Luis Landero celebra sus treinta años de exposición literaria con una novela implacable.
Lluvia fina es una portentosa exhibición de la palabra al servicio de las emociones contrapuestas.


Editorial TusQuets
Desde luego, treinta años son una buena cifra para celebrar el aniversario de la primera publicación; aunque es de suponer que la dedicación a la literatura viniera de antes; y si la celebración se sustenta en la salida de una nueva novela, el acontecimiento tiene tintes de efeméride.
Luis Landero publicó su primera novela, Juegos de la edad tardía, en el año 1989 y, con ella, recibió el Premio de la Crítica y el Nacional de novela. Con cuarenta años a sus espaldas, no parecía un autor joven, cuando lo que primaba por aquel entonces eran los jóvenes y aquel invento de algún prócer de la crítica periodística llamado, la Nueva Narrativa. No obstante, recordemos que José Saramago empezó a publicar muy tarde y aún pudo llegar al Premio Nobel.
En efecto, Luis Landero no era un autor joven, para lo que se estilaba y, aunque había escritores de todas las edades, gracias al deseo editorial de tapar el gran agujero negro que para la literatura había significado la dictadura y a las grandes expectativas que se derivaban de las movidas y movimientos de libertad reflejados en el fenómeno literario, la mayor visibilidad la tenían los jóvenes, que, dada una aparente escasez de producción y nuevas ideas, en lugar de pasar por el filtro inicial de ser promesas, descollaban ya como autores de hecho y de derecho.
Juegos de la edad tardía nos mostró a un autor que no era una joven promesa y, al cual, no era fácil encasillarlo dentro de la nueva narrativa; pero sí una gran sorpresa. Nos descolocó un poco su fulgurante aparición, que no le debía nada a la necesidad de sembrar en un páramo donde el negocio de los libros quería aportar una luz nueva a la sociedad; pero más, si cabe, la humildad con que aquel profesor de Literatura arrojaba a los leones su primera novela. En fin, los leones se quedaron mudos y sólo tuvieron palabras para el elogio unánime.
Luego ha habido muchas primeras novelas y expectativas renovadas, hasta llegar a un punto en que el mercado ha ido desplazando a la literatura, aunque siga habiendo escritores que siguen en sus trece y, a estas alturas, ya es difícil que cambien. Landero es uno de estos y, a fe mía, que cada nueva novela que ha publicado durante estos años, para él era como si fuera su primera novela; por lo que tenía de resistencia y reivindicación de lo literario.
Mi fe se renueva cuando, treinta años después de aquella movida y de los avatares que se han sucedido en el ámbito de la edición, la palabra de Landero, de nuevo reivindicativa del estilo y las buenas formas, surge otra vez para decir: aquí estoy otra vez y pido la palabra. No se trata de una manera atrabiliaria de darle la espalda al mercado, por otra parte imposible, Landero tiene muchos lectores y estos se renuevan constantemente; pero sí de muchos lectores que han sido arrinconados en los últimos tiempos de grandes florituras y que aún disfrutan del placer de la buena literatura. A todos aquellos que ese comentario persistente: ¡ah! Eso es demasiado literario; como decir: huele a tufo literario que apesta; no les echa para atrás. Al contrario, de seguro lo verán como una demostración de que todavía queda alguna esperanza y muchos escritores decididos a alimentar esa esperanza.
Lluvia fina es un alarde de precisión, con algunas innovaciones en el alcance de los diálogos, transmutados en narración solapada, que nos enfrenta a una familia desgajada y enfrentada por las muescas que persisten en la culata del pasado. Pero, también, es una forma de reivindicar el poder del relato; por más que ese poder no siempre se refleje en las cosas buenas de la vida. La necesidad de contar las peripecias de la propia vida, sobre todo aquellas que conducen a la fatalidad o al desengaño sólo es comparable con la tortura de tener que escucharlas todas. Los relatos no son inocentes y no es verdad que a las palabras se las lleve tan fácilmente el viento dice Landero en un momento de la narración, casi al final. Y un poco más cerca de él: “porque lo que el olvido destruye, a veces la memoria lo va reconstruyendo y acrecentando con noticias aportadas por la imaginación y la nostalgia, de modo que entonces se da la paradoja de que, cuando mayor es el olvido, más rico y detallado es también el recuerdo”.
Las historias de los otros destruyen nuestra propia historia, nuestros avatares, quizá más profundos y graves que los de aquellos. Escuchar no es fácil y, como quiera que sea, no encuentra redención. Las historias anidan en el alma de quien no es capaz de separarse de la tragedia cotidiana de quienes le rodean. Las historias anidan en el alma de quien no es capaz de separarse de la tragedia cotidiana de los que no pueden estar callados. No es egoísmo, sino supervivencia, aunque se trate de una familia a la que se pertenezca. El relato siempre sale a la búsqueda de alguien que le dé sentido y, en algunos casos, forma. Y puede hacer daño y hasta transformar la identidad y las expectativas de quien lo esculla. No obstante, tenemos que tener en cuenta que existe la misma necesidad de contar como de escuchar, o leer.
El relato, luminoso, de Landero tiene muchas cosas más, impredecibles, cáusticas, terribles; pero permitidme que no las desvele. ¡Leedlo!