«El pantano trajo mucho extravío»
Dora
Un libro. Las palabras leídas en un libro me empujan a compartir una historia que no sé si no sería mejor que permaneciera en el olvido, huérfana para la eternidad, dormida entre esas memorias que ya se desvanecen de los últimos habitantes nacidos bajo este valle sumergido. Unas palabras[1] antiguas que contaban la historia de una de las campanas de Compostela, que respondía al nombre de Galanta, y estaba dulce e inevitablemente ligada a una joven cuyo infortunio cantó el juglar pordiosero Mandiño: una muchacha a quien ahogaron la marea alta y la impuntualidad de su hombre cuando esperaba a este en la soledad de la pequeña Isla de San Simón, al fondo de la ría viguesa.
Esa anécdota libresca me ha llevado a recordar el pasado de un tiempo ya sin compulsa y me ha traído el transcurso de un río que ahora tiene el poético y ambicioso nombre de Luna y cuyas aguas revoltosas, preñadas de truchas, nunca imaginaron que un día fueran a comerse casi por completo a ese pacífico valle por el que transcurrían, diríase que olvidadas de todos. Casi puedo verlo ahora, escoltado por ringleras de chopos como soldados en formación, paseando su porte de general desprendido por los pueblos que atravesaba, abandonando en las orillas las medallas de oro y plata que el sol y las lunas le arrancaban.
Olvidadas para otros, por decirlo mejor, porque yo sigo viendo cada casa y cada camino y cada ribera que estas piernas recorrieron tantas veces. Bajo esas aguas están los dos barrios que el agua arrebató de un bocado a Barrios de Luna y allí, entre Truva y Trabanco, quedaron mis primeros pasos y descalabros, yendo a visitar a los abuelos. Ir a casa de la abuela paterna era otra cosa, en burro me llevaban hasta Mirantes, en Luna de Arriba. Sigo oliendo los claveles del balcón. ¡Vaya mano tenía esa mujer para las plantas! Y ya casi era un chaval cuando la mudanza a Láncara. Mi padre debió de pensar que allí no alcanzaría a tocarnos la larga mano del agua. Entonces no teníamos coche, pero éramos jóvenes y en dos zancadas nos poníamos en Oblanca, en Campo o en San Pedro de Luna, que las ferias de ganado que allí se hacían y el sabor de la cecina de chivo que vendían los argollanos bien merecían la caminata. Y en Casasola fui día tras día durante tres meses, por ver a una rapaza a la que eché el ojo en el mercado de Mallo el día del Corpus. Créanme que con los ojos cerrados todavía hago el trayecto de Cosera a Lagüelles, o de El Molinón a Arevalo, sin pisar el camino, que podía hacerse todo por atajos. Esto era un puñado de pueblos hermanos y más cuando los de sangre se fueron casando y asentando por el valle. Los míos fueron a parar a Santa Eulalia de las Manzanas y la pequeña matrimonió en San Pedro de Luna con un buen mozo, que en paz descanse. Aún oigo las campanas de Miñera los domingos, que me pillaban de camino a Venta de Mallo, para cortejar a la que fuera la madre de mis hijos, porque uno era mohíno y aquello me llevó su tiempo, pero esa es otra historia…
Ningún pantano, ni tan siquiera los que son mayores en capacidad o en extensión, precisó el sacrificio de un número semejante de poblaciones sumergidas, la ofrenda votiva de un sacrificio afectivo y emocional como este para su construcción. Dieciséis pueblos que aún habitan en mi memoria. Dieciséis exvotos sumergidos bajo el aporte lento pero constante del caudal del Río Grande, que ese era el nombre que nosotros le dábamos al que hoy llaman Luna.
Sin otro mérito que discurrir sus temblorosas aguas de forma abundante sobre aquella privilegiada tierra y reflejar en su palpitante superficie, algunas noches, los anchísimos fulgores de un pavoroso firmamento, que de tan grande amenazaba con desmoronarse sobre nuestras cabezas, algún ingeniero de despacho echó mano de un mapa y decidió, allá por los tiempos de la República, que nuestra cuenca sería una candidata perfecta para ser sepultada bajo un manto de olvido. Aquella idea, que no era más que un proyecto como tantos otros, durmió una siesta de décadas, pero, en los inicios del desarrollismo franquista, alguien resolvió resucitarla. Se expropiaron y tomaron terrenos por la mano, con unas pobres indemnizaciones, y las obras comenzaron.
Es muy poco lo que hay que hacer para ahogar un territorio: basta con poner un muro, una pared de contención, cuando los terrenos de alrededor son de naturaleza impermeable y hay un cauce regular que lo abastezca. Lo complicado es desalojar esa zona, vencer la oposición de las gentes que la habitan, arrancar de raíz, como una planta, todo cuanto lleva allí arraigado desde tiempos de los que ya no se conserva ni memoria.
Entonces no cabía la menor resistencia. Por hache o por be se habría hecho igual lo que ordenase el Caudillo. Estamos en la década de los cincuenta y la obediencia es un tributo debido a una guerra todavía demasiado próxima que se perdió. O que se ganó, poco importó, para el caso vino a ser lo mismo: todos, sin bandos ni ideologías, tuvimos que irnos. Al niño que yo era entonces todavía no le podían haber hablado de aquella escabechina entre hermanos, ni de planes hidrológicos nacionales, ni de nada de todo aquello. Todo lo iría leyendo mucho más tarde, cuando llegó la democracia, que no tuvo más misericordia con otras tierras vecinas que también anegaría sin que las protestas movieran a compasión el corazón de los gobernantes.
Encontrándolo en la luz de las palabras escritas y escuchándolo en las demorados calechos a la luz de la lumbre de los severos inviernos que suelen avecindarse entre estas montañas, supe que el vaso comenzó a llenarse el 7 de septiembre de 1951. Esa misma fecha comenzaron los desalojos y el alzamiento del dique de la presa. Nada menos que tres años largos duraría el desahucio del valle, la entrega de los predios y casas solariegas, el abandono de todos cuantos enseres no era posible transportar o cuyo valor no pagaba el esfuerzo del viaje. Exactamente el lapso que tardó en llegar a su cima la barrera de cemento destinada a embalsar y acallar la voz del Río Grande.
Durante aquellos meses, el agua se fue acumulando contra el muro que se estaba levantando, formando un fondo de saco contra la entalladura de las peñas, como una de esas piscinas fluviales que actualmente se hacen para atraer veraneantes a lo que han dado en llamar la ruralidad. De cuando en cuando, se abrían las compuertas y se desembalsaba, de modo que no se alzase más allá de lo debido. Fue una época, pese a lo que se pudiera pensar, frenética y vivaz para unos pueblos que siempre habían existido acurrucados bajo un manto de serenidad preindustrial: más de tres mil obreros, algunos de ellos con condenas menores, se establecieron en las laderas, en barracones que hasta cine tenían. Pero aquella actividad y alegría estaban envenenadas. No eran más que preparativos para un funeral.
La erección y llenado de la balsa y el vaciado de los pueblos corrieron paralelos. La amplitud y curvas del valle, así como la vasta extensión de sus praderíos, hizo que el proceso fuera largo. Más de tres años le costó al Río Grande alcanzar la cota del pueblo a mayor altitud, Láncara, y expulsar definitivamente al postrer habitante de aquellas aldeas sacrificadas en aras del progreso: los cultivos en parajes lejanos y la avaricia eléctrica, el engrosamiento de las cuentas bancarias de algunos agricultores pobres que no dejarían de ser agricultores y las de algunos ricos inversores que serían cada vez más ricos.
El éxodo de los pobladores del valle de Luna fue un lento goteo marcado por el cielo: lluvia y nieve, estaciones, estíos y deshielos que lentamente, centímetro a centímetro, fueron trepando eras y laderas, hasta expulsar de sus hogares a las más de mil seiscientas personas que se desperdigaron mundo adelante o, en unos pocos casos como el mío, se mudaron a alguno de los pueblos altos que miran al valle, con la esperanza de acunar nuestra nostalgia en los mismos verdes y amarillos que conocimos en la infancia. Y la de no separarnos de nuestras raíces. Ni de nuestros muertos, porque todos, uno detrás de otro, fueron trasladados a cementerios en terrenos altos, trasplantados a camposantos de nueva construcción alejados del agua, pero mirando a la luz del valle y bebiendo sus vientos.
Los más remolones, aquellos que aprovecharon hasta el último momento para darse por vencidos, apurando aquella agonía hasta las heces, partieron cuando el agua ya les llegaba a las rodillas. Cuando comenzó a filtrarse pantalones adentro por encima de las botas de pescador con que durante varios días lograron esquivar la partida hacia el exilio y las últimas palabras de despedida. Y lo hicieron en barca, en el instante postrero, cuando ya no cabía vuelta atrás. Sus aldeas estaban cerca de lo que hoy es la cola del pantano o en los puntos más venteados de aquel teatro de desolación. Aun así, la Confederación tuvo que mandarles una embarcación de maroma que era famosa por prestar servicio para cruzar el Esla a la altura de Cabreros del Río. El barquero se las vio y se las deseó para transportar personas y enseres durante varias jornadas. Eso ocurrió en 1954 y entre lágrimas, con la consciencia de ser los últimos, habiendo arrancado las ventanas y las puertas de sus casas a escondidas, bajo el amparo de la noche y la soledad, porque ya no eran suyas en propiedad: correspondían a la entidad ministerial responsable de la cuenca del Duero, que las había adquirido por decreto y nada más consentía a sus antiguos dueños llevarse los muebles. Los ochenta metros de altura de la presa, desde su majestuosidad criminal, también contemplaron cómo laboraron los hombres de una concesionaria desmontando cocinas, tejas y vigas, para revenderlas, aprovechando todo cuanto pudiera reutilizarse, quedando ese paisaje de esqueletos que algunos años, cuando las nubes se retrasan, reaparece sobre el fondo sediento del pantano y por el que arrastra sus pasos viejos la exhausta progenie de los herederos de estas haciendas subacuáticas.
Fue cerca del final de ese proceso, pocos meses antes de que la barcaza del Esla se ocupara del traslado de los enseres de los últimos pobladores de Láncara y Lagüelles, cuando ocurrió el suceso o nació la invención que dio lugar a la historia más secreta del Luna, una historia de extravío que ahora yo recuerdo y trasmito, ante el temor de que se pierda para siempre, puesto que ya no hay niños en el valle que la escuchen, espoleado por aquella que leí una vez sobre la gallega que se ahogó en las saladas aguas de una ría por el retraso de su amante.
La que nada más se cuenta en la penumbra de la intimidad de las cocinonas de este lugar de Mallo —que se quedó sin tierras, pero salvó sus calles— cuando se han agotado los relatos de lobos y maquis del monte, el del castillo submarino donde estuvo preso Bernardo del Carpio, todas las demás leyendas que nos venimos repitiendo desde hace casi setenta años.
Cualquiera que contemple el entorno del pantano podrá comprobar, incluso a ojo de buen cubero, que las cotas de este perfectamente podrían ser más altas y cubrir al menos una de las dos isletas que despuntan, dejando bajo las aguas la cumbre de la colina que como un hito sobresale en medio del embalse.
Esas islas son los que aquí llamábamos castros, sin que existieran certezas tangibles para defender con pruebas en la mano que alguna vez fueron fortificaciones prerromanas, aunque de una de sus cuevas siempre se dijo que había estado habitada en la prehistoria y algún enterramiento antiguo fue localizado en sus inmediaciones.
Pero no ha habido todavía un año en que aquello haya ocurrido, y ya son muchos y cargados de nieves los que han venido a nutrir la quieta lumbre del embalse…
«Ni ocurrirá» —defienden los viejos más viejos de Luna, los mismos que cuentan la remota historia, más semejante a una fábula que a un hecho constatable—, «porque esa isleta está bajo la tutela de una inocente hija del Luna y representa», sostienen con convencimiento de ancianos, «el trastorno de espíritu en que quedaron inmersos todos los seres de la comarca cuando se vieron obligados a abandonar sus hogares».
Como un símbolo del extravío o el último vestigio de un carácter irreductible, «flota sobre el agua y lo hará siempre, porque el día que el agua cubra su cresta se precipitará el fin de los tiempos».
Todavía hoy, yendo por la autopista hacia Asturias que circunvala la lámina del pantano de Luna, entre dos impúdicos túneles que atraviesan el vientre de las montañas, durante unos breves instantes a los que la velocidad de los autos otorga consistencia de visión, la mayoría de los viajeros se sorprenden ante la aparición de ese farallón rodeado de líquido por todas partes. Algunos, incluso, con evidente peligro, detienen sus coches en el arcén y tiran unas fotografías con sus móviles a la mole solitaria y altiva que destaca sobre las aguas, desconocedores de la triste historia que sus pedregosas laderas albergaron, cuando se llenó el vaso del embalse, una labor que, como ya hemos señalado, duró años y fue demorando la salida de los últimos habitantes.
Según la leyenda extraviada del Luna, la última de cuantas fue capaz de generar el valle mientras estuvo vivo y la más nueva, por tanto, de cuantas iluminan nuestro imaginario colectivo, la protagonista fue una pastora poco más que adolescente que siempre había tenido por costumbre llevar a pastar sus vacas a las verdes que crecían a la sombra del castro de Abajo. Y que lo estuvo haciendo incluso mientras se colmataba el pantano. Lo que nadie sabía es que, cuando se vendió todo el ganado, ante la inminencia del desalojo, ella continúo acudiendo a hurtadillas a aquel castro que comenzaba a estar acosado por las aguas.
Al parecer, un temprano amor era lo que impulsaba a la muchacha a aquellos encuentros secretos, al final de la tarde, cuando el sol teñía con sus violentos bermellones la cima de la peña que aún no se reflejaba sobre el espejo acuoso del embalse, posando con indiferencia ante las cámaras de los ignorantes viajeros que detienen sus automóviles para fotografiarla. Y, por el desconocimiento de aquella querencia que anidaba en el corazón de la joven, cuando aquella noche no regresó a casa, la inquieta búsqueda de los vecinos resultó errada e infructuosa.
Ella era de Mirantes y él de Cosera. Por eso dicen que se encontraban en las laderas del castro, a medio camino entre los dos pueblos, aunque también hay quien sostiene que él era un carterista perteneciente a la brigada de presos que vino a erigir el muro de la presa. Esta segunda hipótesis cuadra más, no con el retraso, sino con la incomparecencia del muchacho. Por aquellas fechas ya estaban yéndose poco a poco parte de los trabajadores, pues el grueso de la obra estaba rematado. No cuesta demasiado imaginar a un joven vigoroso y enamoradizo manteniendo un romance pasajero que sabía sin responsabilidades ni futuro por su propia condición de condenado a regresar a calabozo…
El cuerpo de la muchacha —no ha perdurado su nombre, como si los aires que azotan la cúspide del cerro también hubieran erosionado su memoria— apareció dos días después. Estaba, podría decirse, dulcemente tumbado sobre las faldas de aquel apartamento de amor al aire libre que compartía con su amante, aislado de miradas indiscretas y resguardado por el somero anillo de agua que lo iba cercando. No había signos de violencia sobre él. De manera indirecta, fue ese protector anillo de agua quien la mató: la sombra del pantano extendiendo su primera ponzoña silenciosa sobre el valle.
«Isla de las Culebras» se llama desde entonces a ese talud que descuella por encima de la superficie del embalse. Se le dio ese nombre porque a él habían ido a refugiarse en masa víboras, serpientes y luciones, ante la progresiva elevación de las aguas. Más de cuatro mordiscos se contabilizaron en los tobillos y piernas de la inocente muchacha que acudió a una cita de amor, confiada en la presencia de un amante que nunca compareció o siempre se lo calló. Se decidió enterrarla allí mismo, en lo más alto de la falda de la ladera, puesto que ya no existía cementerio en su pueblo, marcando el lugar con una simple cruz de piedras puestas sobre la tierra.
«Isla del Conejo» la denominan ahora, con notoria zafiedad, los dueños de los barcos recreativos que navegan el mar de bolsillo del pantano y, aprovechando la tibieza de las noches veraniegas, llevan hasta allí a sus conquistas para amarse bajo un estrellado firmamento que no puede ser más hermoso porque, como bien dice la canción, la montaña está más cerca del cielo. Pero, pese a toda su bastedad, en una cosa aciertan los acaudalados marineros de agua dulce: la leyenda finaliza precisando que fue mediante la suelta de conejos en la isleta como se determinó exterminar a las víboras, en honor a la muchacha muerta. Sin llegar a ser tan agresivos como los hurones, fueron capaces de dar cumplida venganza sobre los enloquecidos reptiles.
No existe una campana como la Galanta santiaguesa que repique grave y atristada por los antiguos muertos abandonados bajo el agua.
Tampoco una simple esquila que rememore la historia de aquella pastora enamorada, que aguarda a su amado eternamente, convertida en calavera, polvo y nada, o menos que nada.
Porque menos que nada es ser una vaga leyenda cuyos ecos, en los días de viento airado, giran alrededor de la colina que prevalece sobre las aguas negras, sin que haya nadie que alcance a tener oídos para ella.
[1] Fernando Quiñones, en Las campanas de Compostela, dentro de «El viento Sur».