vir heroicus sublimis, libro de poemas póstumo del prolífico poeta tinerfeño Manuel Padorno, muerto hace ya la friolera de dieciocho años, cómo se pasa el tiempo, la vida. La edición, como es costumbre de la casa, es exquisita, limpia de polvo y paja, con tapa dura y tipografía de lujo y hace el número 82 de la ejemplar colección «Cortalaire».
Como digo, Padorno es autor de una obra lírica amplísima, difícil de seguir. Lo primero suyo que leí, creo recordar, fue Desnudo en Punta Brava (lugar de su casa enfrente, casi delante del Atlántico, en la playa grancanaria de Las Canteras) y conservo de aquellos versos una imagen de su poesía ceñida a la desnudez del título, traspasada por la luz oceánica y su blancura cegadora, aquí «la blancura atlánticos azules», ensimismada en ese fulgor insular concentrado, cortada a buril, como un acantilado a pico y liso, abstracto, también en cuanto al ritmo, endecasilábico sin rima, a machamartillo, en el libro que nos ocupa con algún soneto y silva blancos.
Tanto en forma como en contenido esta poética se inscribiría en la corriente de poesía canaria, a la que a veces se le ha adjudicado, creo que desafortunadamente, el marbete de poesía del silencio, caracterizada por la pureza estilística y la luminosidad semántica, aquélla que representarían el otro Padorno, Eugenio, o Andrés Sánchez Robayna entre los veteranos (hay, por cierto, en el volumen varios poemas en torno a un elemental vaso de agua, cuyo rastro procede, sin embargo, en Padorno, de Muerte sin fin del mexicano José Gorostiza) y Goretti Ramírez, Rafael-José Díaz, Francisco León o Alejandro Krawietz entre los jóvenes, aunque su obra siempre la he emparentado con la del injustamente postergado y olvidado Luis Feria, con quien compartió empresas culturales, tal vez porque durante un tiempo ambos publicaran en Pre-Textos (ay, aquel libro de Feria de título tan espléndido como escalofriante: Cuchillo casi flor), si bien Padorno alcanzara al cabo cierta notoriedad con la aparición, tras su muerte, de la tetralogía Canción atlántica en la prestigiosa colección «Nuevos textos sagrados» de Tusquets.
Este Vir heroicus sublimis, título procedente de un cuadro del norteamericano Barnett Newman, se publica ahora por vez primera, exento, supongo que dentro de la labor de recopilación y ordenación de los cientos de poemas que al parecer dejó inéditos, según su viuda Josefina Betancor, encargada también de ir organizando en Pre-textos su obra completa, que se antoja colosal, de la que ha aparecido, que yo tenga constancia, un primer volumen. Según la nota inicial del propio poeta, el libro es «un canto a la contemporaneidad occidental Universal», persigue, a través de la clarividencia del cerebro artístico europeo, digamos, nada menos que «la claridad mundial de la conciencia».
La desmesurada ambición metafísica es justamente uno de los riesgos, y no menor, que corre su poesía, junto a limitarse a dar vueltas a lo metapoético y a tornarse abstrusa y un tanto hermética al sustraer el referente o anécdota de partida, ya que se atiene a lo puro esencial desde «el lenguaje que llega a lo innombrable», desde su «llamarada». Ya en el primer poema del volumen levanta «una ciudad del aire» como «signo del oscuro», por añadidura, petrificada en el imaginario lírico, «en plena dimensión desconocida», con sus «pájaros vacíos» y su tiempo y río inmóviles, en un cenital mediodía de luz compacta, como de cal, «ave de fuego» en su «llama solitaria».
Después, entre alusiones al destino de los judíos durante el siglo anterior o escenas de cafeterías, oficinas o calles, reaparecen los motivos medulares que articulaban Desnudo en Punta Brava y el resto de su obra que he leído. Un puñado de motivos en torno a los campos semánticos de la luz y el fuego que conforman una suerte de realismo órfico. El medular sería el simbólico, casi mitológico, árbol de luz inmenso, el resplandor para él vertical, definitivo, del mar, que percibe e idea delante de su hogar-quilla, junto a «la perpetua playa femenina», el «arenal tendido dulcemente», «la arena blanca hasta el final del día», a la «jubilosa luz de la mañana», «luz azul», claridad enajenada, «hachazo blanco» desde la altura, «llama invisible». «Enfrente de mi casa crece un árbol infinito» resume en un verso. Y en relación con este leitmotif, otros relacionados con la naturaleza canaria, a la que desde un panteísmo axial se anima en forma de prosopopeya, hasta lograr una fusión plena con la conciencia del poeta, especie de transustanciación que deviene levitación o descendimiento. Sin olvidar, naturalmente, el clásico «ut pictura poesis», dada la condición de pintor, labor también copiosa y desbordante, de Padorno, pintor-poeta o viceversa, a tal punto que en realidad la página se equipara al lienzo.
EN LA ORFANDAD del sueño todavía
(el mar echado abajo silencioso,
la estrella encandilada arriba, lisa)
yo sólo vivo allí, dentro del sueño,
lugar del éxtasis; trabajar todo
el día con la luz, también la noche
con la luz, tallo la luz: casa del sueño.
Escribo mientras sueño todavía.
El sueño luminoso sola luz.
Yo con mi oficio vivo allí, trabajo
en la desolación del sueño, cerca
de la orilla despierta, pura orgía,
en el cristal del agua, el agua mía.
Tallo el sueño dormido: sobre el agua.
El sueño de la luz el agua, el agua.
el agua de la luz, la luz el agua.
SÓLO ME QUEDA oír la llamarada
alrededor, la hoguera aleteante,
el interior de la ceniza abierta
que no sabré adónde da. Al viento.
Al fuego universal, hecho de agua,
al humo sideral, el hombre mismo,
el hombre caudaloso que se abría.
A la llama del éxtasis, varada
en el fluir de las constelaciones,
movida por el sol ladera arriba,
y en la derrama occidental estalla.
Templos, antigüedades insulares,
el territorio de la llama abierta
visible, audible, respirada ahora.
Una piedra de luz. Es el espacio
de la llama invisible casa mía.
Manuel Padorno