¿Quién pone en duda que sea necesario el movimiento feminista a nivel planetario?
La “tecnología de género” se vuelve una verdadera amenaza, porque hace que el concepto de género sirva a intereses económicos.
No es posible avanzar en la historia del feminismo como movimiento social, ideológico, cultural y económico, si no somos capaces de identificar el origen u orígenes que dieron pie a las primeras manifestaciones y reivindicaciones, antes privadas que públicas, dada la cultura común impuesta por el aparato de poder que, desde el punto de vista del género dominante, ha sometido siempre a la mujer como género dominado.
A lo largo de la historia podríamos hablar de excepciones, pero la regla se sigue confirmando hasta nuestros días con sólo actualizar las peores páginas de las noticias en materia de derechos humanos. La naturaleza biológica de la mujer y su pertenencia al mundo como persona de pleno derecho, no quiso entenderse en igualdad de condiciones por parte del varón y de su autoimagen social, constructo histórico éste que no se podía poner en cuestión sin que conllevase, para la mujer que se rebelaba, penas dolosas de encarcelamiento, confinamiento en centros psiquiátricos, vigilancia o muerte.
Las causas atribuidas para tal orden de hechos se convirtieron en excusa moral para la manipulación, la sanción social, la exclusión, la vejación, el maltrato, el oportunismo o la agresión sexual legalmente aceptada dentro del matrimonio… Podríamos hablar incluso de la incomprensión y de la soledad de la mujer, del desconocimiento absoluto de su propio cuerpo relativo a cada etapa de su vida; de la maternidad y su desencuentro con las dificultades para conciliar. Incluso las formas de paternalismo más sutiles no han dejado de ser sino actitudes cómplices que han violentado constantemente la supervivencia de ellas y el desarrollo y reconocimiento de sus capacidades a lo largo y ancho de la faz terrestre.
Si ya es difícil crecer en libertad en un lugar que encadena a las personas por múltiples razones sin fundamento, la libertad de las mujeres y el hecho de compartirla con la libertad de los demás, y no enfrentarla, es tarea que compete a este mundo que se sostiene, por parte de un amplio espectro, entre valores contrapuestos y contradictorios, jerarquizados y nada exentos de hipocresía. Y, sobre todo, es responsable en su conjunto de entender el movimiento histórico que en la franja occidental del planeta, desde apenas hace más de un siglo, aboga y propone leyes para la emancipación y la liberación consciente y activa de las mujeres desde los estratos más humildes, pasando por la vertebración de todo un movimiento obrero (que sigue luchando por defender mejores condiciones laborales para todas y todos en igualdad), y llegando a aquellos espacios de la sociedad cuyas integrantes gozan de mayor capacidad de movimiento, de acción y de representación. Pero esta capa social de mayores recursos económicos y materiales, por el contrario, todavía se halla coartada por formas de vida y de relación, por formas de educación que, desgraciadamente, desconfían del hecho feminista y de su razón noble de ser, y niegan, además, el hecho sexual multidiverso con el que transita a la vez.
Resulta desalentador que, bajo este esquema intercontinental, el desarrollo económico se ha abierto paso formidablemente gracias a que las políticas del Fondo Monetario Europeo se rinden a las directrices que marcan los bancos para lograr evolucionar las economías de sus respectivos países, y permiten, por ejemplo, que se introduzca el insufrible impuesto rosa a productos de libre comercio dirigidos a la mujer y a la imagen que se espera de ella, conformando un “marketing de género”, el cual confunde, manipula y supedita a las mujeres a invertir su economía en un sistema que le impide no solo emanciparse de los valores masculinos o machistas, sino que también hurta su criterio natural, limitando su capacidad de invención y creatividad para encontrar formas de vida más libres. De tal manera que contribuye indirectamente a que se polarice de nuevo la idea de género en función de intereses consumistas.
En este sentido, es insólito que los productos cosméticos, de ocio o textiles de consumo regular se dividan en dos colores (rosa y azul por norma), dos formas, dos eslóganes y dos precios (el mayor generalmente para ellas) siendo la elaboración y composición de determinados productos prácticamente similar. Los laboratorios no argumentan debidamente la diferenciación de precio, pero podríamos preguntarnos a partir de un efecto aparentemente banal, si los movimientos sociales en defensa de los derechos de las mujeres parten de las mismas realidades y llegan a los mismos objetivos en todos los lugares del globo terráqueo donde se llevan a cabo. Evidentemente, no es lo mismo Europa o Estados Unidos, que las comunidades africanas de mujeres o las sociedades originales campesinas e indígenas de América, ni tampoco la población que vive en condiciones más paupérrimas, producto todavía del expolio y el coloniaje que operó en sus tierras siglos atrás, antes robando territorios y cercenando culturas; después, explotando sus recursos naturales; y siempre, dificultando políticas educativas y formativas que afianzasen y consolidasen el progreso de sus pueblos.
Por ello, tampoco es posible avanzar en la comprensión de los feminismos si no nos ponemos en la piel de los seres humanos que ocupan los lugares más olvidados o ignorados del mundo; los lugares menos visibilizados o menos privilegiados. Tales lugares o extensiones poblacionales no están, como queda dicho, en la franja eurooccidental del planeta; la que configura y representa la cosmogonía y la hegemonía política y económica mundiales. Bien es verdad que, en este amplio segmento de la población, existen altos índices de pobreza y de exclusión social también, y la clasificación de las personas en función del tipo de desarrollo biológico-sexual meses antes de nacer, se esgrime como un arma aún más dura porque, presentada dicha franja como la más desarrollada, por contra mantiene la más baja clase de decadencia moral, pues cree en un tipo de desarrollo socioeconómico tan represivo como malentendido. Es así que este lado del planeta también es víctima, pero así mismo cómplice y responsable de las nefastas consecuencias de su propia anomalía sistémica. Esto viene a ser así, precisamente, porque, por lo general, las sociedades occidentales (no sólo europeas), mantienen para la preservación del orden binario hombre/mujer, el statu quo de las relaciones de poder y de clase, sobre las cuales se sustenta la forma económica de vivir de muchas personas (en unos casos), o de sobrevivir (en otros casos mayoritarios, como el hecho de depender de empleos, en gran medida, de economía doméstica, los cuales someten por parte de otras mujeres la libertad de aquellas que emigran a esta parte del mundo, a cambio de un sueldo precario que, a su vez, crea la ilusión de poder satisfacer las necesidades ficticias que la sociedad, en que una nace y en la que otra es acogida, crea).
Tampoco ignoremos las experiencias de tantas mujeres que sufren la ablación del clítoris en connivencia con un heteropatriarcado que crea un rito ancestral del que es víctima y cómplice la generación de mujeres anterior. Mujeres que ni siquiera pueden recibir una educación (no ya igualitaria), o desarrollarse en su propia tierra, o emigrar; ni pueden comer antes o al mismo tiempo, estando o no embarazadas o con hijos recién nacidos, puesto que lo hacen después de alimentarse los miembros masculinos del clan familiar. La falta de derechos que sufren, y no digamos las mutilaciones convenidas siendo aún niñas, o la impensable autodeterminación sexual, o la imposibilidad de satisfacer sueños o intereses personales, hablan de una situación que interesa a todos, no para resolverla por la vía de la imposición, sino por la vía de la concienciación. ¿Quién pone en duda que sea necesario el movimiento feminista a nivel planetario?
En el caso de Latinoamérica, los grupos poblacionales del planeta, los humanos de la periferia, los que pertenecen a alguna de las formas asumidas como indeseables, de distopía sexual y de género; o, generalmente, los no adscritos al sistema y que no forman parte del engranaje, no encajarían no sólo en las sociedades de signo machista de raza blanca (integrada por hombres/mujeres en términos simples), sino tampoco en las que secundan formas de feminismo arcaizantes, identitarias de una sola forma de entender la realidad de género, pero también identitarias del sistema democrático-burgués-capitalista en el que están o al que aspiran.
Por ejemplo, mujeres indígenas de diferentes grupos étnicos, un gran número de campesinas, o las mujeres transgénero (indígenas o no), son explotadas en sus ciudades, en sus tierras, en sus pueblos, porque no tienen quiénes defiendan sus derechos. Por ejemplo, las mujeres transexuales de Santuario, dentro del departamento de Risaralda (Colombia), se encuentran apartadas en zonas de montaña alejadas de la comunidad indígena a la que pertenecen, para no ser perseguidas, agredidas o asesinadas. Y la mayoría son rechazadas por sus propias familias, de tal manera que se encuentran con verdaderas trabas administrativas, además del problema añadido de la lengua indígena que dificulta la comunicación en castellano a la hora de explicar su deseo de que se les reconozca el derecho a la cédula de ciudadanía, a una identidad nueva para poder formarse en una escuela o regularizar su situación laboral cuando encuentren empleos fuera del sector del café.
Dicha periferia, excluida del establishment sexual, social o político de su circunscripción, y fuera también de los intereses más espurios de entes del más allá como el Banco Mundial y las prioridades financieras y expoliadoras de Naciones Unidas (las mismas que han determinado el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer), junto con los lobbies empresariales internacionales, son también los todavía existentes grupos tribales de la Tierra, o los considerados insurgentes morales y sociales; los desarraigados o los exiliados, mal llamados “migrantes”, contra quienes se practica, a veces, la devolución exprés a sus tierras de origen. Y, en fin, todos aquellos seres a los que se les niega su derecho a la autodeterminación, a la tierra, a la conservación de su ecosistema, a la identidad, tanto sexual como personal.
En medio de la anomalía sistémica del patriarcado que ya de por sí reprime de cierta forma a muchos de sus vástagos masculinos, también asfixia de forma más severa a sus equivalentes femeninas. No obstante, a día de hoy muchas mujeres en América Latina comparten juntas experiencias comunes de desarraigo y abandono, se reúnen y conquistan espacios de expresión y de acción, además de reconstrucción de un pensamiento propio definido y sostenible a lo largo del tiempo. En el caso del rechazo familiar y local por razones de género, se produce una realidad aumentada beneficiosa para muchas mujeres que no se identifican con los cánones sexuales impuestos, y son víctimas de la exclusión sexual generalizada, pues a través de la danza, la música, el arte y la creación, y con los programas sociales que fomentan su práctica y su visibilización, alcanzan reconocimiento y una acogida solidaria en un cada vez más amplio radio de acción, lo que fortalece su toma de decisiones y encamina favorablemente su futuro.
Los feminismos y otras formas de identidad u orientación sexual, que podrían circunscribirse a las siglas LGTBIQ+ (en términos generales) no surgen, ni evolucionan, ni se desarrollan de igual manera aquí o allá. Queda por ahondar en aquellos espacios que hace tiempo vienen pisando fuerte, y que reelaboran teorías y políticas desde la acción social, adscritos a un tipo de contracultura que cuestiona las formas actuales de lucha. Desde Mujeres Creando, colectivo del cual es cofundadora desde 1992 la activista boliviana María Galindo, se teoriza, se lee, se escribe, se crea, y, fundamentalmente, se escucha a la persona cuando viene a las reuniones y se respeta su decisión última. La activista es autora del libro No hay libertad política si no hay libertad sexual (2017). Porque su fundamento precisa no impregnarse de otros órdenes ideológicos prestablecidos que se autodenominan “democráticos” con el fin de suavizar un discurso que, en realidad, se presta a deshumanizar y a dinamitar la creatividad y los principios originales de la lucha del ser humano por el ser humano y su libertad sexual. Lo que podría ser una forma política, la democrática, que sustenta el poder del pueblo, se desfigura en un régimen dirigido desde intereses de otro poder, el económico, y fomenta la rivalidad y la fragmentación de los pueblos y, por tanto, su desintegración moral y humana. Desde esta óptica política, la “tecnocracia de género” se vuelve una verdadera amenaza, porque hace que el concepto de género sirva a intereses económicos que no controla la población común.
Es urgente prestar atención a los intentos de reescribir la realidad de otras culturas que, para erradicar el sistema patriarcal, no pueden permitir la perpetuación de una nueva clase de coloniaje económico y de depredación de los recursos naturales y personales. Tales formas de contracultura no son equiparables a la evolución del mismo problema en la historia política europea o estadounidense. Y son ya algunas mujeres jóvenes como, por ejemplo, la escritora Cristina Morales, que despuntan en este momento, puesto que sus convicciones feministas desmontan los esquemas que en este país han estructurado hasta ahora esa lucha, dando la oportunidad a nuevas voces mediante la literatura, diferentes a las que estamos acostumbrados a oír, como podemos leer en su libro, Lectura fácil, galardonado en 2019 con el Premio Nacional de Narrativa.
Por tanto, no claudiquemos en la lucha activa por conquistar o reconquistar los derechos de la mujer de una y otra parte del mundo, pero tampoco ignoremos de qué posición ideológica partimos en esas reivindicaciones, cuáles y cuántas voces vamos a elevar a la población en nuestros discursos, y a qué estamos dispuestos a renunciar para equilibrar la balanza social y para alcanzar la necesaria igualdad en materia de derechos humanos universales.