Diferentes ciudades, cada una con su propio carácter.
Una ciudad única de múltiples personalidades: dispersas y alejadas entre sí.
Las unen seis letras.
En Madrid hay un solo semáforo, que apenas tiene trato con unas decenas de coches al día, y que en hora punta lidia con un autobús amarillo de transporte escolar y un pequeño camión que deja su carga en un pequeño supermercado. No hay tiendas de ropa en este Madrid rural donde la mayoría de la población se ocupa del ganado y de los campos. Los coches de la policía lucen orgullosos la imagen de la mascota del equipo de fútbol de la ciudad: al menos es un tigre de aspecto feroz y no un koala de ojos soñadores. Madrid es un pueblecito tranquilo donde nunca pasa nada; los jóvenes se aburren y sueñan con viajar lejos de una calma que solo se rompe cuando algún turista – o muy despistado o verdaderamente interesado- se acerca a ver el puente sobre el río Des Moines, enmarcado por geométricas estructuras metálicas que son recuerdo del pasado minero de la localidad y se iluminan de azul durante la noche. En Madrid, Iowa, EEUU, la vida es tan tranquila que roza la monotonía.
En el centro del distrito Centro, hay una cafetería que se llama Iowa en la calle Montera; una calle peatonal en la que habitan las prisas por ir a ninguna parte, la sordidez, la compulsión consumista, las terrazas de tapas y cañas. A un lado, la Gran Vía, con sus mil semáforos de nuevo diseño y el ajetreo del tráfico que transita sin cesar, día y noche. Al otro lado, Sol: su reloj, su rey a caballo, sus personajes de dibujos animados desgreñados de pelaje polvoriento, su botella de Tío Pepe en orgullosa pose entre las buhardillas; por Sol, Montera y Gran Vía transitan cada hora varios miles de personas más que la población total del Madrid de Iowa. Un trajín de ruido y acción en el que se mezclan los madrileños que pasean, los grupos de turistas que se esfuerzan por no perder al guía del paraguas de colores y los visitantes avisados de que no deben quitar ojo a sus mochilas a la vez que fotografían este Madrid bullicioso y siempre sorprendente y cambiante.
Madrid es una cuadrícula de diez por diez callecitas, mitad asfaltadas, mitad empedradas, con casas bajas de colores pastel; se han sustituido las vallas publicitarias por mensajes pintados en los muros, anuncios que lo mismo sirven para avisar de una actuación musical que para animar a votar a un diputado. Una plaza con unos cuantos juegos infantiles, algún bar con mesas bajo un porche sombreado y varias tiendas de “abarrotes” en las que se encuentra todo lo preciso para el día a día. Está rodeado de la vegetación exuberante que cubre las montañas vecinas, y de limones, tamarindos, papayas, mangos y guanábanos que crecen en los campos. Madrid está en México, en un valle al sur del volcán de Colima, entre la selva y el Pacífico.
La Casa de México se encuentra en la calle Alberto Aguilera, muy cerca de Moncloa. Aguilera fue alcalde entre 1901 y 1910 y promovió la construcción de la red de bulevares de la capital: calles cómodas, anchas y provistas de árboles en el centro, amables para el paseante. México en Madrid reside en un bello edificio que alberga exposiciones temporales, ofrece charlas, cine y talleres, tiene una librería que cuenta secretos sobre bellas palabras indígenas y un restaurante que reinterpreta la comida de la costa pacífica en un patio sombroso y verde.
Pescar en el hielo es un pasatiempo común en Madrid. Cualquier mañana gélidamente soleada se puede hacer un agujero en la superficie congelada de lagos, ríos o pantanos, introducir la pequeña caña con el cebo bien fijado al anzuelo y esperar a que un pez esté lo suficientemente hambriento como para picar y servir de cena. En Madrid los inviernos son largos y duros. Hacer sirope de arce endulza y hace más llevadero el frío. La vida pasa lenta, sin prisa, acolchada, amortiguada…como los copos de la nieve que cae sobre este Madrid del estado de Nueva York, muy cerca del límite con Canadá. Sus algo menos de 2.000 habitantes no necesitan un callejero para orientarse, ya que el nombre de cada calle es suficientemente explícito: Church Street, River Road… y encuentran en Main Street todo lo que necesitan: el banco, la tienda de comestibles, el ayuntamiento, una cafetería… Entre las casas de uno o dos pisos y tejados a dos aguas destaca una adorable biblioteca de 1917, con su pequeña escalinata y su sencillo frontón triangular sobre la puerta.
En Madrid, New York está en el distrito de Salamanca, en la pequeña calle de Recoletos, que conecta el paseo del mismo nombre y la calle Serrano; en un restaurante cuya cristalera luce un neón rojo que invita a probar una hamburguesa a la vez que refleja las fachadas elegantes de los edificios construidos en la frontera de los siglos XIX y XX. Calle de señoriales balcones festoneados con guirnaldas de diferentes motivos geométricos o florales, de portales distinguidos a menudo custodiados por los siempre vigilantes “porteros físicos” que dan empaque y categoría a estas casas, contraponiéndolas a las que confían su seguridad al vulnerable y prosaico portero automático. La calle de Recoletos forma parte de uno de los barrios más elegantes de Madrid, en el que, entre las tiendas de lujo y los restaurantes exclusivos, destaca un edificio iniciado en 1866 con majestuosa escalinata adornada con estatuas y con un imponente frontón triangular repleto de figuras alegóricas coronado por el emblema de la sabiduría: la Biblioteca Nacional.
Madrid está abandonada desde 1910. Escondida, oculta, es difícil de encontrar porque las indicaciones en las carreteras son escasas y el navegador se empeña en entrar en caminos privados.
Cae con fuerza la nieve y la ventisca apenas deja ver el bosque. El único edificio en Madrid es una cabaña de exterior pintado en rojo y ventanas y puertas enmarcadas en blanco. En el medio de la nada en un entorno donde reina la nieve buena parte del año y el verde aparece durante unos pocos meses. Esta reserva natural de la provincia sueca de Östergötland, al sureste del país y a unas dos horas y media de la capital, Estocolmo, antiguamente fue una pequeña granja agrícola y ganadera, y sus vecinas se llaman Trípoli o Marruecos. En invierno, un lugar desolado y hostil; en verano forma parte de las actividades de ocio de los suecos como lugar de esparcimiento para pasar un día en familia, pasear en compañía de uno mismo y disfrutar de una naturaleza enmarcada en el aire limpio y los cantos de los pájaros.
El hotel Suecia, a espaldas del Paseo del Prado y junto al Círculo de Bellas Artes, tiene una terraza sobre Madrid. Ésta se despliega, expuesta y desinhibida, no se oculta. La mirada baja hasta la ancha y animada calle de Alcalá, repleta de historia y encanto chulapo; siguiendo su curso y a partir de ella, Madrid muestra sus edificios singulares y presume del palacio de Cibeles, del Banco de España, de las cuadrigas de la antigua sede del Banco de Bilbao, de la cúpula del Palace y de la iglesia de los Jerónimos, del Pirulí y de la Torre Picasso a lo lejos… En un claro del bosque de chimeneas y antenas sobre los tejados dispares, la mancha verde del Parque del Retiro.
Madrid se sitúa en un terreno fértil y rico a 2.500 metros de altitud, y es uno de los principales exportadores de flores del mundo. En la calle hay carros de toda tracción -tractomula es una palabra que define bien el vehículo- , que venden leche de cabra recién ordeñada, piñas y aguacates recién cogidos del campo, arepas y patacones recién hechos al fuego del carbón. También hay coches caros y edificios “residenciales” con una garita de seguridad a la entrada. Por Madrid pasa el río Subachoque, sobreviviendo a duras penas a la suciedad y la falta de cariño. También hay placitas agradables donde sentarse bajo un tamarindo a punto de florecer. Madrid (Cundinamarca, Colombia), es una ciudad perteneciente al extrarradio de Bogotá, donde conviven en un contraste normalizado y cotidiano un mundo ordenado, limpio y rico y un mundo caótico, descuidado y pobre. En Madrid hay atascos- atracones- y más de cien mil habitantes que no suelen escuchar el silencio. De vez en cuando suena un vallenato en una plaza y el ajetreo para. La música vence al claxon de los coches y el ritmo relaja tensiones.
Colombia está en Chamartín. Una calle y una estación de metro en el norte de la ciudad. Una zona uniforme, pulcra y sobre todo tranquila lejos de los museos y del centro histórico que los turistas tienen conquistado. Aquí se vive entre el oasis de la colonia de El Viso, donde cualquier día de la semana parece domingo a la hora de la siesta -no hay tráfico, casi nadie pasea por las aceras, no hay ni tiendas ni locales comerciales que se mezclen con las viviendas unifamiliares de discreta apariencia y, seguramente, lujoso interior-, y el mundo de los negocios de alto nivel del Paseo de la Castellana con sus modernos rascacielos ocupados por bancos, multinacionales y hoteles de cinco estrellas. En Chamartín no hay discordancias y el contrapunto al ruido de los coches lo pondrían, en todo caso, algunas notas de música clásica que se colasen por una ventana abierta del Auditorio Nacional.
En Madrid sí hay playa. Y no una, sino toda una sucesión de arenales que enmarcan una bahía en forma de concha protegida de las olas por una barrera rocosa. Las palmeras cocoteras se mecen saludando a un amanecer nuevecito, un amanecer oriental en las costas del Mar de Filipinas. Todo está vestido de verde en Madrid: el océano esmeralda que acaricia los arrozales, las plantaciones de bananos y hasta la iglesia ribetea sus muros blancos con franjas en un tono marinero y tropical. Aquí se come pescado fresco y se bebe agua de coco… a menos que se quiera una cerveza, que en filipino – o tagalo- se dice “cerveza”.
Las islas Filipinas, en Chamberí, nombran una avenida y una estación de metro de la línea 7. El castizo Chamberí es un barrio sin estridencias, sin grandes iglesias y escasos palacetes señoriales, aunque en sus calles se encuentran el encantador Museo Sorolla, antigua casa del pintor, o el asombroso Hospital de Maudes. Pero sobre todo es un barrio para pasear mirando hacia arriba, hacia las fachadas de sus edificios modernistas, neogóticos y neomudéjares; para disfrutar de sus parques pequeños y tranquilos; para sentarse en una de sus innumerables terrazas y disfrutar de una Mahou fría bien tirada acompañada de una tapa de boquerones en vinagre con sus patatas fritas.
En Madrid suena música country y mucho rock y se oye el rugir de las Harley Davidson en las calles cubiertas de polvo del desierto. Las casas son de adobe o de madera, con muchos elementos reutilizados y reciclados. Todas son distintas y no están ordenadas ni alineadas. No tienen ni luz ni agua corriente.
En Madrid no hay escuela, no hay curas ni alcalde. Pero hay canteros, herreros, acróbatas, pintores y un tabernero con la única licencia en muchas millas a la redonda para vender alcohol .En Madrid comparten la vida la anarquía y la libertad. Los niños juegan entre locomotoras y vagones abandonados. Madrid es un espíritu libre. En pleno desierto estadounidense, entre Alburquerque y Santa Fe, se encuentra Madrid, un pequeño pueblo minero que fue abandonado por la fiebre del oro que se trasladó a California y Alaska. A partir de los setenta fue refundada por hippies y artistas y hoy es una comunidad con un funcionamiento independiente muy particular, por la que cruza la mítica Ruta 66.
Arte, música, puestas de sol y algún que otro fantasma amistoso hacen de Madrid en Nuevo México un lugar único.
La calle de Alburquerque y la de Santa Fe no están muy alejadas entre sí, y dando un paseo de una a otra se atraviesa el parque del Oeste, en Argüelles. Bastante menos salvaje que el oeste americano, no giran aquí las plantas rodadoras, sino que brotan flores en la rosaleda. No transitan motos, pero un teleférico lo sobrevuela. El templo de Debod aporta el elemento artístico (y quién sabe si también esotérico). Los niños se divierten entre pajareras, un estanque con puente de madera y algunos búnkeres de la guerra civil. Un parque amable e invitador, con vistas a la sierra y la montaña rusa del parque de atracciones de la Casa de Campo, al Palacio Real y a la Catedral. A menudo algunos músicos callejeros se acercan para poner banda sonora a los mejores atardeceres de Madrid.
Y así, de continente en continente, hasta más de treinta lugares llamados Madrid que se esconden en el mundo; para visitarlos todos habría que viajar mucho y muy lejos. Más de mil mundos se muestran en Madrid; para descubrirlos no es necesario hacer el equipaje, basta con salir a pasear.